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Heráclito: una verdad solitaria

Si de Heráclito tenemos enlistadas las destemplanzas de una personalidad difícil, la soberbia, la misantropía, la hosquedad, iguales rasgos se pueden predicar de la verdad de la que era poseedor, advirtiendo que para penetrar en sus alcances se debe reconocer de antemano dos frustraciones inevitables: la poquedad de los fragmentos que la contienen y la deliberada oscuridad con que están escritos.

Jerónimo Uribe

23 de febrero de 2025 - 12:20 p. m.
Heráclito nos reveló que su método fue el de los profetas: no descubrió la verdad, la halló en él.
Foto: Archivo particular
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Dejó dicho que todos los hombres que habitaban la Tierra se encontraban a igual distancia de la verdad. Los apartaba de ella el hábito de entremezclarse en ocupaciones que solo una estupidez malsana era capaz de señalar como merecedoras de atención y esfuerzo. Allí cabían las artes abyectas de la codicia, la vana aspiración a la nombradía, el dar crédito a los ritos religiosos, la política y su engañosa aritmética del bulto y las mayorías. También los pensadores y los poetas venerables; los primeros, por confundir la sabiduría con la mucha versación; los segundos, por el puesto que se les asignaba de maestros de todas las cosas, cuando en realidad eran ignorantes en muchas de ellas (hay que recordar que los griegos, ante una duda náutica o agrícola, en lugar de un tratado o un manual, acudían a los versos de Homero y de Hesíodo). De la severidad de sus cuentas con la estupidez de los hombres, solo quedaban a salvo los niños, un coterráneo suyo llamado Hermodoro y, contra toda pretensión de disimulo, él mismo, Heráclito de Éfeso.

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Había nacido en el seno de una familia de notables de Éfeso, promediaba los cuarenta al finalizar el siglo VI a. C., y murió sexagenario con el cuerpo viciado por las aguas retenidas de una hinchazón edematosa. Descontadas unas anécdotas adicionales, con todo el aspecto de ser fabulosas, pocas más son las noticias alrededor de la vida de Heráclito, pero bastaría, para construirnos una imagen suya, prolongar la atención en las tres instancias que dejó por fuera del rasero de la estupidez humana: los niños, Hermodoro y él. Así, lo vemos huraño y retraído, según la imagen que nos ha legado la tradición de un hombre que prefería jugar a los dados con los niños que participar de las inhospitalarias discusiones de la política. Su carácter misántropo y propenso a la crueldad lo demuestran las palabras de uno de sus fragmentos menos citados, aquel donde señala la conveniencia de que todos los adultos de Éfeso sean pasados por la horca, en razón de haber desterrado de la ciudad al único valioso de entre ellos, al bueno de Hermodoro, por su oposición a librar la guerra contra los persas. Y no otra cosa que una soberbia desmedida y una arrogancia torrencial podían hacerlo dueño, con tal naturalidad, del convencimiento firme e irrenunciable de estar en posesión «de una verdad solo comprendida por él», como bien lo dice Nietzsche, uno de sus lectores más cuidadosos.

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Acaso en muy pocas ocasiones en la historia del pensamiento occidental se haya presentado un caso de tanta semejanza entre la enunciación de una verdad y el talante anímico de su enunciador. De tal manera que, si de Heráclito tenemos enlistadas las destemplanzas de una personalidad difícil, la soberbia, la misantropía, la hosquedad, iguales rasgos se pueden predicar de la verdad de la que era poseedor, advirtiendo que para penetrar en sus alcances se debe reconocer de antemano dos frustraciones inevitables: la poquedad de los fragmentos que la contienen y la deliberada oscuridad con que están escritos.

No sé si uno sea plenamente consciente de lo que significa que una obra solo subsista en fragmentos antes de haberse enfrentado a un caso concreto donde esto ocurra. Cuando nos indican que de una obra solo se conservan fragmentos, entendemos que de ella no existe un conjunto coherente y unitario, una división en secciones o capítulos, que haya partes omitidas e interrupciones que obstaculicen la correcta continuidad discursiva. Lo que se nos escapa es la minucia, el detalle, la filigrana de lo que esto significa. En primer lugar, que los fragmentos no están agrupados en un único manuscrito supérstite, sino dispersos en una serie de manuscritos de diferentes autores, con versiones discrepantes entre sí y con distancias cronológicas de siglos, con lo cual expurgarlos y extraer los fragmentos es una labor ardua, titánica. Otra dificultad es establecer cuándo las palabras que se presumen del autor corresponden, realmente, a una cita textual suya, y cuándo son una glosa o interpretación del personaje que las cita. A esto hay que sumar el detectivismo filológico que se ocupa de señalar si un verbo, un giro sintáctico o una conjunción menor, en apariencia insignificante, hacen parte del acervo lingüístico del tiempo en que se supone escrito el fragmento o son producto de una interpolación posterior.

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Admitido, entonces, que el carácter fragmentario de una obra implica mucho más de lo que usualmente imaginamos, cabe decir que de Heráclito existen poco más de cien fragmentos atribuibles, de los cuales el más extenso, en el original griego, ocupa seis líneas pequeñas de texto corrido, y el más corto, dos palabras exactas: «ἐδιζησάμην ἐμεωυτόν», cuya traducción puede ser «me busqué a mí mismo», o bien «indagué en mí mismo». Aunque esta sentencia nos pueda resultar comprensible y transparente, descomponiéndola con más atención encontramos un primer asomo de lo dicho antes sobre la deliberada oscuridad con que Heráclito escogió articular y transmitir la verdad de su pensamiento. En esta oración sencilla, casi que de pizarra de enseñanza, no se está diciendo lo que se está diciendo, sino algo más recóndito y esquivo a la aprehensión inmediata: que el conocimiento no es una indagación en las cosas, sino una propiedad que está en ellas. Heráclito nos está revelando que su método es el de los profetas: no descubrió la verdad, la halló en él.

Esa verdad se despliega en una primera afirmación desconcertante: el principio rector de todo lo existente es algo que él llama Logos y que es susceptible de ser oído. La palabra escogida por Heráclito es de una polisemia pasmosa, difícil de capturar en una sola traducción, pero cuyo sentido de principio se deduce de sus significados contiguos de ‘palabra, razonamiento, discurso, exposición, causa, medida...’. Hermann Diels, el precursor de los estudios sobre los filósofos presocráticos, propone la traducción Weltgesetz (ley universal), un término que se acerca bastante bien al sentido de la palabra original. Según Heráclito, todas las cosas se originan y suceden conforme al Logos, cuya propiedad audible lo hace llegar de manera indistinta a todos los hombres, pero estos, aun cuando lo oyen, son incapaces de reconocer lo que les está diciendo y acaban pasándolo por alto, distraídos como están en las necias costumbres del error, la ignorancia y la estulticia. Heráclito los censura diciendo que es como si, estando presentes, estuvieran ausentes. La verdad del Logos solo él la ha oído a plenitud.

Es inevitable no pensar en que debe ser desolador poseer una verdad a la cual nadie más tiene acceso. Ninguna forma de soledad es equiparable, ni la demencia, que al menos conoce la posibilidad del sobresalto y el extravío, ni el destierro, que en algo distrae su tenacidad con los consuelos figurados de la nostalgia. A Heráclito, esta soledad lo condujo a rehuir el idioma común de los hombres, para adoptar una lengua que, como dice en uno de sus fragmentos, «ni habla ni oculta; sino que indica mediante signos». La traducción, en la parte final, es un tanto aparatosa, porque obliga a emplear un rodeo allí donde el griego se vale de un único verbo —σημαίνω, de donde nuestra semántica—, cuyo matiz léxico recoge la idea de una comunicación que se articula a través de indicios que requieren de desciframiento para ser cabalmente comprendidos.

Por eso, en muchas de las fuentes de la Antigüedad, a Heráclito lo llaman oscuro y enigmático. Algunos con franco desprecio, como Lucrecio, que lo creía un mero urdidor de frases abstrusas e inconexas, sueltas por el mundo para deslumbrar a los incautos con el halo mistérico del que venían revestidas. Otros, como Sócrates, confesando no entenderlo del todo, reconocían que en ese pensamiento condensado y oracular había algo digno de mucha atención. Unos más, como Cicerón, estaban convencidos de que la oscuridad residía más en el estilo que en las ideas, pero que esta decisión estilística fue llevada al punto donde el sentido quedó por completo empantanado en los terrenos de la incomprensión.

Todos, desde luego, llevan su parte de razón, con la debida salvedad de que depende mucho de cuál fragmento se escoja para decantarse por una u otra afirmación. Es comprensible que alguien, superado el efecto inicial que causan ciertas frases deslumbrantes —«el sol es del tamaño de un pie humano», «si todas las cosas se convirtieran en humo, aún la nariz sería capaz de distinguirlas»—, las juzgue vacías y carentes de sentido, impresionismo verbal en estado puro; pero asimismo nadie podría negar, con igual contundencia, que hay una observación muy aguda sobre el relativismo del mundo cuando oímos decir: «El mar, el agua más pura y más contaminada; para los peces, potable y bienhechora; para los hombres, impotable y mortífera». Y también es posible admitir que hay otras, no comprensibles del todo, que tienen detrás algo distinto a un simple artificio retórico, a una mera astucia idiomática, como aquel fragmento, contenido y austero, que deja saber que el fuego es a la vez «carestía y saciedad» (χρησμοσύνην καὶ κόρον).

Aquí vale la pena recordar que nada inquietó tanto a Heráclito como el fuego. Vio en él la realización material de esa ley universal que todo lo regía, la encarnadura de esa abstracción audible y omnicomprensiva que era el Logos. Si en uno de los fragmentos señala que «es sabio reconocer que todas las cosas son una», en otro, más explícito, indica que «todas las cosas están en intercambio por el fuego», queriendo decir con ello que en el orden cósmico, del cual el fuego es la sustancia ordenadora y primaria, no hay nada que esté por fuera de los procesos con los que este elemento moldea el mundo. Por sugestiva que sea, por fascinante y sobrecogedora, el cosmos visto como un lienzo en negro, al que el fuego da forma con pinceladas ígneas, es una imagen ajena a la sensibilidad de Heráclito, para quien, como para sus contemporáneas, la palabra fuego no aludía tanto a su aspecto visible de combustión —el tornasol de las llamas, el trepidar restallante— como a sus propiedades de materia seca y caliente.

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Lo explica bien un comentarista de la Antigüedad, en un pasaje a propósito de esta distinción, cuando dice que la llama no es la totalidad del fuego, sino apenas una de sus manifestaciones, la más notoria y prominente. En sus palabras, involuntariamente poéticas, articula esta definición preciosa: «la llama es la hipérbole del fuego» (ἡ φλὸξ ὑπερβολή ἐστι πυρός). Todo esto para precisar que el fuego del que habla Heráclito, si queremos aterrizarlo a una imagen, tendría más el aspecto de una exhalación seca, de un vaho caliente y nutricio. Con lo cual, uno de sus fragmentos menos esclarecidos, el que pondera la excelencia moral de los hombres en los siguientes términos: «el alma seca, la mejor y más sabia», adquiere sentido, pues se entiende que, a mayor cercanía del fuego, se está en más íntima consonancia con el principio que infunde vida al orden cósmico. Desprendiéndose enseguida que la dirección contraria, el paso hacia lo húmedo y acuoso, supone la escala hacia la degradación. De modo que, según Heráclito, convertirse en agua equivale a la muerte para las almas.

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Nos parecerá una cuestión menor, pero tuvo que haber sido grande el esfuerzo en dar con una forma precisa de llamar al fuego, en dar con el adjetivo necesario e insustituible capaz de fundar a partir de una realidad conocida un concepto inédito. Y al que llegó Heráclito lo hemos oído tanto que ya habrá perdido capacidad de asombro para nosotros, pero no podemos perder de vista que acaso él fue el primero, del que tengamos noticia, entre los pueblos de habla griega, en llamarlo de ese modo, empecinado como siempre en su singularidad de usufructuario único de los dominios de la verdad. Lo llamó el «fuego siempre-vivo» (πῦρ ἀείζωον), y la expresión aparece en el contexto de un fragmento que habla de cómo el cosmos es una realidad increada e imperecedera —contrario a los semitas, para los griegos era inconcebible la creación ex nihilo—. Ningún hombre ni ningún dios lo creó, afirma Heráclito, sino que siempre ha sido eso, un fuego siempre-vivo, avivándose y extinguiéndose conforme a una tensión cíclica sin término.

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Tensión, divergencia, colisión son ideas muy propias del pensamiento heracliteo. Él las suele extremar con otras de más grueso calibre —enfrentamiento, disputa, guerra— para imprimirle mayor viveza a su elocuente observación de que el orden de lo existente se sostiene menos en una armonía de fuerzas complementarias que de fuerzas abiertamente antagónicas. Muy a nuestro pesar, el funcionamiento del mundo se parece más al encuentro de dos contendientes en trance de matarse que al de dos compañeros fundidos en un abrazo de concordia. El símil no es suyo, pero es lícito deducirlo a partir del extracto de dos fragmentos inequívocos, «todo llega a ser conforme disputa» y, más sentencioso y categórico aún, «la guerra es padre de todos». La guerra, continúa Heráclito, con su verbo tremendista y sombrío, «que a unos ha hecho dioses y a otros hombres, a unos libres y a otros esclavos».

Es difícil entender hacia dónde va a desembocar la suma de intuiciones que dan forma a la verdad de Heráclito cuando todas las evidencias presentes en su pensamiento parecen apuntar en contra de cualquier expectativa de conclusión. Pobres los hombres que piensan en llegar a la verdad por las astucias de reciente nacimiento de la lógica y el argumento, pensaría Heráclito, puesto que aún siguen prendados a los espejismos que crea el convencimiento de que en el mundo existen cualidades como la fijeza o la estabilidad, cuando lo cierto es lo contrario, que todo es perpetuo devenir y sucesión. Y aquí llegamos, inevitablemente, a su río proverbial.

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Lo primero es desengañarnos. La versión que conocemos todos —«uno no se baña dos veces en el mismo río»— es una refundición platónica y aristotélica del fragmento original, del cual, dicho sea de paso, solo se tiene una certeza aproximada. La versión que se presume de Heráclito —«corren aguas diferentes y distintas sobre quienes se bañan en los mismos ríos»— es ligeramente distinta, sin cambios apreciables en el sentido, pero con pequeñas divergencias textuales que conviene notar. Se advierte enseguida que Heráclito habla de ríos, en plural, y no de un río, en singular, que la construcción pone como sujeto a las aguas y no al bañista, y que lo distinto no es la ocasión de hacerlo por segunda vez, sino la naturaleza de la corriente, siempre cambiante y en tránsito. Con este fragmento, Heráclito alcanza la cima de su estilo, porque en él consigue el perfecto equilibro entre enigma y claridad, entre revelación y ocultamiento, entre ambigüedad y transparencia, que era para él el único medio concebible de expresar la verdad.

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Por Jerónimo Uribe

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