
Cuando el joven Guillermo Cano, a mediados del siglo pasado, tomó las riendas de El Espectador, todavía no le decían don Guillermo; el don era un tratamiento que había que ganarse por los propios méritos de rectitud y valentía –y no al estilo criminal de “don Berna” ni de “don Vito Corleone”–. Ese joven tenía muy claro que, al ser nombrado director, no estaba recibiendo unas máquinas de escribir, unas cámaras fotográficas, una sala de redacción ni unos rollos de papel para imprimir; tampoco una jugosa herencia económica, sino aquello que sus...
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