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Cómo ganarse el “don”

Un escritor revisa los principios que movieron la vida y obra de don Guillermo Cano Isaza, así como su legado.

Héctor Abad Faciolince

10 de agosto de 2025 - 08:00 a. m.
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Cuando el joven Guillermo Cano, a mediados del siglo pasado, tomó las riendas de El Espectador, todavía no le decían don Guillermo; el don era un tratamiento que había que ganarse por los propios méritos de rectitud y valentía –y no al estilo criminal de “don Berna” ni de “don Vito Corleone”–. Ese joven tenía muy claro que, al ser nombrado director, no estaba recibiendo unas máquinas de escribir, unas cámaras fotográficas, una sala de redacción ni unos rollos de papel para imprimir; tampoco una jugosa herencia económica, sino aquello que sus antepasados, los fundadores del periódico en 1887, llamaron un “patrimonio espiritual”. La expresión, hoy en día, puede parecer rimbombante, pero es precisa. Desde su fundación este periódico no ha significado otra cosa que un espacio de pensamiento crítico en el que se preservan los principios más importantes del liberalismo filosófico: la libertad de pensamiento y opinión, el respeto a la verdad, cueste lo que cueste decirla, la defensa de la democracia y la lucha contra cualquier forma de opresión o de autoritarismo políticos.

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Cada época del periódico tuvo sus amenazas y sus enemigos de la verdad y de la libertad. Muy al principio hubo persecuciones de la Iglesia, y ya en 1888 el obispo de Medellín, Bernardo Herrera Restrepo, decretó que “ningún católico de nuestra diócesis puede, sin incurrir en pecado mortal, leer, comunicar, transmitir, conservar o en cualquier manera auxiliar el periódico titulado El Espectador”. Los gobiernos conservadores cerraron el periódico una y otra vez (los presidentes Carlos Holguín y Rafael Reyes fueron los primeros en hacerlo), o directamente lo quemaron sus turbas, como en tiempos de Laureano Gómez, azuzadas por el gobierno. En ese incendio se quemó incluso la memoria, pues ardió la única colección completa (ahora no existe ninguna) que había del periódico desde su fundación. Ospina Pérez hizo que el ejército lo ocupara; Rojas Pinilla instaló censores en su sede, que decían día a día lo que se podía o no publicar…

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Tras la caída de la dictadura, y después de los años relativamente tranquilos del Frente Nacional, Guillermo Cano, cada año más “don”, tuvo que seguir enfrentando la sugerencia de guardar silencio y callar la verdad. Esta orden se dio, primero, de un modo más hipócrita y solapado: el veto económico de parte de un grupo empresarial colombiano al que don Guillermo no dudó en denunciar por sus fraudes y desfalcos financieros. Ya no eran los incendios y todavía no era el asesinato de los periodistas ni el terror de la dinamita, pero sí era el chantaje del dinero que conducía a la quiebra. Y poco después el enfrentamiento a un nuevo poder que iba infiltrando buena parte de la economía nacional: el narcotráfico. Fue El Espectador, en cabeza de don Guillermo Cano, quizás el único medio colombiano de cualquier tendencia política que se atrevió a denunciar con nombre propio a los clanes antioqueños de la mafia, y concretamente a Pablo Escobar, y a los capos de la familia Ochoa.

Es en estos años (finales de los 70 y principios de los 80) cuando se acaba de forjar el talante insobornable de don Guillermo Cano. El hombre maduro que lleva más de 20 años dirigiendo el periódico ya no es el navegante inexperto que a veces, entre ginebras y ron, quedaba a la deriva en alta mar, ni el ameno comentarista que, empinando la bota de manzanilla, elogiaba contento las antiguas lidias de la tauromaquia. Ahora se enfrenta, con entereza y sin miedo, a los enemigos que compraban, prohibían o quemaban El Espectador en Antioquia, o mataban a sus periodistas y empleados en cualquier región (desde el Amazonas hasta La Guajira).

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Fue por estas denuncias valientes de la infiltración del narcotráfico en la economía y en la política (los mafiosos entraron al Congreso de la mano de algunos caciques liberales) y por su obstinación en decir la verdad sin miedo, que Pablo Escobar ordenó su asesinato. Después de escribir su último artículo, que tituló “Navidades negras”, don Guillermo Cano enfrentó, como decía Borges, “su destino latinoamericano”, el del asesinato cobarde y a mansalva. Un eficiente sicario terminó con su vida de ocho balazos, el 17 de diciembre de 1986. Quizá lo más triste de este terrible destino es que hoy en Medellín, la ciudad donde se fundó El Espectador, se hagan narcotours en los que se visitan los sitios del capo de la mafia y se venden souvenirs con la vergonzosa efigie del asesino.

Ahora que otro descendiente y tocayo de don Fidel Cano, el fundador, se ha ganado en la lucha por la verdad y la democracia que también a él le digan don Fidel; ahora que ya tengo más edad que don Guillermo Cano cuando lo mataron, quizá lo que más me conmueve es que antes de encender por última vez su camioneta Subaru en la que fue baleado a la salida del periódico, hubiera dispuesto en su vehículo varios empaques de aguinaldos para sus nietos. Años antes, don Guillermo había escrito: “Nadie que sea sincero podrá negar que la apertura de los regalos navideños nos causa un especial deleite. (…) Yo abro cada regalo navideño con una especie de fruición sagrada. Su valor en pesos y centavos me importa un bledo. Me satisface sencillamente su contacto, porque es transmisor de un mensaje meditado con el corazón abierto y generoso”.

Ese habrá sido uno de sus últimos pensamientos: que ya tenía listos los regalos de Navidad para los niños de la familia. Pero no fueron esos regalos que no sé qué habrán sido (juguetes, libros, lápices de colores…) el legado que él les dejó. Su legado fue el mismo que él había recibido más de 30 años antes: un “patrimonio espiritual”, es decir, un legado hecho con el ejemplo y escrito con la tinta de su sangre: el de la defensa de los principios liberales de la verdad, la democracia y la libertad. Gracias a ese legado invaluable, don Guillermo Cano, el bueno, sigue vivo entre nosotros 100 años después de su nacimiento.

* Escritor y columnista de El Espectador.

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