
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Me he detenido varias veces a detallar la cotidianidad de los más cercanos, específicamente de las próximas, mujeres con potenciales que no florecen, derramando lágrimas sobre mejillas que encierran aptitudes y posibilidades, gastando energía en creencias que no son propias e impulsando preceptos que las vulneran. Este ejercicio de análisis y observación he intentado llevarlo a cabo sin dejarme arrastrar por la indignación, tratando de ser rigurosa y evitando las subjetividades. Por supuesto, no he tenido éxito. Fui derrotada y resulté irritándome al ver cómo autosabotearnos es tan sencillo, sobre todo para nosotras.Se me ocurrió que tal vez uno de los motivos del problema podría darse en los aspectos o personas que tienen la capacidad de maravillarnos, las que admiramos, con lo que nos sorprendemos o las figuras que incansablemente y de una manera obsesiva tratamos de imitar.
Mujeres, ¿se han preguntado por sus referentes, ídolos o heroínas? Yo decidí que iba ser muy cómodo quedarme señalando, y entonces, me hice la misma pregunta. Me demore más en concluir que también tenía que ser parte de este análisis que en responder: mi heroína es mi madre. Inmediatamente después se me ocurrió que tal vez podría ser un reflejo, un predecible cliché que todos pronunciamos porque nuestra moral nos obliga y yo solo estaba posando de hija cortés y considerada. La ocurrencia duró poco, cayó rendida, la derrotó ella. Mi mamá.
Liliana nació en un hogar ajustado a los lineamientos establecidos. Padres responsables donde el hombre salía en busca del sustento diario y la mujer se ocupaba del hogar. Una familia de “bien”, estructurada bajo la dinámica de una violencia doméstica diaria, donde se maltrataba en beneficio de los miembros y no había lugar a cuestionamientos. Las autoridades y los poderes eran claros, la orden era ajustarse, obedecer y repetir cuando quisieran cambiar de escenario, ya que se aspiraba a que también conformaran familias de “bien” cuando fueran adultos.
Mi madre siempre ha tenido fama de irreverente, y esto es lo que seguramente pensó mi abuelo cuando a sus quince años, y como era habitual, se le enfrentó. Estaban en la casa, mi mamá parada en el descanso de las escaleras y él debajo de ella en el primer piso. Llevaban un largo rato discutiendo, y cuando el volumen de la voz no podía subir más, mi abuelo con su mano haló el vestido de mi mamá y de un solo tirón la dejo frente a él, sin botones y furiosa. Fue en ese momento cuando mirándolo a los ojos le dijo: “Esta es la última vez que me pone una mano encima”. Efectivamente, fue la última vez que mi abuelo la tocó para reprenderla. También tenía fama de instigadora, como seguramente afirmaron las monjas del internado donde vivía y estudiaba en Pamplona, Norte de Santander, por motivo de un saqueo a sus propios casilleros de comida. Ella y una compañera idearon una estrategia para asaltar sus reservas alimenticias, ya que no les permitían sacar los alimentos en horas diferentes a las impuestas por el internado. Lastimosamente, la engorrosa operación tuvo complicaciones y cobró vidas. Descubiertas y ad portas de ser delatadas, mi madre decidió lanzar una fulminante patada que acabó con la vida del perro de la madre superiora.
Las historias desde que era una niña, adolescente, joven, mujer, y las que yo he presenciado siendo mi mamá, se relacionan y coinciden con el mismo tono rebelde, transgresor e inquieto. Fueron cinco hermanos, cuatro mujeres donde ella fue la segunda en nacer, pero la primera en anunciar que no quería hijos, y también la única en tenerlos, cambiando de opinión y plan de acción en sus tiempos, convicciones y reglas. No he podido conocer un ser humano más desafiante, arriesgado e imprudente. El valor que ha tenido para cada acierto ha sido el mismo para cada error. Ha fallado, pero lo ha hecho con intensidad, asumiendo todas y cada una de las implicaciones sin quejas.
Pero entonces, después de mencionar sus cualidades, me encuentro con una mujer que a pesar de sus luchas por ser feliz y libre, ha sido maltratada por un sistema que sigue legitimando que nos entrenen para aceptar los excesos, y arbitrariedades de hombres con ideas cobardes cometiendo tropelías convencidos de su poder. Soportó, porque en su mente le grabaron que debía sacrificarse por sus hijos. Ella tenía el deber de sufrir. Sus alternativas se reducían a las de una mujer infeliz que hacía lo correcto y demostraba templanza admitiendo atropellos, disimulando sus padecimientos con la cabeza en alto. Estaba siendo una buena madre, un ejemplo.
Es mi gran y absoluta heroína, porque tuvo el valor de soltar cadenas y recuperar sus alas. Porque a pesar de saber que iba a ser juzgada se decidió por su vida, dignidad y libertad. Permitió que los años pasaran, se fortaleció y desechó los candados que la oprimían. Entendió que la mejor lección que podía darnos era la de la fuerza, la de cambiar maltrato por vida y riesgos por seguridades ficticias. Nos prohibió pensar que podríamos ser esclavizados. Condenó con su ejemplo a los déspotas tiranos a ser desafiados por seres humanos convencidos de que todo puede modificarse, sobre todo los dominios injustificados y monstruosos que pretenden someter a más mujeres a vivir en silencios tan estruendosos como sus lágrimas y vidas estáticas.
Una vez respondí mi pregunta, comencé a fijarme en los ídolos de las demás. Para iniciar no lo tienen claro, titubean y se vuelven recursivas respondiendo con cierto tono que pretende sonar despreocupado, “no sé, no tengo, no lo he pensado”. Después me di cuenta de que sí, los tienen. Admiran a las que tienen dueño, imitan a las que decidieron ceder las escrituras de sus cuerpos y existencias. Las deslumbran los hombres que poseen a sus mujeres como trofeos, ansían ser tomadas como propiedades. Más mujeres sedientas de carcelarios abusadores.
De lo que estoy convencida es de que somos más que eso, pero que nos hace falta estremecernos. Necesitamos de una sacudida que nos deje tan desubicadas como para notar que estamos vivas, que jamás seremos tan jóvenes como ahora y que el coraje no es opcional. Lanzarnos a explorar para convertirnos en seres grandes que no seguirán permitiendo que midan su éxito por el número de hijos o el anillo en el dedo.
Que alguien me diga por qué el hecho de ser mujer me obliga a desaprovechar la oportunidad que se me dio de existir, que me expliquen por qué debo complacer a un sistema deshumanizado que aspira a convertirme en una esposa sometida, madre sufrida y anciana derrotada.
Mis planes son los de honrar a mi madre no solo diciendo que es mi ídolo, sino llevando una vida plena, libre de cerraduras que me limiten, volando alto, escapando de personas tóxicas y relaciones con hombres que pretendan poseerme. Entendí que mi vida no va a ser gastada en consentimientos a leyes y parámetros que me encierren y castiguen por nacer con un sexo que solo me produce orgullo.
¿Qué es lo que tiene que pasar para que de una vez por todas entendamos que no es normal que nos maltraten? ¿Cuántas mujeres más deben ser vulneradas para entender que no venimos obligadas a permitir que abusen de nosotras? ¿Cómo hacer para que entendamos que no necesitamos de un opresor que nos diga cómo vivir?
¿Y si les echamos un ojo, o más bien los dos, a mujeres emancipadas, valientes y decididas que han logrado romper esquemas? ¿Si por un momento nos permitimos pensar que el maltrato no solo es físico, y que también a diario permitimos que nos torturen las emociones y nos machaquen la autoestima?
Si lo que necesitamos son ejemplos, miremos a los lados, si queremos inspiración, exploremos las vidas de nuestras madres, que sea cual sea su lucha, son las responsables de que hayamos llegado a donde justamente estamos ahora, y en donde pretendo que les hagamos un homenaje transformando nuestras vidas, convirtiéndonos en todas unas revolucionarias de esta repulsiva realidad.