Publicidad

Hernán Urbina: “Sigo siendo un pasado que va desbocado hacia el futuro”

En “Canciones para el camino”, el autor valduparense recogió toda su poesía, en la cual narra su vida, que lo llevó a escribir una obra que también tiene ensayo, cuento y novela.

Andrés Osorio Guillott
04 de enero de 2021 - 01:00 a. m.
Hernán Urbina, autor de la novela “El almirante del desierto” y del libro de cuentos “Despertado en ayer”.
Hernán Urbina, autor de la novela “El almirante del desierto” y del libro de cuentos “Despertado en ayer”.
Foto: Archivo particular
Resume e infórmame rápido

Escucha este artículo

Audio generado con IA de Google

0:00

/

0:00

“Pese a que la poesía me ayudó a volver a vivir y a seguir viviendo con valentía, me temo que el verso no da recetas para responder puntualidades, ni le indica a alguien cómo debería sentir o cuestionar concretamente. Por eso más nos vale aprovechar su presencia, como una cierta esfinge fugaz, para sacar nuestras propias conclusiones mientras fulguran sus imágenes, siempre renovadas, y que nos regala por un momento: lo que yo soy no puede verse / ni a veces saberse, / solo puede oírse en mi cantar”, escribió Hernán Urbina.

El cantar de Hernán Urbina. El cantar que nació en una tarde en que su padre recitaba coplas a capela, que lleva la suave melodía del recital, que lleva también el sonido popular de un vallenato o el instante bohemio de un bolero: “He dicho que fue suerte haber crecido en un pueblo donde se oía en las calles, en las fiestas o en la radio a Rubén Darío codificado en la lírica de los compositores románticos del Caribe, incluido Agustín Lara y demás grandes boleristas, que tanto nos fascinaban a mi papá y a mí, pero también codificado en los poetas regionales que lo imitaban. De modo que puede decirse que Rubén Darío fue uno de los primeros y más fuertes autores que conocí. Pero fue solo en 1994, viviendo en Ciudad de México, cuando lo redescubrí con fervor. De Rubén Darío, que también tocaba el acordeón y el piano, creo que me quedó cierta musicalidad. En Canciones para el camino asumí mi adeudo con la música de las palabras que logré recoger desde muy temprano de otros autores, Rubén Darío incluido, desde que era un niño aterrorizado que intentaba decir tristezas por tanta gente conocida asesinada o por el confinamiento que me imponían el asma y la migraña”.

Una biografía narrada desde el verso. Ver el camino y recordar que este se hace al andar. Ver el andar de Urbina por el Caribe, por la Bogotá en la que fue feliz siendo nostálgico, por una Colombia que narra también desde la poesía y vislumbrando las calles destapadas, los cielos despejados y los horizontes ondulados por el calor de sus pueblos. Hablar desde las memorias de la guerra, desde los dolores de todos, desde una esperanza que yace tímida en el silencio paulatino de los fusiles. “Muchos de mis primeros recuerdos son imágenes de guerra entre familias en La Guajira y a todo eso se sumó la guerra ideológica sufrida por todos en el país. La poesía me ayudó desde 1974, una y otra vez, a volver a vivir y a seguir viviendo con valentía. Desde entonces, mi primer impulso frente a lo trágico siempre ha sido el de crear un poema capaz, por su fuerza, expresión y goce, de dominar todo aquello que me intranquiliza o me desborda. Canciones para el camino, siendo en un 70 % de su contenido poesía social, es también un esfuerzo por contradecir desde hace 45 años a la muerte temprana, diciendo en mi nombre y a nombre de muchos, en cientos de formas: no me harás resignar que no hay para mí ninguna oportunidad en ninguna parte. Y, pese a todos los usos y abusos observados, sigo creyendo que la poesía primordialmente se opone a la aniquilación, promueve nuevos significados, nuevos entendimientos. Con sus nuevas melodías e imágenes, si se comparten de manera altruista, la poesía es capaz de destruir muros, derribar dictadores, sin necesidad de cantar odas a los muros o a los dictadores del otro extremo o defender —por necesidad— lo peor de lo humano”, dijo Urbina.

Puede leer: El centenario de Guillermo Payán-Archer, el cantor del mar

El título del libro ya nos adentra en la importancia de la música en su vida y obra. ¿Desde qué edad y cómo empezó a establecer una relación y admiración por la música?

Desde que reconocí de niño la voz de mi padre, que recitaba coplas y décimas sin utilizar instrumento musical alguno, fui entendiendo que la poesía tiene una música propia —melodías, ritmos, tonos—, que había una música de las palabras en el verso limpio mucho más definida que en el habla cotidiana y que, dependiendo de su entonación, podía ayudar a crear otras imágenes poderosas en el poema: vientos inacabables bajo el cielo azul, borrascas capaces de descuajar árboles, lágrimas detenidas en las gargantas de la gente que sufre por el verano o por un beso.

Desde antiguo se sabe que el poema ya es canción y no es casualidad que la gran obra lírica de Petrarca se llame Cancionero. Empecé a escribir poemas en 1974, a los 9 años de edad, sin tener idea de cómo se hacía música, pero al recitar no olvidaba afincar esa musicalidad propia a que obligan las palabras de los versos. Años después, aprendí a hacer música en propiedad y también a hacer canciones populares, incluidos valses y boleros.

El libro está dividido en varias etapas de su vida. Es una especie de autobiografía escrita en verso y en lírica. ¿Vuelve a sus poemas y se observa diferente? ¿Cada verso es resultado del instante que refleja?

Hubo varios intentos fallidos, desde el bachillerato, para publicar un libro con mis poemas, por lo que tengo varios borradores de esta recopilación, cada uno con un carácter distinto según la época. En junio de 2019, cuando terminé el manuscrito de El almirante del desierto, quise apartarme de los ensayos y de la novela. Fue cuando regresó el viejo proyecto de reunir mi poesía. Gracias a un gran amigo, el humanista sevillano Julio Moreno, una de las primeras víctimas del COVID-19 en España, pude contactar a Caligrama, editora de Penguin Random House, con sede en Sevilla. La idea de hacerlo en siete libros, ordenados cronológicamente, surgió para esta edición, además como intento de darle cierta unidad a 45 años de poesía, sin esconder los matices de la vida y de los poemas de cada época.

Por supuesto que el tiempo cambia al poeta y a su poesía, pero sostengo que, en esencia, sigo siendo un pasado que va desbocado hacia el futuro, recreando el ayer en imágenes para seguir siendo tiempo que se dilata, mientras repito tres palabras que abundan en mis textos, con sus propios rostros o sus incontables sinónimos: soledad, vuelo y camino.

Hablemos primero del vallenato. ¿Cómo va encontrando en la poesía un lugar para la música y lo popular? No lo pregunto creyendo que un arte es más que otro, lo hago pensando en la forma en que confluyen todas las expresiones y se reúnen en una sola...

Por más lecturas que tenga a mis 55 años, mi poesía es fundamentalmente el habla de Colombia, más el habla de sus pueblos que de sus ciudades, lo que me llena de cierto optimismo al suponer que esta Poesía escogida podría ser redescubierta cada cierto tiempo por las urbes. Si es que tengo una música en el estilo, sería una cierta forma de ritmo. Camino recitando con el mismo ritmo de mi niñez rural. No pude tener otro.

Llegue a la poesía siendo niño por tratar de entender la condición humana y eso mismo me llevó más tarde a la música, a la medicina y a la literatura. Mi técnica para escribir sigue siendo la misma desde 1974: primero surge una emoción por alguna imagen externa o en la mente. Trato de describirla en un terceto o un cuarteto. Luego voy alargando las líneas hasta que el mismo tema pareciera decirme: “No me pongas más ropa. Así está bien”, sea un libro de ensayos, una columna de prensa o mi intervención en un panel, siempre atento a la música de las palabras que va surgiendo. Así era también cuando componía vallenatos, valses y boleros.

Le puede interesar: Y William Ospina saldó la cuenta pendiente con América

Los boleros tiene mucha poesía en sus letras también. ¿Cómo llegaron ellos a su vida? ¿Por qué esa referencia a Rubén Darío en el poema que lleva el nombre del género musical?

He dicho que fue suerte haber crecido en un pueblo donde se oía en las calles, en las fiestas o en la radio a Rubén Darío codificado en la lírica de los compositores románticos del Caribe, incluido Agustín Lara y demás grandes boleristas, que tanto nos fascinaban a mi papá y a mí, pero también codificado en los poetas regionales que lo imitaban. De modo que puede decirse que Rubén Darío fue uno de los primeros y más fuertes autores que conocí. Pero fue sólo hasta 1994, viviendo en Ciudad de México, cuando lo redescubrí con fervor. De Rubén Darío, que también tocaba el acordeón y el piano, creo que me quedó cierta musicalidad.

En Canciones para el camino asumí mi adeudo con la música de las palabras que logré recoger desde muy temprano de otros autores, Rubén Darío incluido, desde que era un niño aterrorizado que intentaba decir tristezas por tanta gente conocida asesinada o por el confinamiento que me imponían el asma y la migraña.

Bogotá y la felicidad en medio de la nostalgia. ¿Cómo se es feliz mientras se extraña? ¿El pasado tiende a pesar más que el presente?

Entre 1975 y 1976 fui un niño aniquilado por el asma y la migraña. Pero en junio de 1975, cuando mi madre desesperada me llevó a Bogotá buscando ayuda, inicié una de las vacaciones más bellas de mi vida. He dicho que fui auténticamente feliz en esos quince días jugando sobre la mullida hierba verdecida de los parques, observando a la ciudad envuelta en su helaje que se podía ver y tocar. El año de 1975 es para mí un manojo de postales de Bogotá que siempre regresan a la mente con incontenible alegría de muchacho.

Ni en ese viaje, ni nunca, la poesía se me quedó perdida en ninguna parte. Ella me acompañó ese año y siempre después a tocar el cielo bogotano de belleza cenicienta que descendía hasta mí en brumas. Lo he escrito: Bogotá es uno de los sitios del mundo donde puedo ser totalmente feliz estando totalmente nostálgico en

medio de su lluvia que es un bello susurrar. Tal vez lo diga porque aprendí a recitar conmigo mismo, a voz baja, a los 9 años, caminando la soledad, camino tan cierto. Amé y amo la soledad bella y buena de Bogotá que moldeó mi poesía a un tono más personal, más íntimo.

Tres palabras, nociones o conceptos que encontré más de una vez: olvido, sueños y libertad. ¿Puedo afirmar que es un hombre lleno de esperanzas y de amor por los sueños? ¿Luchamos contra el olvido por supervivencia o por miedo? ¿Por qué ese valor a lo onírico?

La poesía es un medio, como pocos, que genera enorme placer, que vuelve a reconciliar lo que estaba destemplado, que direcciona en un sentido vitalista a los seres humanos, como lo hacen las buenas esperanzas y los buenos sueños. Frente al sufrir no se trata de luchar por negar o escapar, sino de crear. Al respecto, Kierkegaard sugería: “La habilidad de olvidar depende del método de recordar [… ] Cuanto más poéticamente uno recuerde, con más facilidad olvidará”. Pero si la poesía no tiene ninguna conexión con lo onírico, podría solo tratarse de un discurso ideológico, de esos que no permiten ni soñar ni dejan dormir, como decía Günter Grass.

Las imágenes que inventamos con los versos posibilitan la libertad de ser rayo, montaña, nube y costa, color o sensación, vivir el sueño y lo onírico mientras se poetiza y luego regresar a compartir con los demás mejores significados de los que había sobre el pavimento.

¿El existencialismo es inherente a la poesía? Noto en muchos poemas ese tono del absurdo, incluso hay un poema que se llama “Existencial” y hay otro en el que menciona referentes como Sartre...

Si se trata de la poesía como vindicadora de la existencia, aquí y ahora, del hombre que crea y elige, lo es sin duda. Pero me aterran los diferentes ismos que han tratado y tratan de apropiarse e instrumentalizar la poesía. Yo, como vitalista —no como promotor de la ciencia ni de alternativas a la ciencia misma— vivo la poesía como defensa de la vocación vital de lo humano, que promueve el fortalecimiento de la sociedad desde el individuo, pese a lo absurdo y al desasosiego, por cierto, tan humanos. En Canciones para el camino repito, al menos, 182 veces, que, pese a que la humanidad es esa que siempre sufre, es también esa que se supera, que sale adelante que se reserva la última palabra, lo mejor que ha habido sobre este humus sobre el que se camina.

Siento que hay algo en común entre los poemas que nos acercan a la música, los poemas que hablan de la belleza en la mujer y de los que hablan de fútbol. Todas son sensaciones, vivencias y elementos diferentes, pero todos estos apasionan. ¿Se escribe siempre con pasión o podemos prescindir de ella?

Escribo cuando no comprendo algo o necesito recuperar la serenidad perdida. Entonces invoco un lenguaje con mejores posibilidades que el habla habitual para saber más sobre eso que no entiendo o que me domina. Es cierto que la poesía puede llegar a ser un oficio de la mecánica de cada día, pero eso se nota, además, por la ineficacia frente a intranquilidades cada vez más complejas. Y debe tratarse de alguien pobremente triste el que, en verdad, sufra aquel cliché de la página o la pantalla en blanco, que espera a que la hoja o la pantalla vacía le diga algo. Si no tengo esa passio, eso que me ha sacado a fuerza de mi serenidad, no tengo necesidad de escribir, y es cuando salgo a caminar o me pongo a mirar cine.

Poemas que evocan la política y la historia. ¿Cómo logra unirlos?

Siempre me ha costado aceptar la expresión “Novela histórica”. Cuando me siento a leer una novela es porque me he sentado a leer ficción, aunque la haya inspirado hechos reales. Cuando me siento a leer historia, estoy leyendo ensayos.

Pero algo extraño me ocurre con la poesía, siendo literatura. Al leer, incluso la historia en los libros de poesía, oigo a personajes de carne y hueso decir verdades, como me pasa al revisar a Juan de Castellanos.

El primer gran hecho histórico que recuerdo haber vivido y recitado ocurrió el 5 de octubre de 1974. Fue la matanza de los bolivarenses en las calles de San Juan del Cesar. No sólo recurrí a la poesía para tratar de entender lo que realmente había sucedido, sino para además dejarlo grabado para otras generaciones.

Siento que historia y poesía son parte rigurosa del mismo oficio. Una de las mejores definiciones de historia que conozca es la que dejó consignada Octavio Paz en El laberinto de la soledad: “Historia es conocimiento que se sitúa entre la ciencia, propiamente dicha, y la poesía […] El historiador describe como el hombre de ciencia y tiene visiones como el poeta”.

Fíjese que en un punto me parece paradójico, pero me gustaría preguntárselo corriendo el riesgo de desvirtuar todo el ejercicio de la entrevista: ¿todo verso tiene explicación y respuesta? ¿La poesía se siente o se cuestiona?

Pese a que la poesía me ayudó a volver a vivir y a seguir viviendo con valentía, me temo que el verso no da recetas para responder puntualidades ni le indica a alguien como debería sentir o cuestionar concretamente. Por eso más nos vale aprovechar su presencia, como una cierta esfinge fugaz, para sacar nuestras propias conclusiones mientras fulguran sus imágenes, siempre renovadas, y que nos regala por un momento:

Lo que yo soy no puede verse ni a veces saberse, sólo puede oírse en mi cantar.

(Una canción por el camino, 2003).

El libro prácticamente termina con una pequeña pista, si se quiere, de lo que será su novela “El almirante del desierto”. ¿Por qué quiere o por qué escribe sobre el Almirante Padilla? ¿Es una manera de reivindicar su figura

y, acto seguido, reivindicar la población afrodescendiente en la historia e identidad de Colombia?

Ejerzo el estudio académico de la historia desde los años noventa, y en el mismo acto de presentación de la edición 2006 de Entre las huellas de la India Catalina dije que novelaría el sitio de Cartagena de Indias en 1815. Pero no había terminado de leer el primer tomo de Los Mártires de Cartagena de Gabriel Jiménez Molinares cuando tuve claro que el sitio de Morillo de 1815 era apenas una de las increíbles circunstancias que había sorteado el General José Padilla —no alcanzó en vida el título de Almirante—, tan fenomenal personaje que el propio Simón Bolívar llegó a nombrarlo en una carta como “El colombiano más importante”.

Se trataba de una figura pública muy bien biografiada desde el propio siglo XIX. De manera que otro ensayo con abundantes citas no iba a ofrecer mayores novedades al público. Había que entrar en el terreno de la ficción para re-crear su drama histórico de forma que los lectores lo descubrieran tal como es, contemporáneo, pasmosamente actual.

Fue leyendo sus discursos y cartas cuando presentí la personalidad de este hombre insomne, bohemio, íntegro, de excelente sentido del humor y bien ganada fama de Nelson Colombiano. Esos escritos de Padilla, muchos decididamente líricos, me dieron por fin la sensación de pisar un terreno que me era propio, lo que tras años de vacilación me facilitó arrancar las narraciones en primera persona. Pero fue sólo hasta retomar la estilística que me había elogiado en otros borradores el profesor Gerald Martin que pude ponerle a los textos esa música que hace avanzar a diferentes marchas en esta novela deliberadamente corta, porque quería seguir vibrando con la cuerda temblorosa del arco en mis manos mucho después de que la flecha se hubiera incrustado en la diana.

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar