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Harrison Vargas y una decisión: dejar la escuela para estudiar el campo (Crónica)

Este es el testimonio de un niño de doce años que decidió dejar la escuela para poder trabajar con su familia en las laderas de la vereda La Tigrera en Cajamarca, Tolima, y aprender por si solo.

Laura Valeria López Guzmán / @Lauravalerialo y Andrea Calderón

07 de febrero de 2020 - 05:14 p. m.
Harrison Vargas desde hace un año aproximadamente se retiró de la escuela para dedicarse únicamente al cultivo de arracacha. / Andrea Calderon
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En la ciudad se cree, erróneamente, que el campo es sinónimo de atraso. Hay quienes piensan que la gente que vive en el campo no tiene los mismos conocimientos porque en la ciudad, dicen, están los “buenos” colegios y universidades.

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Esta idea ha llegado hasta las zonas más profundas del campo colombiano, teniendo como consecuencia -en algunas de ellas- el abandono y desalojo de estos territorios. Los jóvenes que se encuentran en él piensan que, las oportunidades están en las ciudades. ¿En las ciudades? ¿Cuáles oportunidades? ¿Vivir entre edificaciones y aire contaminado? Insisto, ¿cuáles oportunidades? Las oportunidades que el sistema y la sociedad han creado. Oportunidades que solo se tienen si cumples con varios años de experiencia y si se dominan ochenta idiomas.

La mayoría de las nuevas generaciones no se interesan por trabajar en el campo, pues se les ha metido en la cabeza esta idea. Creen que la mejor opción es esa que trae consigo grandes edificaciones, innumerables acumulaciones de vehículos y cualquier adquisición material que debe ser guardado en un solo punto. Donde se debe convivir con una inmensurable cantidad de personas que no se interesan por lo que sucede a su alrededor y mucho menos lo que sucede en el país. 

Cajamarca, Tolima, ocho de la mañana del 16 de 2019.

Carolina y yo nos dirigíamos a la vereda La Tigrera. Cogimos un taxi en la carretera, con dirección a Armenia. Según yo seguimos derecho por más de quince minutos, pero con la geografía colombiana seguro que no íbamos derecho. Nos desviamos y empezamos a adentrarnos en las venas de las montañas, o eso pensaba. La montaña: un cuerpo. Sus caminos y riachuelos: las venas.

Iba mirando por la ventana y había varias nubes, imaginé vivir en estas laderas y quedarme todo el día mirando el cielo, así como ahora pero más cómoda, tirada en el pasto, creando figuras con ellas e historias.

La carretera se volvía más y más angosta. El pavimento iba desapareciendo. Solo pensaba en quedarme ahí para siempre. El clima me recordaba mi niñez, me recordaba cuando jugaba a hacer perfumes con las flores que solo salían en primavera y vivía en España. La estación en la que se resaltaban los colores y los pájaros que se paseaban de rama en rama.

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Efectivamente no íbamos derecho, ni en una carretera plana. Nos bajamos y debimos seguir a pie por un terreno totalmente empinado. Para mí era un terreno casi perpendicular. Me cuestioné por el físico tan malo que tenía. Pensé que por esta simple razón no podría vivir aquí.

En mi mente solo rondaban ideas de tomar algo frío, un jugo de lulo recién hecho, por ejemplo. Me había olvidado de las historias que imaginé sobre las nubes. Debí haber sacado mi libreta y escribir, o al menos dibujar, o intentarlo, yo solo hacía mamarrachos. Seguimos caminando durante media hora. La tierra y el barro se comenzaron a meter en los zapatos. Las piernas me temblaban. Miraba a Carolina, bueno, miraba sus piernas para saber si a ella también le temblaban, pero no. Llegamos a una cascada. Solo me imaginaba estar ahí metida, refrescándome.

Si le interesa conocer más sobre el campo en Cajamarca, ingrese acá: El último arriero de Cajamarca (Crónica)

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Recuerdo que pasamos cerca de una casa blanca, allá no había muchas. Por fin empezamos a bajar y recordé lo que una vez me dijo mi mamá: “Cuando vayas bajando por una montaña, camina de lado, será más fácil”. Seguí caminando un tiempo más, no sé cuánto exactamente, pero se me hizo eterno. Aunque fuera temprano sentía que el sol me quemaba como si fueran las doce del día. A lo lejos había un portón negro con letras blancas que decía: “Finca Bella Vista”, la casa de Harrison Vargas.

Al llegar nos esperaba Marta Ángel, la mamá de Harrison. Nos mandó con Mauren, su segunda hija, quien tenía siete años. Mauren nos guió hasta donde Harrison. Él estaba con su padre, quien fumigaba los cultivos de arracacha, uno de los tubérculos que más se da en estas tierras. Allá se cultiva lulo, aguacate hass, naranja, entre otras frutas y verduras. Debo mencionar que seguimos subiendo, el aire se me hacía más liviano y yo solo quería respirar muy profundo, pero no podía por la asfixia que me había causado la subida. 

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Harrison Vargas Ángel tiene doce años y decidió dejar el colegio para dedicarse al campo y ayudar a su papá. Lo conocí unos días antes, en el pueblo, mientras asistía al taller que estaba dictando la Fundación para la Libertad de Prensa, FLIP, “Ruedas creando redes”. Cuando escuché sus constantes dudas y su insaciable hambre por aprender pensé: “¿Qué historia habrá detrás de tanto interés? ¿Cómo es que alguien tan pequeño se preocupa por el uso de agrotóxicos?

Harrison se encontraba de pie junto a un barril un poco más bajo que él, meneando un líquido de color oscuro, él nos explicó que dentro del barril vivían unos microorganismos que usaban para regarles nutrientes a las plantas.

Al lado derecho de Harrison se encontraba un libro de color verde tirado en el suelo, encima había una cartuchera y un cuaderno. El libro decía: “Cromatografía imágenes de vida y destrucción del suelo”. Le pregunté por este y él nos explicó: “La cromatografía revela que tantos metales pesados y químicos tiene el suelo y como se puede descontaminar este para poder cultivar”. Este fue el último libro que le había consegido su papá y que ya estaba por terminar.

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Luego de su explicación me preguntó:

- ¿De casualidad no tienes libros del colegio o cualquiera que me sirvan para aprender más sobre biología?

-La verdad no sé, no recuerdo guardar libros de biología. Te puedo mandar sobre literatura. ¿Te gustaría?

Harrison asintió y nos empezó contar hace cuanto había decidido abandonar la escuela y dedicarse a estudiar en casa por su propia cuenta. Harrison se ha entregado por completo a aprender cada día más sobre el suelo, nos contaba que ha leído libros de agricultura orgánica y de microbiótica. El primero lo conoció porque se encontraba esculcando su pequeña biblioteca. Su padre ha leído este libro varias veces y lo ha utilizado de guía para cultivar sin agrotóxicos. El segundo que llegó a sus manos fue sobre los diferentes tipos de suelos que se encuentran en esta región. Este se lo llevó su papá, quien lo consiguió en la biblioteca municipal de Cajamarca.

Harrison siguió con su anécdota. Lo miraba como si fuera la menor, expectante, como si estuviera descubriendo nuevos mundos. Mientras él hablaba yo solo pensaba: “Qué berraco, yo debería hacer lo mismo, dejar todo botado y dedicarme a lo que me gusta, leer y leer, sola, en el campo”. Desde los cinco años su padre le enseñó a sembrar, hacer abono y cultivar plantas. En una parte de la finca donde vive tiene un semillero de tomate de árbol, un pequeño lote de arvejas y habichuelas, que con ayuda de su tío espera traspasar a un nuevo lote más grande.

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Su papá le dejó la responsabilidad de un pequeño lote hace unos tres años. No era un terrno pequeño, era toda una hectárea. En este debía cultivar arracacha. Me decía que no había sido fácil comenzar. Luego empezó a entender la tierra, los horarios, el trabajo. Le gustó vivir esta nueva experiencia por él solo, tener que labrar la tierra, sembrarla, fumigarla y mantener con vida el cultivo. Logró sacar unos bultos y venderlos.

Lo interrumpí:

- ¿Qué te hizo dejar el colegio?

-Conocer los libros. En ellos está todo. ¿Para qué ir al colegio? Leyendo aprendo lo mismo y hasta más, además ahí mismo que termino de leer voy a poner en práctica todo lo que leí.

- ¿Y tus papás qué dijeron? 

- Nada, entendieron -.

No supe que decir, ni que refutar. Le pedí que siguiera contándome su vida, sobre sus sueños. “Quiero mostrar el niño que soy a los demás niños y jóvenes que nacen en familias de agricultores. Quiero decirles que regresen al campo. Contarles sobre las diversas maneras de mantener los cultivos limpios. Enseñarles sobre bi-orgánica. Mostrarles los procesos que hemos logrado por esta corriente y como consecuencia hemos empezado a trabajar con grandes empresas como Crepes & Waffles”.

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En uno de los talleres de “Ruedas creando redes”, en el que estaba como voluntaria, trabajé con Harrison y en este teníamos que entrevistar a varios campesinos. Unos que usaran agrotóxicos y otros que no. El producto debía ser un video corto.

Cuando empecé a editar Harrison no parpadeaba, anotaba todo, cómo se usaba cada herramienta de Premier, cómo ponerle sonido, cómo cortar los videos. absolutamente todo lo registraba en su cuaderno.

-¿Sabes si en YouTube puedo encontrar videos donde me enseñen a editar?, preguntó Harrison sin dejar de ver la pantalla del computador.

-Sí, ahí puedes encontrar varios videos donde te explican sobre diferentes programas de edición, respondí.

Luego de terminar la edición del video Harrison me contó que quería crear un canal en YouTube para mostrarle y enseñarle a las personas y jóvenes todo lo que sabe sobre la agroecología. Dijo que le gustaría hacer diferentes tipos de vídeos, como “Vlogs” o “Tutoriales”. Quería utilizar las herramientas que la tecnología había creado, para bien, no para molestar en las redes sociales.

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Por Laura Valeria López Guzmán / @Lauravalerialo y Andrea Calderón

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