Héctor Abad Faciolince acababa de llegar a Bogotá. Del Hotel Hilton de Corferias nos dirigíamos a las instalaciones de Caracol y El Espectador. Mientras esperábamos el transporte, el escritor antioqueño vio por primera vez “Ahora y en la hora”, su más reciente publicación. “Aunque uno haya ya publicado varias veces, la sensación de ver por primera vez un libro publicado no deja de ser especial. El libro tiene una dignidad que ningún otro medio tiene”, me dijo mientras veía con curiosidad la portada, la contraportada, la calidad de las fotos y su extensión.
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Hay en el tono de Abad Faciolince una aparente tristeza, cierto cansancio. La vida parece no observarse, escucharse, olerse y sentirse de la misma forma. Ya los sentidos no funcionan igual. La cadencia de sus palabras es más lenta, como si en esas pausas hubiera serenidad, pero también un sinfín de preguntas que le ha dejado lo vivido en los últimos años.
“Yo estaba viviendo mucho hacia el pasado. La vida me dice que tengo que mirar hacia el futuro. Mi relación con la vida y con la muerte se transforma mucho con esta experiencia, con este libro y con lo que ha venido después. Con el hecho de ser ya más viejo que mi padre, de haber sobrepasado su edad. Y con el hecho de esta nueva experiencia, que me traslada hacia el futuro y hacia la esperanza de no arriesgar la vida. Hay un epígrafe también en el libro, de Joseph Roth —uno de los escritores que más quiero—, en el que dice que la vida es un regalo, y que el hombre que se expone voluntariamente a un peligro comete un pecado, porque la vida es un regalo. Digamos que aprendí a no exponerme voluntariamente a ningún riesgo. Yo tengo dos ejemplos en la casa de muertes: la muerte de mi padre, heroica, hermosa, pero terrible, por violencia, por asesinato, y la muerte de mi madre a los 96 años en la cama de la casa, rodeada de sus hijos y nietos. Joseph Conrad dice que uno se muere una sola vez, que la muerte es solo una, pero que las formas de la muerte son varias, son muchas. Uno se puede morir de cáncer, muy joven o viejo; se puede morir en un accidente; se puede morir por violencia... hay muchas formas de morir. No podemos escoger, pero podemos tratar de jugarle un poco al azar con ciertos comportamientos. Uno no escoge su muerte, pero puede correr ciertos riesgos que propician, a veces, una muerte más horrible que otras”, afirmó Héctor Abad Faciolince.
Contó también que “este libro en realidad es un viaje que yo hice, es un viaje por la escritura. Tiene que ver también con el viaje de la vida y con el hecho de que, cuando la vida se alarga y uno se va volviendo viejo, muchas cosas se le vienen a la cabeza. Pero hay dos inspiraciones fundamentales en el libro. Una es un país: un país invadido, un país en guerra, un país injustamente masacrado, que parece quedar muy lejos de Colombia y, sin embargo, tiene muchas cosas cercanas, que es Ucrania. Y la otra es una colega, una colega escritora de 37 años: Victoria Amelina, ucraniana, poeta, escritora de libros infantiles, escritora de novelas, y, al final de su vida, defensora de los derechos humanos que estaba dedicada a documentar los crímenes de guerra de los rusos. Ella es la principal inspiración de este libro y, de algún modo, a ella está dedicado”.
Así como con El olvido que seremos, Abad Faciolince reconoció que escribió este libro —el cual catalogó de crónica ensayística— como una urgencia, un homenaje a las amistades que allí aparecen y a las víctimas de aquel atentado de junio de 2023 y de todas aquellas que han sufrido la guerra y el intento de Rusia por tomarse el territorio ucraniano.
Dice usted en uno de los fragmentos del libro que aún guarda la chaqueta que tenía puesta en ese momento como un homenaje a la memoria. ¿Qué significa guardarla?
Hay situaciones de la vida donde uno quiere conservar algún objeto en el que la memoria se pueda apoyar, sobre todo una persona como yo, tan desmemoriada, que tiende a olvidar las cosas. Cuando mataron a mi papá, yo guardé durante muchísimos años la camisa ensangrentada de él, y solamente me deshice de ella cuando escribí El olvido que seremos. En este caso, la chaqueta tenía manchas de tierra, sangre, probablemente de Victoria, y de las personas heridas ahí alrededor después de ese atentado. Yo la lavé, la hice lavar, pero quedó con las manchas, y esas manchas me parecen bonitas, significativas, una especie de eso que se llama un memento: una manera de recordar, una manera de no olvidar.
Usted cita una frase de la novela “Todo fluye”, de Vasily Grossman: “No hay inocentes entre los vivos, todos son culpables”. Y habla de esa culpa que se siente por seguir vivo, por acceder a ciertas comodidades.
Estoy contento de haber sobrevivido. A uno nunca le molesta que lo manden a un buen hotel o que, por situaciones de la guerra, un buen hotel sea muy barato y nos lo podamos permitir. Pero también es muy injusto tener esas comodidades en un país donde han muerto un millón de soldados entre rusos y ucranianos, y decenas de miles de civiles ucranianos, y donde la mitad de la población ha tenido que desplazarse: son desplazados de guerra hacia otros países o hacia otras partes de Ucrania. Pero la culpa mayor que yo sentía, que nunca he podido explicarme bien, es que en ese restaurante donde estábamos, yo estaba sentado a la izquierda de Sergio Jaramillo y no le oía bien, porque yo soy muy sordo por este oído (derecho) —y después de esa explosión quedé más sordo todavía—; entonces me cambié de puesto para quedar a la derecha de Sergio, de manera que pudiera oírle con esta otra oreja, que oye un poco mejor. Y en el puesto en el que yo estaba se sentó Victoria, se corrió más cerca de Sergio. En el puesto donde estaba Victoria se sentó Catalina. Entonces hicimos como una pequeña ruleta rusa, obviamente sin pensar que estábamos jugando a la ruleta rusa. Pero, de algún modo, el puesto en el que yo estaba era el que estaba destinado a que una esquirla de aluminio o algo cayera y entrara brutalmente por detrás de la cabeza hasta matarlo a uno. Y como Victoria tenía exactamente la misma edad de mi hija —37 años—, había nacido en el mismo año 86, el año de la catástrofe de Chernóbil, todo esto me produjo una especie de locura y culpabilidad muy extraña. ¿Por qué, en una situación límite, algunas personas sobrevivimos y por qué otras —en este caso, la más joven del grupo— fallece, se hunde? Repito: yo estoy contento de haber sobrevivido, pero no deja de ser misterioso, sorpresivo y desagradable que ella haya muerto frente a mí. Triste. Ante todo, triste. Triste que ella haya… no sé. Es que en todo el libro discuto también muchos conceptos como destino, providencia, azar, necesidad y, claro, yo que soy un racionalista y tiendo a pensar que todo se debe al azar, y que sentir culpa es probablemente un rezago judeocristiano que uno no debería tener tanto. Porque, en realidad, la culpa, la única culpa, la tiene Putin y el ejército ruso, que arroja un misil de alta precisión en un blanco civil. Esos son los verdaderos culpables. Pero, extrañamente, nuestra mente no deja de sentirse culpable, así haya pasado en la misma mesa donde te disponías a comer.
Otro fragmento dice: “A cualquier hora no estás menos muerto, pero hay en la exactitud un deseo de que la vida se aleje del caos, del azar, de lo absurda y trágica que puede ser”. ¿Cómo empezó a rondar, después de todo esto que pasó, esa pregunta por el azar?
Los seres humanos tenemos esta cosa que se llaman los futuribles, o los exfuturos también: las cosas que nos pasan y que podrían no habernos pasado, hubiera podido ocurrirnos algo muy distinto, pero fuimos a esa fiesta a la que no queríamos ir y conocimos a la mujer de la vida, porque… no sé, por qué mi hijo cogió por esa carretera donde sufrió tal accidente y alguien le partió una pierna. Y como uno no entiende nada, la mente humana también busca exactitud, para ver si encuentra algún motivo. Para mí era importante saber exactamente a qué hora de qué día se había muerto Victoria, a qué hora de aquel día había caído el misil. Puedo establecer que fue el 27 de junio del 2023, a las 7:28 de la tarde, poco antes del toque de queda, durante una ley seca, y mientras Sergio Jaramillo y yo estábamos infringiendo la ley seca porque estábamos a punto de brindar con un trago de whisky de contrabando. Todos esos detalles… probablemente a Sergio Jaramillo lo salvó el hecho de que él estaba escondiendo la botella de whisky debajo de la mesa y se agachó cuando cayó el misil. ¿Y por qué fui yo al baño en un momento dado, poco antes, y volví, y el baño quedó totalmente destrozado? Y si había alguien en el baño, también falleció. Son cosas que solo el azar explica. O mis hermanas lo explican con la providencia, con la intervención de mi mamá o de algún santo u otras personas lo explican con que “no era tu día” y “no te tocaba”, etc. Bueno, todas esas perplejidades yo trato de expresarlas en este libro, sin llegar a un análisis filosófico, pero a expresarlas.
Aunque no hay un análisis filosófico, sí hay referencias filosóficas, y aquí usted habla de Epicuro cuando dice que el futuro no es nuestro; que depende de otros, de azares y fortunas, pero que tampoco es completamente ajeno. Y más que hablar del futuro —que sí—, me parece propicio preguntarle: ¿cómo cambia esa relación con el tiempo después de vivir un episodio así?
Todo esto me hizo reflexionar mucho sobre mi relación con el tiempo. Primero que todo, lo que ya dije: la coincidencia de que Victoria y mi hija fueran del mismo año. Después, que yo tuviera poco menos de la edad de mi padre cuando lo mataron. Es decir, a mi papá lo mataron a los 65 años. Eso fue en junio, y yo en octubre iba a cumplir 65. Y si mi destino hubiera sido no cambiar de puesto —por mi sordera o por mis ganas de oír—, pues mi destino habría sido fallecer de muerte violenta e injusta, por una causa justa, creo yo, como mi papá. Pero yo nunca he tenido madera de héroe, ni ganas de serlo. Ni estaba haciendo ya una campaña de protesta: estaba manifestando muy tímidamente mi solidaridad con Ucrania. Eso era todo. No me merecía ni siquiera una muerte heroica, para nada. Esto me pasó por casualidad. Sin embargo, me pasó por casualidad y sentí la necesidad urgente de escribirlo. Yo solamente he sentido la urgencia de escribir libros con El olvido que seremos y con este. El olvido fue una urgencia postergada muchos años; esta fue una urgencia que quise acometer rápido, también para poder emprender una nueva relación con el tiempo, una relación de descanso con el pasado, de no seguir rumiando la culpa, de poder dar el testimonio que Victoria ya no podía dar, y poder, un poco, descansar de la responsabilidad de tener que dar ese testimonio.
Ahora, curiosamente, en los últimos meses me ha cambiado mucho la vida. En este libro, y en el primer artículo que publiqué sobre ese misil que nos cayó, me impresionó mucho la muerte de dos gemelas de 14 años que estaban comiendo con su papá en ese mismo restaurante, en esa pizzería. Él las había llevado a celebrar porque habían sacado muy buenas calificaciones, y ellas fallecieron en el acto con el atentado. El padre sobrevivió. Siempre me pareció espantoso que a un padre le pase eso: ver morir a sus dos hijas gemelas frente a él y que él sobreviviera. Y bueno, digo que hay algo curioso: que mi hija, la de la misma edad de Victoria, un año y medio después —sin que yo lo supiera—, tuviera mellizos. Un par de niños que me hacen cambiar completamente mi relación con el tiempo.
En el libro también está implícita esa confrontación con la vejez. ¿Cómo la está viviendo ahora?
Cuando me hacían el cuestionario de Proust —que se lo hacen a los escritores muchas veces—, la última pregunta es siempre: “¿cómo se quiere morir?”. Y yo siempre decía: “dándome cuenta de que me estoy muriendo”, porque la muerte es la última experiencia que uno tiene en la vida. Entonces, envejecer para mí es como si mi dios —en el que no creo— me hubiera castigado, atendiendo a mis súplicas. Siento que la vejez, en mi caso, ha sido irme desprendiendo poco a poco de lo que es la vida. Uno la vida la percibe con los sentidos, y yo he ido perdiendo los sentidos. Ya hablé de cómo he ido perdiendo el oído, me estoy volviendo sordo, ya tengo audífono después de Ucrania. Perdí el olfato casi por completo. Perdí el gusto. Entonces he ido perdiendo facultades. Siempre he sido desmemoriado, y ahora mis olvidos son cada vez mayores. Todavía creo que no soy un viejo gagá, pero me temo mucho que en cualquier momento podría llegar. Cuando padezca eso —cuando usted no se acuerde bien de quién escribió el Fedón—, se va a sentir muy angustiado. Porque sabe que lo ha leído muchas veces. Sin embargo, hay ciertas compensaciones en la vejez. Yo, que me quejaba tanto de eso... fíjese que lo que me salvó fue la sordera. Es muy paradójico que a uno lo salve la sordera —un signo de la vejez— de morir. Y lo que me tiene entusiasmado, feliz y esperanzado con el futuro, a pesar de las cosas horribles que pasan en el mundo, es algo que se experimenta en la vejez y que difícilmente se experimenta antes: llegar a ser abuelo.
¿Qué significa ser abuelo?
Una de las cosas que me torturaban cuando estaba escribiendo este libro —sobre todo a partir del momento en que mi hija me contó que estaba embarazada— era algo que mis hijos me dijeron: que había sido muy egoísta al ir a Ucrania y doblemente egoísta al acercarme hasta el frente de guerra. Porque no solo me había expuesto yo, sino que los había expuesto a ellos a un gran sufrimiento. Desde que mi hija me contó que estaba embarazada, que esperaba mellizos, me torturaba la idea de que a lo mejor yo podría no haber tenido esa experiencia solo por no haberme cambiado de lugar en la mesa.
Tengo una experiencia muy reciente, de muy pocos meses, y puedo afirmar que, como pasa en las cosas más bonitas de la vida, van muy juntos el dolor y la alegría; el miedo a perder a esta gente y la alegría de tenerlos; el miedo a lo que pudo haber pasado, y la dicha de que el futuro de repente se abra. Es una experiencia única, completamente distinta, y que me ha curado de un montón de cosas. Creo que ya no soy —ni voy a ser nunca más— un viejo quejumbroso. Voy a ser un viejo mucho más pleno. No tengo nada de qué quejarme. Los achaques de la vejez son eso, y está bien.
¿Por qué el título de la obra es “Ahora y en la hora”?
Porque en general la muerte es de una sola persona, es una cosa solitaria, de un momento, pero curiosamente en el Avemaría, que no es que yo la rece, pero mi mamá era muy creyente, y en la casa de mi abuela cuando se rezaba el rosario el Ave María era una cosa muy reiterada. Supongo que de niño lo que me gustaba era la rima, la repetición de esas palabras, que en otras lenguas no se da: ni en latín, ni en italiano, ni en francés, ni en inglés. Solo en español se da. Pero lo interesante es lo que sigue y es que aparece la palabra “nuestra”, que es una muerte de muchos. Y en un atentado de este tipo, no es la muerte de uno, es la de varios, de un nosotros, entonces lo que queda implícito es esa curiosidad de que la muerte sea de una sola persona y en este caso sea de 70 heridos, 12 fallecidos de inmediato, un bebé de ocho meses con la cabeza destrozada, y una mujer que parece estar bien, que se ve solamente pálida, fallece minutos después. Es como si esa hubiera sido de verdad la hora de nuestra muerte, no la hora de mi muerte, ni la de victoria, ni de las gemelas que mencioné.
Es curioso porque, al menos en los libros que parecen ser los más memorables para sus lectores, de manera implícita un retrato suyo, de su vida, y usted dice en este libro que eso es realmente muy complicado. ¿Cómo ha hecho para superar entonces ese pudor?
En este libro yo trato de hacer el retrato de Sergio Jaramillo, el retrato de Catalina Gómez, el retrato hasta donde puedo de Victoria Amelina, escritora que yo no conocía, de la que no era amigo, pero que conocí los últimos cuatro días de su vida. El retrato de Dima, que era el chofer que nos acompañaba. Y sentía que como estaba ahí, debía hacer el mío también. Yo creo que uno se retrata más cuando hace el retrato de otros, que cuando hace el propio. No sé. Los pintores lo hacen mucho. Ver cómo hizo Rembrandt a lo largo de su vida sus autorretratos es muy interesante, y en el caso de él es más bonito porque él no se halaga, sino que se pinta tal como es y no oculta ninguno de los signos de su envejecimiento, sino que uno puede ver en esos cinco o seis autorretratos la crudeza y la precisión con la que lo logra. Ese es un modelo pictórico para cualquier literato que quiera hacer lo mismo. Yo no sabía cómo hacerlo, así que eché mano de un par de autorretratos que había escrito en poesía y no había publicado, y le dije a mis editoras que escogieran el menos malo y pusieron el que consideraron así.
Usted empieza en el libro hablando de esta especie de tragedia de no poder escribir. Las palabras no surgían y quería preguntarle por esto, pues supongo que para un escritor debe ser muy angustioso que el lenguaje no fluya...
En realidad escribí un libro doble, uno se llamaba “Con tres dedos se escribe”. Yo el primer manuscrito de un libro lo suelo hacer a mano y en libretas, y el otro se llamaba “Ahora y en la hora”, pero nunca había tenido tanta dificultad para escribir, sobre todo para escribir correctamente. A mí que no me cuesta, no me costaba mucho escribir, que estoy como muy entrenado, que las palabras me llegan, en este libro no llegaban ni me acompañaban, ni tampoco lo hacían la lógica, la ortografía, ni siquiera la sintaxis. Es como si me hubiera abandonado el don de la escritura. Me costó mucho. Ver el libro ahorita me puso muy feliz, es como si fuera mi primer libro. Creo que para escribir este libro tuve que volver a aprender a escribir. Nunca había recibido tanta ayuda de mis editoras, que son tres: una que tengo en la casa, que es mi mujer, Alexandra Pareja; y dos editoras: Carolina del Norte, que vive en España, y Carolina del Sur, que vive aquí en Bogotá.
Ya que usted habla de la memoria, quisiera preguntarle por esa frase que me parece muy poderosa, y es: “mi más querido aliado siempre fue el olvido”.
Sí. El olvido ha sido una ayuda. El olvido me ha salvado. Y no es un olvido que borre del todo. Es como un borrador de lápiz: deja una marca, pero ya no está todo. Es como cuando uno quiere conservar el recuerdo de alguien querido que murió, pero sin el dolor desgarrador de su muerte. Así me ha servido el olvido. Me ha permitido seguir viviendo sin cargar con todo el peso.
Yo necesitaba escribir este libro para que esa operación del olvido, que es benévola en mí, se pudiera dar. Porque lo vivido fue muy brutal, y si no lo hubiera escrito, estaría rumiándolo todavía, como en un presente constante, como una película que no se detiene. Al escribirlo, logré fijar algunos recuerdos, pero también exorcizar otros, dejarlos ir. No todos. Algunos se quedan. Siempre hay algo que vuelve en las noches, en los sueños, o cuando se ve una imagen parecida. Pero sí, el olvido ha sido ese aliado querido. Y lo sigue siendo. Por eso escribí. Para recordar lo esencial y olvidar lo insoportable.
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