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Un hombre camina, y mientras camina, observa, piensa, profundiza, se desespera, sufre, y a la vez, siente una profunda emoción. El saber es su objetivo, su más importante fin. El saber, sin que importe de qué color es o de dónde provenga, si es de una mujer o de otro hombre, de un dios griego o de la historia egipcia, de una pintura de Da Vinci, de un verso de Dante, de la sabiduría de los aldeanos y sus charlas en una calle, de la Biblia o del Corán, de Buda, Cristo o de Mahoma, de los ángeles, los súcubos o íncubos, de las arpías o las medusas, de la música de Bach o de la de Hándel, de él mismo o del demonio, con sus múltiples nombres y sus miles de acepciones, y sobre todo, sin que le importe si ese saber es conveniente para él o no, o conveniente para la patria o la religión o no, si le dará mucho dinero y títulos nobiliarios o si sencillamente lo dejará en la misma situación en la que se encontraba antes de comenzar a buscar sus saberes.
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