Así describe Gustavo Rodríguez la historia de Mamita, su más reciente novela: “Imagínese que usted es un escritor, una escritora, y su madre de pronto, que ya va a cumplir 90 años, le hace saber que ya solo le queda tiempo y ganas para leer un libro más en su vida. Usted tiene que escribir ese libro definitivamente. Esa es la premisa. Mamita es la historia de cómo diablos hace un escritor como yo para escribir contra el tiempo esa novela que le debe a su madre desde hace mucho tiempo. Aquí tenía que encontrar la mejor manera de cómo fue que su padre y su madre se conocieron en un entorno problemático, en la época posterior al boom del caucho en la Amazonia peruana. Esto no solo atraviesa una historia familiar como la mía, sino también la de todo un país”.
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Otoniel Vela, su abuelo, pareciera ser un personaje central de la novela, pero realmente es su historia la que da pie para contar la vida de otros personajes. Hablemos de él y de cómo fue tejiendo las memorias de su familia.
Si yo hubiera publicado esta novela hace 10 años quizá se habría llamado “Abuelito”, pero terminó llamándose “Mamita” por lo que acabas de decir. Cuando yo tenía cinco o seis años, era un niño que vivía en una ciudad norteña del Perú, conservadora, chiquita, en época de apagones. Con esas edad, en la oscuridad, recuerdo que mi abuela me contaba historias en Iquitos, en la Amazonia, de cómo ella y mi abuelo se enamoraron, un abuelo mítico que construyó un palacio enorme al lado del río Amazonas, que era amigo de Gustavo Eiffel, de Julio Verne, que nació una noche en una barcaza en el Amazonas mientras había tormenta y decía que era el hijo del trueno...Imagina un niño que cree que desciende de un superhéroe, viviendo además en una situación precaria, a pesar de venir de un señor multimillonario que conoció Europa mucho antes que Lima. Yo crecí con esa noción de superhombre, pero con el tiempo, conforme uno adquiere lecturas y contrastes con el mundo, me fui dando cuenta de que había situaciones problemáticas. Para empezar, una enorme asimetría de poder entre mi abuelo y mi abuela, y una enorme, monstruosa diferencia de edad. No es un spoiler que lo diga, pero mi abuela era la hija adolescente del ama de llaves de mi abuelo en una de sus haciendas. Ahí ya tenía que tener mucho cuidado para aproximarme a la historia y dársela con todo el respeto y cariño a mi madre.
Cómo es ese trabajo de desentrañar los temas o secretos que generan pudor en una familia
Cuando era niño y escuchaba estas historias que las contaban con romanticismo incluso, uno las normaliza, pero lo decía hace un rato, uno después va haciendo cálculos y pone en tela de juicio algunas de las cosas que he escuchado. A mí me daba ilusión entregarle la historia de su padre a mi madre, porque mi madre no lo conoció, tenía meses de nacida cuando él murió. Pero hace 10 años ocurrió una cosa muy curiosa, y es que le llegó a mi madre una invitación para ir al Banco Central de Reserva del Perú, porque se iba a poner en circulación la nueva moneda de un sol. En esa moneda, en el anverso, estaba la imagen del palacio que mi abuelo construyó. Cuando la acompañé y la vi parada, menudita, octogenaria, junto a la gigantografía de la moneda, y comprobé que el Estado peruano refrendaba esta historia que yo sabía, dije: esta historia tiene que salir, tienes que darle esta historia a tu madre. Investigué, viajé a Iquitos, leí mucha literatura sobre la época del caucho, y cuando empecé a escribir me di cuenta de que algo no funcionaba, como que estaba saliendo una novela histórica, una novela de detectives, le inventé una muerte a mi abuelo de novela negra, así que lo guardé y no busqué su publicación con vehemencia. Hace dos años lo retomé anteponiendo la figura pontificada de mi abuelo, las figuras de las mujeres y eso fue un acto de justicia finalmente.
Aprovechemos para preguntarle cómo fue trabajando también en esas figuras femeninas, que resultan teniendo mayor protagonismo que la historia de su abuelo y que es contada en una novela dentro de esta novela.
El tránsito entre querer entregarle a mi madre la historia de su padre a entregar finalmente una historia triple -la historia del abuelo, la historia de la época del caucho y la historia de mi madre y su madre-, creo que tiene que ver con dos cosas: la primera, en la última década he sido bastante consciente del estado de la mujer en mi país. El hecho de tener tres hijas me ha hecho estar más consciente de los obstáculos que tienen en sociedades como la nuestra; la segunda cosa tiene que ver con que en los últimos años me he dado cuenta de que mi literatura no es necesariamente la del registro de la novela histórica o de las grandes épicas, la mía es la literatura de los afectos, de la épica doméstica, y eso me llevó a añadir a las mujeres de mi familia como parte importante de esta historia, más que mitificar al gran hombre.
¿Cómo trató la época de la fiebre del caucho? Curioso hablarlo cuando se cumplieron hace poco los 100 años de la publicación de una novela como La Vorágine, aquí en Colombia...
A diferencia de lo que pasa con La Vorágine en Colombia, en Perú no se puede identificar un gran libro que hable sobre esa época en ese territorio. El libro que más podría mencionar en este momento es de reciente data, del año 2010, lo escribió Mario Vargas Llosa y se llama El sueño del Celta. Lo trágico es que salvo en la zona geográfica y en las etnias que se vieron diezmadas, en mi país no se sabe eso, no me lo enseñaron en el colegio y los pocos estudios superiores que tuve, tampoco. Hay un olvido tan grande hacia la selva, a pesar de que dos tercios del territorio sean selva, que ni siquiera recordamos que tuvimos una guerra con Colombia y que la perdimos. Tiempo atrás de esa tuvimos otra con Chile y esa sí la recordamos hasta hoy porque hubo territorio involucrado en el que había personas conectadas con el poder. Es una gran pena, pero espero que con el libro de Vargas Llosa, con Mamita, con el empoderamiento de varios artistas amazónicos eso vuelva a ser tema de conversación.
Hay momentos donde parece que se hacen retratos del Perú actual. Un ejemplo es este: “Lo malo de estar constantemente bombardeado por noticias de corrupción, pues hasta un acto de jardinerías se ve contaminado por la paranoia”.
De repente sería bueno decir que la novela se mueve en dos niveles temporales. La historia que tenía que contar sobre mi familia debía ser más entretenida, para eso me inventé un alter ego mío, un escritor, y traje del pasado de otra novela mía a Hitler Muñante, que es un conductor. Yo no he inventado la pólvora, la usanza cervantina de dos personajes que conversan durante un traslado me permite añadirle una capa contemporánea para ir contando cómo avanza la novela, sino también cómo avanza nuestra sociedad.
Aprovechemos para hablar entonces de Hitler, un personaje que había salido en la novela Treinta kilómetros a la media noche. ¿Por qué lo quiso recuperar y darle mayor protagonismo?
Cuando terminé la gira del Premio Alfaguara, quería estar solo, se me antojaba volver a escribir y volver a también a contar esta historia que le debía a mi madre. Para mi fortuna, se me acercó en Madrid un gran lector, Alex Baxteiro, y me dijo que él quería ver a Hitler en otro lado, y eso se me quedó ahí. Cuando me senté y me pregunté cómo retomar este proyecto, ese fue el momento eureka, pues decidí traerlo, hacer que se reencontrara con mi alter ego y a partir de ahí empieza a desarrollarse la novela.
¿Qué licencias se dio al crear un personaje escritor en este libro?
Puedo decir con cierta confianza que mi álter ego en esta novela y en Treinta kilómetros a media noche -que son los dos libros donde hay un escritor muy parecido a mí- me permitió no censurarme en lo absoluto, que lo que dice ese personaje o narrador, lo que piensa y como actúa es muy parecido a como me conduciría yo. Las licencias que me dan son de orden ficcional para que la historia avance.
Hay momentos donde ese escritor habla de su oficio, este es uno: “Por mi mente pasó contestarle que la ficción tiene sus propias reglas...” ¿Qué reglas se impuso usted para escribir este libro?
Una regla tenía que ver con no censurarme, ni tratar de censurar a los personajes basados en personas reales. Esa fue la gran regla. Ya después tengo reglas particulares para escribir cualquier libro de ficción, pero en este en específico esa fue la diferencial. Si yo fuera panadero, le regalaría el mejor pan a mi madre, pero en este caso tenía que darle el libro más auténtico posible, el más cargado de todo el talento que haya podido acopiar. No podía censurarme en la intensidad.
“Para ser verosimiles e intensas nuestras obras, muchas veces tenemos que basarnos en hechos que elevaron nuestras emociones”. ¿Cómo era enfrentarse a esas emociones y no sucumbir ante ellas y mantener la estructura de la novela?
Los escritores y los actores nos parecemos mucho porque para convencer a su público los actores y actrices dicen cosas ficticias, pero se basan en emociones reales, y es a través de esos textos ficticios es que se conmueve al espectador. Es un acto muy curioso. A lo largo de esta larga artesanía que es la escritura, ya he aprendido a gestionar mis emociones para conmover tal como creo que debe ser conmovido el lector. Y una de esas herramientas es el humor, el absurdo, salir con una cosa que descuadra porque la tragicomedia nos rodea a cada instante.
“Cada novela que he escrito ha nacido de la intersección de mis preocupaciones con mis ganas de jugar con alguien”. ¿Eso es más del escritor de la novela o suyo?
Yo sí creo eso. Los escritores de ficción, cuando están creando una historia, no son plenamente conscientes de qué es lo que les está preocupando en ese momento, hay una especie de desahogo, de catarsis, por el cual sale todo lo que tienes guardado, y a posteriori podrás darte cuenta qué era lo que te estaba preocupando. Yo no me iba dando cuenta de cómo he estado preocupado por el envejecimiento, por el hecho de naturalizar la muerte. Yo no sé hasta qué punto estaba preocupado de despedirme convenientemente de mi mamá. Es la relación más importante que he tenido en mi vida, o que cualquier ser humano puede tener.
Hablando de eso... También hay distintos momentos se toca el tema de la relación entre una madre y su hijo. Aquí hay uno: “Quién sabe, me dije, si existía entre madres e hijos una frecuencia exclusiva para ondas que no han sido descubiertas”. ¿Cómo fue esa exploración?
Cuando yo tenía nueve años, fui a jugar un partido de fútbol cerca a mi barrio y me dio por ser arquero. Me tiré con todo. Era pésimo, pero era pundonoroso. Sentí que el brazo se descolocó. Mi padre me llevó donde un huesero que me frotó con un papel periódico, me palpó y en un descuido mio me haló para colocarme bien el hueso y en ese momento grité “mamá”. Me salió de las tripas. Es la conexión más visceral que pueda tener uno con otro ser. Preguntarse por qué ocurre eso, qué implicaciones tiene en tu crianza... Son preguntas que creo, ningún otro oficio se hace. Para escribir una novela uno tiene que hacerse mil preguntas, desde las más nimias como si árbol lleva tilde hasta por qué grité “mamá” en ese momento. Qué hay ahí. Qué otras veces he estado gritando lo mismo sin decirlo. No sé si sea terapéutico, pero preguntarse tantas veces ese tipo de cosas seguro ayuda a procesarte.
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