Una habitación vacía de muebles, pinceles encima de la única mesa del sitio, acuarelas y desechos de lo que un día fueron tubos llenos de óleo. Un caballete. Gregorio Cuartas toma con la mano derecha una brocha, en la izquierda tiene una libreta tamaño carta: sesenta dibujos a lápiz, sesenta primeras veces de la obra final. El lienzo no es blanco: un color óxido lo revienta desde dentro, como una placa de bronce vieja. Pinta el telar pálido para no sentir que la infinidad del blanco disipa sus ideas, por eso no le da miedo. Lo pinta, también, para exigirse: “Todo color que uno pone sobre blanco es bonito, así sea una mezcla fea; en cambio, pintar sobre color es una prueba para tener mejor composición. Lo obliga a uno a pensar más. Pintar sobre color siempre da más profundidad en la pintura y en la mente”.
En su casa no hay televisión. Un pequeño radio gris en el marco de la ventana de la cocina, “para escuchar cómo está el clima”. Un computador de escritorio en una habitación apelmazada de libros: Francisco de Zurbarán, Juan Sánchez Cotán, Luis Caballero, “El mejor de los mejores”. Pocas fotos. No tiene celular. Una casa en Italia en medio del campo, alejada de la ciudad —Sobre todo de su ruido—.
Vive hace más de quince años en Europa, muy lejos de donde nació, lejos de donde se crió. “Yo nací en Las Mercedes, cerca de una estación del ferrocarril de Antioquia, en el municipio de San Roque. No creo que a todos les pase igual. Uno dibuja y dibuja y luego más grandecito compra colores. Hay cosas que uno sabe decir cómo empezaron: se pierden en la memoria como alfileres en un cajón de cosas viejas. Así es el arte, tan lento tan rápido… No sé. Tenía 21 o 22 años, empecé a hacer pinturitas tomándome la cosa en serio, luego me puse a hacer cerámica. Cuando cumplí 24 me fui para Europa porque sabía que la fiesta era allá. Desde que tenía 13 años y veía los libros de arte: todos esos monumentos, las catedrales, los museos, supe que todo venía de allá. Veía esas cosas tan bonitas y pensaba: ‘Un día me voy para Europa’”. Se fue.
Cruzó el Atlántico durante un mes. En la noche, entre el crujir de la madera húmeda y el olor a sal, escribía cartas al Monasterio de Santa María de la Pierre-qui-Vire, en Francia. Un lugar fundado en 1850 y al que Cuartas había imaginado por años. Estaba decidido en comenzar su vida monástica. Cada carta contenía una interminable lista de razones por las que lo debían aceptar. No sabía cómo enterarse de la respuesta de la Pierre-qui-Vire, entonces puso una dirección en Italia: la dirección de una casa de correos en un barrio obrero. Llegó a Italia en marzo, en septiembre recibió una carta: lo aceptaron. “Estuve cinco años en el monasterio, me salí porque hacía mucho frío, era muy austero. Nos levantábamos a las dos de la mañana para el ayuno, se terminaba a las cuatro. Nos volvíamos a levantar a las seis. Hacía mucho frío, recuerdo mis dedos húmedos todo el tiempo, la nariz quemada. El monasterio no lo calentaban, muy austero. Eso me comenzó a afectar entre más pasaban los días. Yo quería ser artista, no monje”.
Se fue a París. La misma de Emma Reyes, Darío Morales, Fernando Botero y Luis Caballero. Una ciudad iluminada en cada esquina por la luz de galerías, bares de jazz y reuniones literarias. Llegó con nada: un bloc de dibujos, dos lápices, tres mudas de ropa. La vida se divide en las decisiones que tomamos: la comodidad de la vida vivida y el vértigo del cambio, de lo desconocido. Gregorio Cuartas eligió el vértigo. Sabía que, a pesar de tener que sobrevivir bajo condiciones ínfimas, sería el pintor que había soñado. “Fue muy duro comenzar a trabajar en lo que se apareciera. En ese tiempo uno conseguía trabajo muy rápido. Salía de una cosa para otra. Trabajé en una galería haciendo enmarcaciones para un señor que vendía dibujos y grabaditos. Trabajé con un arquitecto de monumentos históricos, ahí fue donde aprendí todo lo que sé de arquitectura. Muy duro, había que trabajar mucho, yo no sabía trabajar.
Yo quería pintar, por eso me salí de lo de arquitectura. Vivía de lo que vendía, o sea de casi nada. Muchas veces le dije a la propietaria de la pieza donde dormía: ‘Este mes no le puedo pagar’, ella se reía y no me regañaba. Eran como 30 francos y eso no era nada, nada. Vivir, comer y todo eso costaba un poquito, me las arreglé”.
Hay tiempos que son más largos de lo que se espera. Gregorio Cuartas, esperaba pintar todo el día y lo hacía. Esperaba vender todos sus dibujos en la esquina de la calle San Bernard desde las diez de la noche hasta las cuatro de la madrugada, no vendía nada. Pensaba, sin embargo, que hay un tiempo para todos. Se dedicó a hacer amigas: las secretarias de todas las galerías.
“Una vez entré a ofrecerle a la secretaria de una galería uno de mis dibujos, en esas llegó el dueño del lugar y me dijo: ‘Ay, qué bonito, yo le compro esta –un bodegón–. Se lo vendí por 50 francos. Luego fui tres cuadras a la derecha, a la galería de Albert Lebor, una galería grande. Sintia Connor, la secretaria, me compró otro más grande, de 100 francos. Tres días después Lebor vio mis dos obras en su galería y la vecina me mandó un neumático, un sistema que había en París para enviar mensajes por un tubo que iban a dar al correo de cada barrio, decía que fuera a la galería que necesitaba hablar conmigo. Yo fui, le gustó mucho mi obra”. Cuartas tuvo su primera exposición en octubre de 1972. Expuso 14 obras.
Cuarenta y tres años después, el pintor antioqueño sigue igual. Un silencio incalculable en cada cuadro. Paisajes desoladores y con colores irreales: atardeceres boreales. Desiertos que descubrió en Valladolid: llanuras españolas con casas lejanas, en soledad. Una impresión de la luz, un estudio del color. “Es lindo el paisaje solo. Yo creo que las figuras humanas entorpecen la belleza natural, tan sacra, tan armónica. Mi poesía es el silencio”.