Y me refiero a una experiencia única de crecimiento personal y profesional, porque pude conocer a un ser humano magnífico, a un profesional de altísimas calidades y a un coequipero extraordinario.
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Quise descubrirlo para mi blog de perfiles, que en el proceso se transformó en su Historia de Vida para mi página y se amplió a un libro, porque Guillermo Perry decidió que sí quería contarme sus memorias de manera conversada, pero me lo dejó saber por etapas.
Un día, antes de viajar a Florencia, me dijo que a su regreso me contactaría, lo que ocurrió tres meses más tarde, en un diciembre, para invitarme en enero siguiente a un almuerzo en el Árabe. En ese almuerzo me confirmó una de las más retadoras noticias, que por fin se había decidido, por lo que no me fue difícil bautizar el libro con el nombre: “Decidí contarlo”.
Inicialmente, el libro se acercó a las novecientas páginas, de las cuales se publicaron 530, porque en el camino fui muy reiterativa con él con respecto a que me gustaban las historias completas y los libros generosos en páginas bien escritas. Y me dio gusto, aunque se preguntaba si la gente sí se iría a leer algo tan largo, pero dejamos la sección internacional para una posible segunda publicación que parece concretarse como homenaje póstumo.
Sus argumentos para iniciar esta aventura conmigo fueron que nada podría resultarle más agradable que hacer una construcción conversada y que mis Historias de Vida le habían animado a emprender el camino. ¡Cómo no sentirme eternamente agradecida con él! Además, me hizo el regalo del nombre de la serie #MemoriasConversadas, pues consideró que yo debería continuar mi ejercicio de construcción de libros, lo que precisamente estoy haciendo.
Desde ya te extraño, Guillermo, porque habías quedado de orientarme en el trabajo que adelanto con José Antonio Ocampo, pero celebro que te enteraras de mi nuevo libro con José Félix Patiño Restrepo, con quien habías quedado de almorzar, y del que también comencé a escribir ya con Carlos Lleras de la Fuente, y otros posibles que vienen en camino. Así honro tu nombre y tu legado, atendiendo a tus sabias recomendaciones y consejos.Tuve la oportunidad de descubrir en Guillermo Perry a un hombre ponderado, positivo, prudente, respetuoso, alegre, lleno de anécdotas, asertivo, de una memoria precisa, de una inteligencia sin igual, que tuvo siempre el comentario más brillante y oportuno para cada situación, reflexivo, exigente y de altísimos estándares.
Perry me enseñó el rigor de la excelencia mediante un trabajo arduo y concentrado, acompañado de la gracia con la que compartía sus anécdotas, cargadas con cuotas de humor negro, simpatía y mucha inteligencia.
Para mi hijo Andrés, que tuvo la dicha de navegar con él en su velero en Pacho y cruzárselo en su Universidad, Guillermo Perry fue un apasionado y entregado a todo lo que hacía y, con mentalidad de ingeniero, que es lo que precisamente estudia. Mi hijo Daniel, que compartió nuestro día a día en el proceso de escribir el libro, admiró que fuera tan enfocado y concentrado. Recuerda cómo prestaba especial atención a los detalles, y que lo hacía todo con mucha entrega, con mucho empeño e interés, y con deleite, porque cómo lo disfrutaba. Daniel me dice que sentía su emoción al disponerse a trabajar, el entusiasmo con que organizaba todo porque lo hacía con ganas y, como yo, admiró el que nunca olvidara nada. Guillermo Perry se aseguraba de que el trabajo no solo saliera bien sino que quedara excelente.
Genuinamente se interesó por saber siempre de mis hijos y nos atendió con Claudia y su familia, en su palacito del lago encantado en Pacho, al que fuimos en compañía de su nuevo mejor amigo, Toby. Trabajamos en su casa verde de la Sabana y, en compañía de Viviana Limpias, disfrutamos de un delicioso almuerzo en su apartamento en Cartagena. No fueron pocas las veces que celebramos en restaurantes nuestros avances. Recuerdo también cuando caminamos de gancho por el Parque Nacional, mientras llegaba la hora de la reunión con quien esperábamos se convirtiera en nuestro editor, Gabriel Iriarte, de la casa Penguin Random House, y reíamos pero de los nervios que nos producía la incertidumbre de si lo íbamos a lograr.
Y mencioné a su nuevo mejor amigo, Toby, porque Perry también quiso a mi mascota. Alguna vez tuve que irme dejándolo en mi apartamento mientras esperaba la hora de su próxima cita. Se quedó dormido en el sofá, abrigado con una manta y con Toby entre sus piernas. Cuando despertó, le tomó una foto que me hizo llegar con infinita ternura. Pero lo mejor fue cuando lo conoció. Ese día, esperando el ascensor ya para irse, me preguntó: “¿Cómo se llama el perrito?” Y le dije: “Se llama Perry, perdón, Toby”. Ese día lloró de la risa.
Las reuniones de trabajo las hicimos en mi casa, y Plácido, su conductor de ese momento, sin falta iba a Starbucks por nuestro café, que marcaban con frases como: Plácido, ¡cómo estás de elegante hoy! Plácido, ¡qué bien te queda esa sonrisa! Y en medio de risas nos cambiábamos los vasos buscando que los mensajes coincidieran con nosotros o, por lo menos, que fueran los más apropiados para cada uno. Para Perry hasta los pequeños detalles tuvieron importancia y, en cada cosa encontraba deleite.
A todos les decía que yo le daba papaya, como a Gabriel Murillo el día que pasó a saludar. Y no faltaba a la verdad con esto, pues cuando llegaba me preguntaba: “¿Hoy me vas a dar papaya Isa?” Y yo le contestaba: “En efecto, doctor Perry, pero servida con queso”. Esta nunca nos faltó mientras trabajamos.
Algo que siempre le reconocí y que celebré fue el hecho de que el personaje central de su libro tuviera nombre propio: Claudia. La protagonista de todas y cada una de sus decisiones, su compañera de viajes y de vida. Pero también se le iluminaban los ojos cuando hablaba de sus hijos, Juana y Antonio, a los que se refería con orgullo y profundo amor.
Guillermo Perry fue alguien que siempre se supo rodear, sin duda. Por lo mismo, considero un privilegio enorme haberlo acompañado a rescatar sus memorias.
Una y otra vez le dije que el libro era enteramente suyo, que le pertenecía, a lo que no solo me respondía: “Nuestro libro, Isa, nuestro libro”, sino que también insistía en que yo iba desde la A y que él si mucho era la Y o la Z. No contenta con esto, yo cerraba diciéndole: “Claro que lo mejor del libro son las preguntas, doctor Perry”. Y él me contestaba: “¡Sin duda Isa, sin duda!” y reventábamos en risas. Con mucha simpatía me decía: “Cuando lancemos el libro todos van a preguntar: ‘¿quién es ese viejito que está sentado al lado de Isa?’”.
Nunca supe qué disfruté más, si nuestras conversaciones, que ya eran magníficas, si escucharlo nuevamente al transcribir los audios, o si leerlo, porque Guillermo Perry hablaba como solo lo hacen los grandes escritores. Recuerdo que muchas veces me dijo que le hubiera gustado ser uno, como lo es su muy querido amigo Daniel Samper Pizano. Sin duda, también lo fue. Contó con un estilo literario tan ameno y agradable, tan preciso y claro, tan fluido, que hacía parecer lo complejo muy simple. Además, fue ‘cantaor’, porque me tarareó vallenatos que tengo grabados.
Confieso que hubo tensiones. Durante el proceso se hizo exámenes que reflejaron un cáncer y acabando de recibir la noticia llegó a mi casa a trabajar como si nada pasara y yo reventada de la angustia. Esa noche lloré a mares. El ejemplo que siempre me dio fue de fortaleza, de no agravar ni agrandar las cosas porque Guillermo Perry se enfocaba en resolver, en continuar, en avanzar, siempre tuvo foco, y una agilidad mental extraordinaria que de alguna forma también lo hacían un poco cascarrabias. Por eso me decía: “Isa, yo sé que soy difícil pero no imposible”.
Es enorme mi gratitud para con Guillermo Perry, pues a su lado aprendí más de economía que durante toda mi carrera, más del país que de todos los libros y periódicos nacionales o de los foros a los que he asistido, más del mundo y de las distintas instituciones gubernamentales e internacionales de las que yo apenas si tenía alguna información creyendo conocerlas.
Alguna vez me dijo que así como escogía las peleas, también era muy selectivo con los eventos a los que asistía. Admiré que me contara su historia reconociéndole méritos a otros, pero también presentando su posición crítica de manera desapasionada, porque en nuestro libro hace mucha referencia a terceras personas, todas muy influyentes y protagonistas de la vida nacional. Y me acercó a algunas de ellas, entre otras, a Jaime Millán, su ex socio y mi coterráneo, a Eduardo Lora y a la dulce Ana, además de bellas personas, extraordinarios anfitriones; y a Roberto Junguito, a quien espero publicar algún día en mi página. También a muchos otros.
Y me generó un vínculo, de manera muy cálida y especial con Fernando Wills, a quien consultábamos de manera frecuente y quien fuera su compañero de viajes a la China y a tantos otros destinos; con Alberto Brugman, que para mí, como le decía a Perry: “es tan dulce como un algodoncito”. Él me complementaba diciendo: “Alberto es más bueno que el pan”; y, por supuesto, con su picardía una vez fungió como celestino de Guillermo Llinás conmigo, pero yo a él ya lo quería y lo quiero, y le tengo una deuda de gratitud.
Admiré su vocación y gusto por los temas culturales; me contaba de su grupo de lectura y de su muy querido Teatro Libre, incluso una vez me animó a asistir a una función a la que fui en compañía de Santiago de Germán Ribón, en la que coincidimos con él. Y en Cartagena nos cruzamos en el Hay Festival cuando en uno de los conversatorios estaba acompañado por Claudia Rey. Fue precisamente Ribón quien nos ofreció un almuerzo en su restaurante, “Gostinos”, para celebrar el lanzamiento del libro, almuerzo que se convirtió para mí en despedida porque fue la última vez que lo vi y lo abracé, lo que ocurrió exactamente el pasado 4 de septiembre. Y fue Claudia Rey quien me llamara a darme la noticia de su muerte el pasado viernes 27 muy a primera hora. Lo hizo de una manera muy dulce, evitándome lo que hubiera significado enterarme por otros medios.
Guillermo Perry es de esas pocas personas que siguen influyendo positivamente vidas e instituciones, aún después de partir. Mi gratitud para con él es eterna.
Gracias por tanto mi querido y admirado doctor Perry.