Usted recientemente dejó la presidencia del consejo directivo de Icontec, después de haberla ejercido durante 37 años. ¿Cómo se siente con esa decisión?
Para mí existen dos tipos de autoridad: la autoridad moral y el poder. Yo dejé el poder con absoluta certeza, me desprendí de él. Pero el amor, la voluntad de servicio y la autoridad moral que tengo en torno a este tema no los he dejado ni los voy a dejar. Mi vocación es incidir, formar y transformar, especialmente en ese concepto de transformación del comportamiento en torno al deber ser y a la calidad, que es por lo que yo doy mi vida.
¿Qué le dejaron estos años de trabajo?
No recuerdo mucho cuáles fueron los mejores balances o estados financieros de toda mi trayectoria. Lo que sí recuerdo es que siempre he buscado ayudar a la gente a transformar y a crear comunidades. Cuando me ofrecen un cargo o participo en uno, hay dos prerrequisitos: que pueda formar o contribuir a crear una comunidad, y que pueda amar y servir con un propósito superior. Las empresas que no tienen un propósito superior no las acojo. Trato, eso sí, de incidir y transformar para que adopten esa filosofía del propósito superior, para que entiendan el para qué vivir y el para qué estar en esa organización.
¿Y eso solo se aprende con los años?
Yo creo que se aprende con una dimensión trascendente de la vida. Si uno no vive en función de los demás y no entiende que el principal producto de una organización no son las evaluaciones de conformidad, ni el chocolate, ni los seguros, ni los electrodomésticos, sino la gente, entonces no ha entendido lo esencial. Cuando se tiene un equipo y una comunidad conformada, todo lo demás viene por añadidura y con óptima calidad.
Uno de sus primeros trabajos fue ser cajero de empanadas en un centro social en El Poblado. ¿Qué le enseñó esa experiencia que haya aplicado durante toda su carrera?
El Poblado era en ese entonces un barriecito donde convivía gente de distintos estratos sociales, pero todo se hacía por convite y por comunidad. Allí le aprendí a mis padres y, muy especialmente, a mi abuela —que era la enfermera del barrio— que la vida tiene sentido cuando está en función de amar y servir. En la parroquia había un centro social vicarial donde hacíamos obras, incidíamos en los barrios populares y ayudábamos a transformar ese pueblito. Allí se producían empanadas, y el puesto que me dieron, desde muy pequeño, fue el de cajero. Desde las cinco de la mañana estaba allá organizándome y me tenían que subir en una caja de gaseosas para poder alcanzar la registradora. Desde entonces aprendí sobre la voluntad de servicio, que es distinta a la vocación de servicio, porque esa solo viene del corazón. Creo en la voluntad de servicio, que une corazón y razón. Ese ha sido mi propósito toda la vida: poder servir y ayudar a los demás.
Para usted, ¿qué es el éxito?
Yo creo que el éxito debe estar centrado en el ser y no en el tener. Cuando uno se conoce a sí mismo y desarrolla la capacidad de empatía y de relación con los demás, construye en comunidad, construye con el otro. Estoy convencido de que si reconozco la dignidad del otro y le doy una oportunidad de trabajar en un puesto digno, esa persona también dignifica a su familia y a quienes lo rodean. Por eso siempre he estado centrado en la persona, en la comunidad y en la sociedad. He mantenido esa visión en todos los cargos que he ocupado, sean técnicos, financieros o estratégicos. Sin desconocer los resultados —porque me interesa la rentabilidad y la sostenibilidad de las organizaciones—, creo que los estados financieros deben construirse con sentido ético y social.
Y ahora, ¿en qué ha fracasado y cómo ha lidiado con eso?
Si la vida fuera un camino de rosas, la historia sería distinta, pero lo importante ha sido aprender a levantarme rápidamente. Recuerdo que, cuando trabajaba en Nacional de Chocolates, hubo un momento en el que, junto con mi jefe, el doctor Fabio Rico, sentimos que la empresa se nos estaba yendo de las manos. Entonces fuimos donde el doctor Jaime Michelsen Uribe, quien era el dueño del Banco de Colombia en ese entonces, y le planteamos la permuta más grande de la historia que se hizo en el siglo pasado. Gracias a eso recuperamos la propiedad nacional de Chocolates y logramos que la compañía, junto con Sura y Argos, se convirtiera en parte fundamental de un conglomerado que llegó a representar cerca del 8 % de la economía nacional. Así, en todos los cargos que he ocupado ha habido momentos de dificultad, pero lo importante en esos casos fue poder actuar. Lo mismo a nivel personal: cuando me siento enfermo o enfrento alguna dificultad, reacciono de inmediato y busco medidas preventivas. No hay que quedarse caído, porque todos tropezamos y enfrentamos problemas a diario. Lo importante es entender que la mañana de hoy ya es pasado y siempre hay que moverse rápido.
¿Qué consejo le daría a alguien que quisiera tener una carrera larga como la suya?
Lo primero es entender para qué vivir. Uno no está hecho para vivir solo, sino en función de los demás. En la medida en que uno opte por vivir para los otros, la vida adquiere verdadero sentido. En estos años trabajando en Icontec aprendí que el verdadero impacto está en la transformación del comportamiento. El principal problema de un país o de una empresa no es la seguridad ni la rentabilidad: es la conducta de las personas. Cuando se logra transformar eso, se dignifica la vida. Pero, en ese sentido, hay que entender que la primera gerencia que uno debe asumir es la de uno mismo.
Ahora que entra en una nueva etapa de su vida, ¿en qué le gustaría enfocarse?
Mi vida está fundamentada en la comunidad, el amor y el servicio. Así que me voy pensando que, aunque deje la institución, jamás dejaré a la gente. Además, soy un amante del campo: no puedo vivir sin pasar aquí un fin de semana. Es algo que me nutre y me eleva la vida. A mí el poder no me hace falta, y el día que esté reblandecido, ya veré cómo afrontarlo.