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Helena Araújo: narrar como si no costara esfuerzo

Una profesora del Departamento de Literatura de la Universidad Nacional de Colombia y su revisión de “Adelaida: 1848”, la novela inédita de la escritora bogotana.

Patricia Trujillo Montón / Especial para El Espectador
19 de septiembre de 2021 - 02:00 a. m.
Helena Araújo Ortiz fue una escritora, crítica literaria, profesora de literatura latinoamericana y novelista colombiana. Nació el 20 de enero de 1934, en Bogotá, y murió el 2 de febrero de 2015, en Lausana, Suiza. 
/ Archivo particular
Helena Araújo Ortiz fue una escritora, crítica literaria, profesora de literatura latinoamericana y novelista colombiana. Nació el 20 de enero de 1934, en Bogotá, y murió el 2 de febrero de 2015, en Lausana, Suiza. / Archivo particular

Este es un libro poco común, incluso en el título. Muchas novelas clásicas llevan el nombre de sus protagonistas: Anna Karenina, Madame Bovary, Emma. Quizá la novela más famosa con una fecha por título sea 1984, de George Orwell. Adelaida: 1848 no es solo una combinación inusual, sino una denominación a un tiempo literal y simbólica. Los lectores acompañamos a Adelaida, una neogranadina hija de un hacendado sabanero, en uno de los años más importantes de su vida: el año en que viaja lejos de su país y tiene su primer hijo. Pero 1848 no es un año cualquiera: es el de la “Primavera de los pueblos”, una serie de revoluciones y de cambios políticos en gran parte de Europa. Estos levantamientos fueron efímeros, y aunque derrocaron viejos regímenes existentes en varios países, no trajeron los cambios en favor de la justicia y la equidad que sus instigadores esperaban. No obstante, en 1848 se iniciaron múltiples transformaciones políticas a escala mundial, con profundas repercusiones en países tan distantes de Europa como Chile y la Nueva Granada. Fue una época de una atmósfera romántico-utópica, en la que palpaba una sensación de liberación, una inmensa esperanza y una confusión optimista. (Recomendamos: Helena Araújo por Gustavo Páez Escobar).

La protagonista de la novela respira estos aires. Su vida está marcada por las transformaciones sociales y políticas del momento, aunque no participa directamente en ellas. Trabaja en una sociedad democrática en la Nueva Granada y luego concibe el proyecto de traducir el “Manifiesto comunista” a varios idiomas. En el marco de transformaciones sociales más amplias, Adelaida lleva a cabo su pequeña revolución personal contra las convenciones sociales: en lugar de casarse con un buen partido, ejerce como institutriz para mantener su independencia, tiene un amorío casual para tener un hijo, sale de su país para evitar el ostracismo social que su hijo natural y ella podrían padecer, y vive en un lugar que le permite ampliar su círculo de conocidos y expandir aún más sus horizontes intelectuales y políticos. En virtud de una combinación de inteligencia y buena suerte, Adelaida termina administrando una librería en Suiza, lo que le permite seguir en contacto con sus amados libros y con personas que la aprecian, comparten sus ideas y abren sus horizontes. (Más: Helena Araújo por Ricardo Bada).

Adelaida: 1848 no es una novela histórica, si por novela histórica se entiende aquella en la que los lectores modernos somos transportados al pasado gracias a un autor que nos instruye acerca del contexto histórico. Por el contrario, los lectores estamos en igualdad de términos con Adelaida, Janice, Henry y los otros personajes: es como si los contempláramos en su propio momento y, al mismo tiempo, como si permaneciéramos en el nuestro. Y esto sucede porque la narración revive la experiencia humana de manera concreta e inmediata, a través de un retrato ágil y potente de la vida cotidiana, que no es banal. Requiere una atención, una dedicación y una energía tan grandes como el entusiasmo, el interés y la concentración que se emplean en la comprensión de los límites sociales y de las posibilidades de emancipación.

Los pequeños detalles del día a día: ir a comprar el periódico, escoger del vestido que se va a lucir, preocuparse por la falta de gracia social, las rutinas que hay que cumplir para cuidar de un bebé, están en el mismo plano que el descubrimiento de las ideas de Fourier y Proudhon, que la participación en las sociedades democráticas y que la lectura de las novelas de Mary Shelley, Jane Austen y Rousseau. Lo serio está al mismo nivel que lo trivial, o más bien, al entretejer la vida cotidiana y asuntos como el amor, el deseo, el arte, la libertad, permite preguntar qué es lo serio y qué es lo trivial: la libertad, el amor, la independencia, ¿no son acaso parte de la vida de todos los días?

Esta novela es desenvuelta y espontánea. Helena Araújo no pretende darnos un tratado sobre las esperanzas y los desengaños del siglo XIX, sino un viaje personal por ellos, en la vida concreta de Adelaida y su círculo de conocidos. Los debates políticos y la comprensión de los movimientos y las ideas quedan a medias, como en cualquier discusión cotidiana. La historia no se escribe con mayúscula inicial, sino con las minúsculas de la anécdota y del gusto por el relato. Los enredos amorosos de Santander con Nicolasa Ibáñez de Caro, y los de Bolívar con Manuela Sáenz, son objeto de charlas de sobremesa que implican las posiciones políticas de unos y otras, y de especulaciones sobre la hipocresía de la sociedad, que acepta a una amante y no a la otra. La reflexión de Adelaida y Marie Claudine sobre los escritos de Margaret Fuller y de Flora Tristán se entrelaza con los detalles de sus vidas.

La mirada crítica se entrevera con las afinidades personales, y las relaciones de afecto con las posiciones políticas. La impresión de que todo esto es apenas una charla, una serie de historias, implica, en realidad, una afilada mirada sobre las disyuntivas de la época, pero no se nos alecciona, no se nos prescribe. La novela no es un mapa bien diseñado de los dilemas del siglo XIX que, curiosamente, se parecen mucho a los nuestros. Es un relato de cómo estas disyuntivas fueron comprendidas, experimentadas y de cómo las simpatías, las curiosidades, las inquietudes personales, influyeron en Adelaida.

No obstante su proceso de formación no desemboca en la realización plena de un proyecto de aprendizaje ideal, que se realiza, etapa por etapa, hasta consumarse en una madurez armónicamente adaptada a la sociedad. La novela termina en punta, como la vida, en medio de un viaje en el que ella toma una decisión impulsiva que la hace, en ese momento, profundamente feliz. Esta alusión al melodrama y a los romances típicos del siglo XIX en que todo termina bien es otro de los componentes de la novela. La trayectoria de Adelaida, desde los años de su adolescencia hasta pasados los treinta, es una serie de peripecias más o menos cómicas, sin graves consecuencias. Adelaida no es una mujer atrapada: no sufre las limitaciones de su familia, su religión o su clase social. Su proceso de emancipación no es difícil ni traumático. Logra sortear las dificultades con astucia y con la ayuda de amigos inesperados, un poco como sucede en los cuentos de hadas.

El relato es ligero, y parece proponer un final feliz; o tal vez no, pues el punto en el que se interrumpe la novela sugiere, por el destino que han tenido varias de las predecesoras ficticias y no ficticias de Adelaida, que la vida no siempre conduce la dicha, y que la protagonista se enfrenta a fuerzas peligrosas y más poderosas que las suyas.

La liviandad aparente de las peripecias de la vida de Adelaida viene acompañada de un sentido del humor que surge en las circunstancias menos pensadas, que muchas veces contrasta con las más serias situaciones, y que nos recuerda que asuntos tan graves como el amor o la pasión política vienen inextricablemente entrelazados con las torpezas debidas a los nervios, a la expectativa, a los pequeños miedos personales. Pero el humor no solo recuerda que los seres humanos no somos netamente heroicos o trágicos, que estamos hechos de una pasta más rústica. El humor también muestra, en medio de su ligereza, un filo crítico inesperado.

Lo trivial no es solo juez de lo serio, sino también al revés. Y todo esto está narrado en un tono ágil, desenvuelto, liviano, en el más coloquial de los lenguajes. La narradora habla con toda naturalidad, de manera que su discurso a menudo es indistinguible de los pensamientos y las charlas de los personajes. Todos ellos discurren en los ritmos livianos de la libertad.

Esta es la última novela de una larga y ardua carrera literaria. Helena Araújo comenzó a publicar, en los años cincuenta cuando tenía veintidós años, en revistas y suplementos literarios. No escogió el género literario más usual para las mujeres en aquella época, la poesía (predecesoras latinoamericanas incluían a Delmira Agustini, Alfonsina Storni, y la premio Nobel de 1945, Gabriela Mistral), sino que optó por la crítica literaria. Fue asidua colaboradora, durante años, de publicaciones culturales nacionales e internacionales, pero su ritmo de publicación de libros fue siempre lento: entre un libro y otro median diez o más años.

Su primer libro de cuentos, La M de las moscas apareció en 1970. Su primera novela, Fiesta en Teusaquillo, en 1981; la segunda, Las cuitas de Carlota, es de 2003. Adelaida tomó diez años de investigación y de redacción, y quedó inédita. Sus obras fueron producto de un trabajo constante y un cuidado casi obsesivo de la escritura. Pero este cuidado no se materializó en un tono grave, engalanado ni erudito. La desenvoltura y desinhibición de su lenguaje, su afilado humor y su agilidad narrativa no son mera espontaneidad. Por el contrario, son la sonrisa de la maestra que parece ejecutar, con la mayor de las facilidades, la pieza musical más compleja.

La publicación de la novela también fue obra de una ardua labor, pues Helena Araújo terminó el manuscrito de Adelaida en 2009, pero no pudo publicarla. Unos años más tarde, por intermediación de su hermana, Emma Araújo de Vallejo, sus hijas contactaron al profesor William Alfonso López Rosas, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional, que gracias a sus gestiones y a las de Juan Francisco Poveda, coordinador editorial del Centro de Divulgación y Medios, de la Facultad de Artes, se pudo concretar la publicación a comienzos de agosto de este año.

Por Patricia Trujillo Montón / Especial para El Espectador

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