Cada palabra fue consecuencia de decenas de conjugaciones, aleaciones, cambios, costumbres, viajes e incluso política. Fue castellano en un tiempo, y luego español. Se fue forjando con el tiempo, con el andar y el camino y en el camino, no en los diccionarios, que en últimas, le puso unas reglas y se autonombró su dueño, aunque jamás lo fuera.
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Se untó de sangre, de muerte, de hogueras, de dolores y angustias, y de felicidades pasajeras, de largas esperas, de luchas, triunfos y derrotas. En últimas, de vida. Cambió y seguirá cambiando. Tuvo y tendrá influjos de otras lenguas, así como ha influido e influirá en esas lenguas y en unas más. Enterró algunos términos. Creó otros. Viajó. Naufragó. Sobrevivió. Mutó. Se dejó contagiar de otras palabras, de otras culturas y de los mercados, principalmente de los mercados y de los manuales de mercadeo, que para vender decidieron transformar lo nuestro, nuestra lengua, nuestro idioma, con términos rimbombantes, apóstrofes importados y sonidos desconocidos, pues todo eso vendía dentro de un medio bastante ignorante y, por lo tanto, medio esnobista, que creía que todo lo de afuera era bueno, mejor, exitoso.
Así, lo de afuera nos atrapó, nos desgarró y no nos dimos cuenta. Lo de afuera se metió en nuestras entrañas y fue eliminando el pasado, y a todos y cada uno de nuestros antepasados. Borró de varios plumazos la memoria, en aras del vender y del futuro, y nos vendió futuro, sin que el futuro fuera nada más que humo, y arrasó con nuestras viejas costumbres y nuestras aún más viejas palabras. Todo lo que sonara a ch, adiós. Todo lo que sonara al Quijote, hasta nunca. Todo lo que sonara a poema, si te he visto no me acuerdo. En lugar de nuestra cadencia, de nuestra calle, lo de afuera nos contaminó con vocablos que sonaban a película de Hollywood, y entonces comenzamos a pensar como película de Hollywood, este es bueno y aquel, malo, y a amar como película de Hollywood y a poner como en Hollywood al dios dinero como Dios en mayúsculas.
Dios dinero, prioridad y único fin. Dios de las ventas, de la publicidad y del engaño. Y detrás de todo aquello, las palabras de afuera, que fueron las palabras de los triunfadores, de los winners, de los CEO, del business y del show, que reemplazaron las nuestras y, peor todavía, que nos implantaron sus conceptos. Dejaron de importarnos el caminar despacio y el pensar despacio y el arrobarnos por los colores de una flor, y el café y la pausa y la lentitud del amor, y el trago de aguardiente y la deidad de los antiguos dioses, dios sol, diosa luna, madre tierra, presente y pasado, y el río, y el agua y el manantial. Dejaron de importarnos las palabras con las que crecimos, y en la moda del esnob, las transformamos también. Nos olvidamos de decir “bicicleta” o “película” o “fin de semana”, y empezamos a hablar de bici, finde, peli.
Era más play, seguro. Eso creímos. Y por plays, les quitamos a las antiguas palabras toda su historia, su recorrido, sus cambios, sus aleaciones, su vida, que era nuestra memoria. Después comenzaron a vendernos aparatos de todos los colores y todos los estilos, para todas las funciones y con todas las funciones para que viviéramos un futuro feliz. Humo en forma de chip. Humo digital. Humo virtual, que se metió en nuestras casas con su manual de instrucciones y, por supuesto, su retahíla de nuevas palabras y nuevas marcas, que pasaron a ser lo mismo, sin distinciones: lap top, mail, network, net e internet, play, apple, on and off, music, Google, Twitter, landing, news letter, Netflix, Facebook, likes, followers y demás. Como decía el tango de Enrique Santos Discépolo, “cualquiera es un señor, cualquiera es un ladrón”, y señores y ladrones y doctores y alumnos y profesores y gerentes se fueron apoderando de nuestro pasado, con nuestro permiso y nuestra absoluta complicidad.