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Hace 500 años cayó Tenochtitlán

El 13 de agosto de 1521 los españoles lanzaron el asalto definitivo para continuar con la destrucción sistemática de los templos indígenas, el reemplazo de los dioses prehispánicos y el dominio material, ideológico y religioso del Imperio.

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Leopoldo Villar Borda*, especial para El Espectador
13 de agosto de 2021 - 01:33 p. m.
Ruinas de la ciudad de Tenochtitlán, la antigua capital de los aztecas en el centro de la Ciudad de México.
Ruinas de la ciudad de Tenochtitlán, la antigua capital de los aztecas en el centro de la Ciudad de México.
Foto: Getty Images/iStockphoto - Darko Mlinarevic
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Hoy se cumplen 500 años de uno de los acontecimientos más significativos en la historia del Nuevo Mundo: la caída de Tenochtitlán.

La capital del imperio azteca, que deslumbró a los conquistadores por su magnificencia, fue tomada por Hernán Cortés y sus huestes con el apoyo de los tlaxcaltecas y otros pueblos descontentos con el poder dominante en la metrópoli que se aliaron al conquistador.

La ciudad estaba enclavada en una laguna que formaba parte de un complejo sistema de lagos e islotes comunicados por grandes calzadas y adornados con lujosos palacios y otras imponentes construcciones. Se ha calculado que tenía alrededor de 300 mil habitantes, casi tantos como los de la legendaria Cartago antes de que los romanos la borraran del mapa, un poco menos que la propia Roma cuando fue el centro del mundo y muchos más que Madrid, la capital del imperio que la conquistó y que en el año 1.500 tenía menos de 20 mil habitantes.

La toma de Tenochtitlán, que marcó el final del imperio azteca, ocurrió un año después del encuentro entre Cortés y Moctezuma, los dos grandes protagonistas de ese momento crucial de la historia. La fuerza simbólica de aquel encuentro rebasa las fronteras mexicanas para extenderse a todos los pueblos indígenas americanos, que sufrieron la misma suerte del azteca.

Se han escrito muchos libros sobre ese encuentro, ocurrido en la mañana del 8 de noviembre de 1519 en un punto que hoy corresponde a la confluencia de dos calles del centro histórico de la Ciudad de México. Los testimonios de la época, incluido el del propio Cortés, coinciden en que Moctezuma dio una espléndida bienvenida al conquistador, le hizo una generosa ofrenda de oro, incienso y flores, y lo aposentó con su séquito en un hermoso palacio. Pero de nada sirvió la cordial acogida porque los españoles habían planeado aprisionar al soberano azteca y lo mantuvieron en cautiverio hasta su muerte el 29 de junio de 1520.

La noche triste

Los aztecas resistieron ferozmente y les hicieron pagar a los españoles la invasión, el secuestro y la muerte de Moctezuma con una arremetida que los obligó a huir y llevó a Cortés a llorar su derrota. La ofensiva, protagonizada por miles de guerreros indígenas armados de lanzas y flechas, causó centenares de bajas a los españoles y constituyó la mayor derrota de la monarquía hispánica en sus primeros 50 años de conquista.

En las crónicas de Indias ese revés sufrido por los invasores quedó registrado con el nombre de la Noche Triste. Fue la del 30 de junio al primero de julio de 1520, en la que Cortés y sus aliados tlaxcaltecas fueron atacados por el ejército mexica al mando de Cuauhtémoc, el sucesor de Moctezuma. Entonces huyeron hacia Tacuba al amparo de la oscuridad y con la consigna del silencio, evitando hasta el relincho de los caballos y abandonando en la huida las joyas y el oro extraídos del tesoro del emperador azteca.

Los cronistas que dejaron testimonios de estos hechos relatan que Cortés lloró al pie de un gran árbol de ahuehuete (ciprés mexicano) del cual queda todavía un viejo tronco en Tacuba. Francisco López de Gómara recuerda lo sucedido aquella noche en su Historia General de las Indias:

“Cortés a esto se paró, y aun se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos y qué vivos quedaban, y pensar y decir el mal que la fortuna le daba con perder tantos amigos, tanto tesoro, tanto mando, tan grande ciudad y reino; y no solamente lloraba la desventura presente, más temía la venidera, por estar todos heridos, por no saber adónde ir, y por no tener cierta la guardia y amistad en Tlaxcala; y ¿quién no llorara viendo la muerte y estrago de aquellos que con tanto triunfo, pompa y regocijo entrado habían?”

Cortés y sus hombres se refugiaron después en Tlaxcala, recompusieron su ejército y continuaron luchando contra los aztecas, a los cuales vencieron en la batalla de Otumba el 7 de julio de 1520, apenas una semana después de la Noche Triste. Esta victoria fue considerada milagrosa, pues fue obtenida por 400 españoles y 3.000 indígenas aliados sobre una fuerza que los historiadores han situado entre 100.000 y 200.000 aztecas.

Después de esta victoria Cortés retomó el rumbo de Tenochtitlán y tras varios meses de escaramuzas tendió un cerco sobre la ciudad que duró setenta y cinco días y se sumó a una epidemia de viruela que diezmó a su población. El 13 de agosto de 1521 los españoles lanzaron el asalto definitivo para continuar con la destrucción sistemática de los templos indígenas, el reemplazo de los dioses prehispánicos y el dominio material, ideológico y religioso del Imperio.

La Malinche

En el curso de estos hechos entró en escena otro personaje fundamental, una mujer olmeca cuyo nombre en náhuatl era Malitzin o Malinalli pero en la historiografía mexicana es conocida como Marina o la Malinche. Hija de un cacique fallecido cuando ella era una niña, fue esclavizada por otro que la regaló a Cortés para apaciguar a los españoles tras un combate. Bautizada con el nombre cristiano por un cura español, desde entonces se convirtió en la intérprete, consejera y amante del conquistador hasta procrear con él al primer mexicano mestizo conocido con nombre y apellido, Martín Cortés.

A la Malinche se le atribuye un papel decisivo en las negociaciones que permitieron a Cortés ganar el apoyo de los pueblos indígenas enemigos de los aztecas, y por esto su nombre es para los mexicanos un símbolo de traición y entrega al extranjero. Octavio Paz, en El laberinto de la soledad la califica como ejemplo de “la chingada”, uno de los términos más ofensivos del lenguaje mexicano.

En un texto menos rotundo, Carlos Fuentes hizo una síntesis de lo que Moctezuma, Cortés y la Malinche significaron en la historia: “Si Moctezuma es la tragedia avasallada por la historia de los vencedores y Cortés es la historia contaminada por la tragedia de los vencidos, la Malinche reúne por un instante ambas esferas, nos recuerda que no hay historia comprensible si no toma en cuenta las excepciones personales de la tragedia, ni tragedia personalizable si no toma en cuenta las exigencias de la historia”.

Como todo lo relacionado con la Conquista, durante los cinco siglos transcurridos no han cesado las polémicas sobre los papeles que cumplieron Moctezuma, Cortés y la Malinche, así como sobre las atrocidades de la Inquisición y la Reconquista españolas, aunque no es posible negar la crueldad con la que actuaron los vencedores en Tenochtitlán. De esto dan testimonio los relatos sobre las torturas de las que no escapó Cuauhtémoc, el último emperador azteca, sacrificado por orden de Cortés a los 25 años y cuyo nombre perdura en billetes, monedas y numerosos monumentos, pero sobre todo en la consciencia de los mexicanos.


No era un lecho de rosas

Una de las imágenes más indelebles de la tragedia que significó la Conquista para los pueblos originarios americanos es la del tormento de Cuauhtémoc, el último emperador de los aztecas, que fue torturado por los españoles antes de asesinarlo para que revelara el lugar donde se ocultaban los tesoros de la gran Tenochtitlán.

La escena del tormento, descrita por los cronistas de la época y representada en diversos monumentos y obras de arte como el célebre mural de David Alfaro Siqueiros, muestra al emperador y a otros nobles aztecas cuando fueron sometidos por los conquistadores a la tortura de quemarles los pies.

La entereza de Cuauhtémoc para soportar el dolor y su rebeldía contra los invasores, que lo convirtió en el primer héroe nacional mexicano, quedaron expresadas en la forma en que contestó al señor de Tlacopan, uno de los nobles que lo acompañaban, cuando en el clímax del tormento este le pidió permiso para confesar. Estas fueron sus palabras: “¿Y acaso crees que yo estoy en un lecho de rosas?”.

Por Leopoldo Villar Borda*, especial para El Espectador

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Evelio(07354)13 de agosto de 2021 - 07:32 p. m.
RAZON TIENEN LA MINGA INDIGENAS EN DERRIBAR LA ESTATUAS DE LOS CONQUISTADORES ESPÑOLES, QUE SAQUERON SUS CIUDADES , QUEMARON SUS TEMPLOS, VIOLARON A SUS MUJERES Y COMETIERON UN GENOCIDIO CONTRA SU RAZA.
Rubén(62096)13 de agosto de 2021 - 04:22 p. m.
La tragedia no termina. Los nuevos criollos (se creen europeos) siguen saqueando (nombre actual: corrupción) el territorio, abusando del pueblo, discriminando. Cecilia López insiste: ¡rebelarnos!
Humberto(12832)13 de agosto de 2021 - 03:08 p. m.
En ese momento de la conquista de tenochtitlan la capital, no de España sino de Castilla, no era Madrid sino Toledo.
Javier(45947)13 de agosto de 2021 - 02:33 p. m.
y aun hay personas que no creen en el genocidio espanol, nos robaron todo, excepto la dignidad !!!!!
  • Humberto(12832)13 de agosto de 2021 - 03:19 p. m.
    No necesitamos de nadie para perder la dignidad, solo de la codicia por el dinero
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