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Una vez tuve un cuaderno en el que escribía cosas del tipo: “estoy enamorada de dos muchachos”. No era una libreta estampada con florecitas. No tenía la palabra diary escrita con letras doradas, ni una cerradura que cualquiera podía abrir con un fino pasador de pelo. Era un cuaderno ordinario. Al alcance de niños y adultos. Mi dilema de entonces era de grandes ligas, con el agravante de que los mozos que me gustaban eran hermanos. Al enterarse, una de mis tías dijo: “¡Ay, mi madre! Las diez plagas de Egipto derramarán su furia sobre nuestras cabezas”. Abandoné la costumbre de dejar rastros de mí misma en un cuaderno.
Como bien dijo Ana María Shua, “uno nunca sabe de antemano sobre qué va a escribir”. Es un misterio que se alimenta de ese caos infinito que es la realidad: “un golpe en el corazón”. Uno no puede saber de dónde vendrá el próximo golpe. Vi cómo se apagaba una vida y cómo nacía otra. Vi cómo se propaga la oscura mancha de la violencia. Vi un niño obsesionado con dominar el secreto del viento. Entonces escribiré sobre la muerte y la vida. Sobre la oscura mancha y también sobre el niño. Para no olvidar, para intentar comprender, o para que me persigan los males de Egipto, quizá. En cualquier caso, siempre vuelvo a las andadas.
“La gente que toma notas en cuadernos íntimos es una especie distinta –dice Joan Didion–, gente solitaria y reticente que siempre está cambiando la disposición de las cosas, insatisfechos ansiosos, niños que al parecer sufrieron al nacer cierto presentimiento de pérdida”. Pienso en esa idea de insatisfacción y ansiedad, en el sentimiento de pérdida de quien hace lo que debe, no lo que desea.
Diane Keaton encontró un cuaderno de su madre en el cuarto oscuro de la casa familiar. Aprovechando que estaba de visita, había entrado en la habitación para revelar unas fotos que hizo en Atlantic City. Cuando empezó a hojear el cuaderno, leyó anotaciones sobre las primeras semanas de trabajo de Dorothy Keaton en una librería. En otra nota expresaba su indignación por las palabras ofensivas que su marido –el padre de Diane– le había dicho un día de verano de 1967. Dorothy Keaton escribía y escribía sin que nadie lo supiera. Diane, por su parte, no volvió a leer los cuadernos de su madre hasta después de su muerte, treinta años más tarde del descubrimiento en el cuarto oscuro. En uno de los ochenta y cinco cuadernos que Dorothy Keaton dejó repartidos por toda la casa, decía: “¿Quién dice que no tienes la menor oportunidad?”. Diane no recuerda a su madre hablando de sus propios deseos. Pero sí recuerda que, cuando ella y sus hermanos eran niños, su madre, que era ama de casa y fotógrafa amateur, buscaba el silencio de una habitación que le permitiera estar a solas con sus pensamientos.
Puede ser una disciplina adquirida en los primeros años de la infancia, o no. Frida Kahlo empezó a escribir su diario a los treinta y seis años. Un testimonio ilustrado que refleja su adoración por Diego Rivera, las tortuosas horas de su dolor físico y su inquebrantable deseo de vivir: “Yo quisiera poder hacer lo que me dé la gana detrás de la cortina de “la locura”. Así: arreglaría las flores, todo el día, pintaría, el dolor, el amor y la ternura, me reiría a mis anchas de la estupidez de los otros, y los otros dirían: ¡pobre! está loca”. Puede que la escritura de un diario surja con la ambición de llevar un registro minucioso del día a día, o no. La madre de Joan Didion le regaló su primer cuaderno cuando tenía cinco años: “Con el sensato consejo de que dejara de quejarme de todo y aprendiera a divertirme apuntando mis pensamientos”. Con el tiempo, Joan Didion descartó la idea de registrar cada acción o pensamiento suyo, sus anotaciones derivaron en fogonazos inconexos de la vida que pasaba ante sus ojos, no tal y como ella los había visto, sino como prefería recordarlos para beneficio de sus propios fines: tocados por su exuberante imaginación. Para Mary Ann Clark Bremer, escribir en sus cuadernos era un modo de abrirse en canal, de penetrar en su mente y revelarse contra “las piedras en los bolsillos de las ahogadas”, contra la rigidez de una sociedad conservadora y los “sabios” que menospreciaban a las mujeres con citas celebradas por otros “sabios” en los salones de té. En sus cuadernos estaba la novela de su vida, la reconstrucción minuciosa de todas las veces que estuvo a punto de hundirse en el fango de la desesperación.
La tradición de escribir un diario, o un cuaderno de notas, tiene que ver con cierto tipo de rebelión. Con la voluntad de estar atenta a la mecánica de la realidad y al misterio de lo intangible: al lento movimiento de una nube, a un comentario cazado al vuelo en el tren, a los andares de un animal nocturno, al contorno de una boca que puede aniquilarte con una sola palabra. Es una conversación íntima, atravesada por el pasado y el deseo de atrapar la fugacidad del tiempo. Las imágenes y las voces se mezclan en una danza de locura, y, entre lo visto y lo oído, la implacable necesidad de dejar un testimonio que quizá nadie más leerá, o sí.