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Heriberto Fiorillo: “Lo que escribo es lo que soy”

Recordamos al recién fallecido gestor cultural y narrador con este texto que rescató, en 2013, la Editorial Fundación Carnaval de Barranquilla.

Heriberto Fiorillo * / Especial para El Espectador

04 de junio de 2023 - 12:01 p. m.
Heriberto Fiorillo murió a los 71 años de edad. Era fundador-director de la Fundación La Cueva y del Carnaval Internacional de las Artes. / Cortesia Extensión Cultural
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Cuando escribo no pienso si mi lector es pobre o rico, pienso que es un ser humano que habla y escucha, que escribe y sabe leer; es más, pienso que yo soy él y al escribir también lo escucho; lo que escribo es lo que soy y si no soy fiel a mí mismo no puedo ser fiel a quienes me leen. (Lea un discurso de Heriberto Fiorillo sobre los problemas del periodismo de hoy).

He estado exprimiendo la lectura de uno de mis maestros: Tomás Eloy Martínez: “El papel de los maestros, los artistas, los periodistas, su compromiso constructivo es el de ser animadores, promotores de creatividad”. Y ser civilizado es también, lo que cuesta cada paso de eso que llamamos progreso. “La misión del periodista coincide con la del artista: revelar los abismos y las luces más secretas del hombre, agitar las aguas, estimular la imaginación, provocar el cambio, luchar sin sosiego para que las perezas y los conformismos que adormecen la inteligencia sean derribados”.

La imaginación también se necesita para creer que el mundo pueda continuar y volverse cada vez más humano. Me pregunto si no nos vemos los unos a los otros, porque hemos construido nuestra identidad moderna de manera artificiosa y racional, amordazando de manera despiadada a nuestro espíritu, nuestra naturaleza, nuestra sensibilidad, nuestros deseos y nuestras necesidades empíricas.

Desde hace muchos años la racionalidad científico-técnica occidental, esa a la que aspiramos, se desprendió de la naturaleza, se volvió un fin en sí misma, se olvidó de su función liberadora y se le impuso al individuo con la fuerza de un destino que lo aplasta. Kant, Hegel y, por supuesto, Goethe supieron del dolor que el esfuerzo de la razón imponía al ser sus portadores, pero, como nosotros, lo justificaron en nombre del progreso.

Pero la racionalidad instrumental de hoy se independiza cada vez más de las necesidades del hombre, las mismas máquinas del ocio (o mejor las que matan nuestro tiempo libre) se parecen cada día más a esas otras máquinas de trabajo en las que nuestro tiempo muere, ya no hay tiempo ni para leer. Hemos dejado de leernos los unos a los otros, dice otra vez Tomás Eloy, porque las incesantes convulsiones de la realidad y la necesidad imperiosa de sobrevivir en un afuera siempre hostil nos consumen las energías y los sueños; el modelo neoliberal ha tornado tan alto el precio de cualquier conocimiento, que todo lo que podríamos ser se nos escapa de las manos.

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El carnaval, así, es el político que sueña con un paraguas enorme para que no caiga lluvia en Barranquilla. La muchacha enamorada que sopla su vientre con trapos para que su amor no la abandone, el amo del caimán que ladra, el antioqueño que lleva feliz una vida de barrio en esta ciudad con sus tres mujeres, el hombre pájaro que solo vive para sus pájaros y para su selección Colombia, los trabalenguas incomprensibles de Liceo Herrera y los palíndromos de Juan Luis y el verbo reconocer, que se puede leer al derecho y al revés.

Todas las fusiones verídicas y las promesas nostálgicas de una cumbiambera, la rebeldía del pontífice, lo que subvierte y divierte, y que no están en la superficie de la realidad ni en las profundidades del dolor, los disfraces incomparables de Enrique Salcedo, los nuevos colores del raspao, la burguesía nostálgica por los bailes de máscaras aristocráticas en Versalles y los sueños diáfanos de otros ociosos que suspiran en futuro con el mundo de Broadway.

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El carnaval habita al ser humano y es parte de nuestra vida cotidiana, solo que cada año durante tres o cuatro días todos esos valores y manifestaciones de vida se juntan y se exaltan; como diría Meira del Mar: “En esos carnavales la imaginación, la lengua y la sonrisa de aquella revolución permanente salen simplemente a flote”, y el carnaval nunca muere.

Cuando se apaga la última luz, de la última fiesta, regresa callada, clandestinamente, a la aburrida cotidianidad para quedarse viviendo por ahí, en los umbrales de las fiestas privadas, en los chistes y las burlas de vecindario, en la crítica mordaz que hace uno a los políticos, en su propia casa en ese constante ejercicio de identidad soberana que llamamos nosotros “mamadera de gallo”. El nombre realidad podría venir, especulo yo, por herencia del mundo aquel en que nos instalaba a vivir el rey. Ficción sería por contraste, eso que siempre hemos soñado: vivir nosotros como una novela.

En los carnavales, el humano busca olvidar, así sea por instantes, aquello que lo acosa en su cotidianidad o lo que imposibilita su libertad de ser e inventarse, disfruta escapar de la contingencia oficial, institucional y se la sacude con el baile. Kafka, como insecto o como humano, habría gozado mucho el carnaval; le fascinaban aquellas diversiones que pudieran distanciar al hombre de los sufrimientos de la existencia. Lo más probable es que el espíritu de su liberación haga alguna mella en el del represor; quién sabe, se deponen enemistades en aras del placer, tu enemigo es ahí un contradictor de ideas, no un rival con el poder del cañón de una pistola.

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El carnaval, como le dijo Alfonso Fontalvo, director de la Danza del Torito, al investigador Rogelio Hernández, “es de los de arriba, de los del medio y de los de abajo”. El pacto de suspensión de la realidad devela sueños y sentimientos. Los mandatarios griegos sabían bien que en el espacio crítico de la fiesta, el pueblo revelaba una parte de lo que sentía y pensaba sobre sí mismo, sobre su gobierno y otros representantes del Estado.

El carnaval es fuego, quitarle el carnaval al hombre es despojar al niño de su recreo, al bebé de sus muñecos; como dijera Schiller hablando de la educación estética, “el hombre solo juega cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra y solo es plenamente hombre cuando juega”.

En los carnavales ―como dice nuestro investigador Edgar Rey Sinning ―, el orden establecido no es o no se supone que no sea el mismo orden cotidiano e institucional en que se enmarca una comunidad, los carnavales han existido aquí como una fiesta de transgresión autorizada y más que en ningún otro sistema de gobierno como en el de una democracia, el carnaval es o debería ser una gran fiesta en la que toda la sociedad cediera o debiera darse a sí mismo; ilógico sería que en ese mismo contexto los núcleos populares que la integran le dieren su reglamentación a las fiestas. Es curioso, en tal sentido una verdadera democracia adquiriría la misma filosofía o viceversa, también dicen que si uno no hace el carnaval, se lo hacen.

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* Fragmento de “El carnaval para qué o esto es lo mío, Schopenhauer, el del ritmo no eras tú”.

Por Heriberto Fiorillo * / Especial para El Espectador

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