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                                                                                                                              Goethe, sus tribulaciones y su obra (III)

                                                                                                                              Fausto es Goethe, pero Mefistófeles también es Goethe, en su versión utópica, aunque suene contradictorio.  “Dos almas ¡ay de mí!, imperan en mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que nunca se fatiga, como con garras de acero a lo terreno se aferra; la otra a trascender las nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe”, le dice en su obra a través de Fausto a su discípulo Wagner mientras van por ahí.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Editor de Cultura
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                                                                                                                              Foto: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                              Un hombre camina, y mientras camina, observa, piensa, profundiza, se desespera, sufre, y a la vez, siente una profunda emoción. El saber es su objetivo, su más importante fin. El saber, sin que importe de qué color es o de dónde provenga, si es de una mujer o de otro hombre, de un dios griego o de la historia egipcia, de una pintura de Da Vinci, de un verso de Dante, de la sabiduría de los aldeanos y sus charlas en una calle, de la Biblia o del Corán, de Buda, Cristo o de Mahoma, de los ángeles, los súcubos o íncubos, de las arpías o las medusas, de la música de Bach o de la de Hándel, de él mismo o del demonio, con sus múltiples nombres y sus miles de acepciones, y sobre todo, sin que le importe si ese saber es conveniente para él o no, o conveniente para la patria o la religión o no, si le dará mucho dinero y títulos nobiliarios o si sencillamente lo dejará en la misma situación en la que se encontraba antes de comenzar a buscar sus saberes.

                                                                                                                              Gracias por ser nuestro usuario. Apreciado lector, te invitamos a suscribirte a uno de nuestros planes para continuar disfrutando de este contenido exclusivo.El Espectador, el valor de la información.

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                                                                                                                              Foto: Nátaly Londoño Laura

                                                                                                                              Un hombre camina, y mientras camina, observa, piensa, profundiza, se desespera, sufre, y a la vez, siente una profunda emoción. El saber es su objetivo, su más importante fin. El saber, sin que importe de qué color es o de dónde provenga, si es de una mujer o de otro hombre, de un dios griego o de la historia egipcia, de una pintura de Da Vinci, de un verso de Dante, de la sabiduría de los aldeanos y sus charlas en una calle, de la Biblia o del Corán, de Buda, Cristo o de Mahoma, de los ángeles, los súcubos o íncubos, de las arpías o las medusas, de la música de Bach o de la de Hándel, de él mismo o del demonio, con sus múltiples nombres y sus miles de acepciones, y sobre todo, sin que le importe si ese saber es conveniente para él o no, o conveniente para la patria o la religión o no, si le dará mucho dinero y títulos nobiliarios o si sencillamente lo dejará en la misma situación en la que se encontraba antes de comenzar a buscar sus saberes.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Si un suceso, cualquier suceso, lo llega a atormentar, no se queda pensando y lamentando las consecuencias, sino que indaga sobre el origen del suceso y saca conclusiones sobre los motivos que lo desencadenaron. El resultado del hecho, con sus múltiples aristas, serán valiosos para comprender por qué dos más dos suma cuatro. Por qué lo afectó a él, por ejemplo. “No tiene enemistades -escribe R. W. Emerson-. Podréis ser su enemigo -en tal caso le enseñaréis, en cierto modo, lo que vuestra benevolencia no le hubiera enseñado- aunque sólo sea qué clase de experiencia para él se acrecentará con vuestra ruina. Enemigo y bien venido; pero enemigo en la más alta acepción de la palabra. No puede odiar a nadie; su tiempo es demasiado precioso para ello. Antagonismo de temperamento, pueden sufrirse, pero como las contiendas entre emperadores, que combaten decorosamente a través de los reinos”.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Lo invitamos a leer Goethe, sus tribulaciones y su obra (I)

                                                                                                                              Todo los medios justifican el fin del saber. El amor, el desamor, los enemigos, la política, las guerras y la paz, y por supuesto y por encima de todo lo anterior, el arte. Por eso escribe, y cuando escribe, que es siempre, es dios, y como dios, crea lo imposible y juega con lo imposible, destruyendo a su paso todos y cada uno de los mandamientos y las leyes divinas. De la destrucción de lo dado y de su creación de lo nuevo surgen sus obras, y dentro de sus obras, Fausto y Mefistófeles. Fausto es él, un él idealizado, pero Mefistófeles también es él, en su versión utópica, aunque suene contradictorio. “Dos almas ¡ay de mí!, imperan en mi pecho y cada una de la otra anhela desprenderse. Una, con apasionado amor que nunca se fatiga, como con garras de acero a lo terreno se aferra; la otra a trascender las nieblas terrestres aspira, buscando reinos afines y de más alta estirpe”, le dice Goethe a través de Fausto a su discípulo Wagner mientras van por ahí.

                                                                                                                              Luego comienza a hablar con un perro y le dice “No gruñas, perro. Esa voz animal no puede armonizar con los sagrados acentos que al presente embargan mi alma entera. Estamos habituados a que los hombres hagan burla de lo que no entienden, y murmuren a la vista de lo bueno y lo bello, que a menudo les causa enojo”. Él siente y ha sentido la burla, y el enojo de quienes no lo entienden. Él ha tenido que preguntarse una y mil veces si su camino es “el camino”, y en tantas otras ocasiones ha desechado la pregunta y las posibles respuestas, precisamente porque parte de elegir un camino es ser él, auténtico, sincero, y no dejarse llevar por las habladurías, las burlas o las instrucciones o respuestas de un manual. De cualquier modo, se debate entre su camino, con toda la carga de temores que implica vivir una vida sin reglas, y las millones de herencias que ha recibido. Duda, y duda porque es muy consciente de su condición y de su dilema.

                                                                                                                              Duda, y por momentos, la duda lo lleva a la locura, y de la locura pasa al delirio, y del delirio a la razón y a la creación. Y dice, en la voz de El gracioso de Fausto durante el capítulo del Preludio en el teatro, “Dejad que se oiga la fantasía con todos sus coros, razón, inteligencia, sentimiento y pasión; mas advertidlo bien: no olvidéis la locura”. Los murmullos apuntan a su locura, mientras Goethe camina por las empedradas callejuelas de Frankfurt y de Weimar. Él lo sabe, pero sigue de largo. Lo sabe y lo considera. Por momentos, se interna en una especie de profunda hipocondría. Escucha los latidos de su corazón, e incluso, el palpitar de sus venas. Un día se preocupa. Otro, lo toma como parte del saber. Y en las noches, mientras escribe, olvida su cuerpo, sus posibles afecciones, aunque de personaje en personaje las recuerde para explicar las acciones y reacciones de sus creaciones. La creación lo salva de las dolencias, de la locura y de la vida.

                                                                                                                              Si le interesa leer más de la serie Como de cuento, lo invitamos a leer Goethe, sus tribulaciones y su obra (II)

                                                                                                                              Un día del año de 1788 se encuentra en Rudolstadt con Friedrich Schiller, y los dos quedan suspendidos en el tiempo con una escultura situada frente al teatro principal de Weimar, donde convivieron, con sus diferencias y sus puntos en común. Goethe, dicen, es razón, mente, exactitud. Schiller, más pasión. Y sin embargo, cada uno es lo otro. Como escribió Antonio Colinas en El Cultural sobre el libro de Rúdiger Safranski que recreaba aquella relación, “Así que una amistad madura, los comunes intereses intelectuales, las mutuas influencias, fueron fundiéndose, por más que la pasión les uniera o enfrentara en cartas y palabras. También en las lecturas y correcciones de sus respectivos manuscritos. A fin de cuentas, es la pasión -más serenamente altiva en Goethe, más encendida en Schiller- la que mantiene y enriquece la amistad que Safranski nos describe a través de los momentos estelares de la misma; o de sus preludios, como fueron la correspondencia epistolar o el decisivo viaje a Italia de Goethe”.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              “Ya se sabe -continúa Colinas- que el viaje de éste a Italia en 1786 transformó poderosamente la rigidez y la visión de la realidad del autor del Fausto. Fue influyente hasta el punto de que afirmó: “me parece como si hubiese nacido y educado aquí [en Italia], siento como un verdadero renacimiento desde que he pisado Roma”. Esta metamorfosis anímica o cambio de visión de la realidad, y alguna frase de Schiller (“Goethe tiene más genio que yo”), confluyeron hacia la pródiga etapa de Weimar”.

                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

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