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Hierba “mala” nunca muere

Hace 39 años falleció el cantante jamaicano Bob Marley. Su cuerpo sería enterrado unas semanas después, el 21 de mayo, en su isla natal.

Manuela Cano Pulido

10 de mayo de 2020 - 05:17 p. m.
Bob Marley nació el 6 de febrero de 1945 y murió en Estados Unidos, el 11 de mayo de 1981. / AP
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Aquel día Jamaica lloró, bailó, cantó y se alzó en gritos revolucionarios. Esa mezcla de emociones solo la podía generar un personaje tan controversial como Bob Marley. Era 21 de mayo de 1981 cuando por las calles de Kingston, la capital de Jamaica, circulaba un ataúd dorado donde descansaba el cuerpo del cantante. Este era cargado por seis negros robustos vestidos con unos trajes blancos inmaculados, totalmente opuestos a la combinación de rojo, amarillo, verde y negro que coloreaba todas las esquinas de la capital. Las personas se atestaban, se empujaban, corrían desesperadas para ver lo que había quedado de su ídolo. No cabía un alma más. Tanto era así que los árboles de la ciudad se convirtieron en palcos para algunos que lograron treparlos y observar ese particular desfile.

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Pero ese día no solo fue de reacciones contradictorias. La ceremonia que se llevó a cabo en el Auditorio Cívico de Kingston también lo fue. Se desarrolló en medio de una mezcla extraña entre cantos solemnes, oraciones rastafaris, un concierto multitudinario de reggae, un ritual religioso, discursos largos y serios, bailes y cantos. Asistieron 31 mil personas. Entre estas, el primer ministro y su opositor; su familia, sus más fieles seguidores y sus amigos rastas. Una vez más, Marley unió a toda Jamaica, sin distinción. Muchos dicen que nunca hubo ni habrá jamás un funeral que pueda igualarlo.

Después de la legendaria celebración, su cuerpo fue llevado a Nine Miles, en el norte de la isla, donde Marley había nacido 36 años atrás. Cientos de manos pasaron sobre el ataúd, a manera de despedida. “Mi música lucha contra este sistema de locos gobernantes que solo enseña a vivir y morir”, rezaba su epitafio. Lo enterraron con su guitarra dorada, un balón de fútbol. Sobre él sembraron una planta de marihuana que brotó como un símbolo de volver a su tierra; como un vaticinio de que su vida se haría eterna.

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Bob Marley era un hombre mestizo. Nació como fruto de dos semillas dispares. Su mamá, una mujer de 18 años y de origen africano, quedó embarazada de un hombre blanco de cincuenta años, capitán de un buque y de ancestros ingleses. Esta mezcla llevó a que Marley fuera discriminado muchas veces en su infancia. Para sus contemporáneos era un “mulato”, alguien despreciable por sus orígenes. No era suficientemente negro, ni tampoco suficientemente blanco. El niño vivía en un limbo del que no sabía cómo salir, aun cuando él se sentía totalmente negro.

Así pues, Marley se enfrentó a la violencia, al abandono de su padre y al éxodo. Tuvo que huir de su ciudad natal hacia la capital. Aguantó la exclusión y la incomprensión. El desarrollo de ese ídolo que se comenzaba a incubar fue extremadamente tortuoso. Vivía en un país totalmente árido en oportunidades para niños que, como Marley, buscaban crecer y soñar en grande. Él se ahogaba, de a pocos. Dejó la escuela y trabajó como soldador. Pero esa etapa duró poco. Un día se quemó el ojo y se prometió a sí mismo dedicarse a esa única cosa que lo salvaba de la asfixia: la música.

La música lo había hechizado a muy temprana edad. Salía a las calles y esperaba a que pasaran unos camiones que hacían magia. Los disyoqueis de la isla montaban en estos unos bafles gigantescos por todas sus calles y ponían la música a todo volumen. A cambio solo buscaban unas cuantas monedas. Marley se fascinaba. También se la pasaba pegado al radio. “No podíamos comprar discos”, dijo en una entrevista. Variaba, una y otra vez, entre las únicas dos emisoras de Jamaica. La música lo empujó a crecer.

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Tenía tan solo trece años cuando se juntó con Peter Tosh, Junior Braithwaite, Beverley Kelso, Bunny Wailer y Cherry Smith para formar su primera banda, The Wailers. Sus “lamentos”, como anunciaba su nombre, se regaban por toda la isla. Eran lamentos sobre una sociedad que los marginaba y que se caracterizaba por su enorme desigualdad. Esos brotes de una música nueva, extraña, una mezcla de ska con ritmos que ellos mismos se ideaban, se iba esparciendo por toda la isla, como hierba mala. O al menos así lo veían los políticos. Ellos tan tradicionales y tan blancos, se preocupaban por esos gritos revolucionarios que, en forma de música, iban contagiando cada vez a más gente. Los veían como una amenaza, una maleza que tenía que ser exterminada. Pero The Wailers respondía con su primer sencillo, Judge not, y cantaba: “Who are you to judge / And the life that I live?”.

Sin embargo, ni los gobernantes, ni la estigmatización de estos nuevos ritmos en países como Estados Unidos e Inglaterra, impidieron que sus letras se expandieran mundialmente. Pasaron 10 años para que The Wailers tocara por primera vez en Inglaterra, y unos cuatro más para que se interesaran por ellos en Estados Unidos. En 1972, el frío londinense los recibió con recelo. Su música chocaba con lo que escuchaban los europeos de los setenta. Los ignoraron muchas veces. Pero Marley, en un acto de fe, llegó a la disquera Island Records. Lograron consolidar un contrato que los impulsó a la fama. Esa “jungla de concreto” llamada Londres comenzó a escuchar una parte de su historia narrada por la cara oscura que siempre habían querido esconder.

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Las canciones de Bob Marley producían un efecto parecido a esa planta que él veía como sagrada, la marihuana. Una vez en una entrevista dijo: “la hierba es una planta, no es como el alcohol, el alcohol te hace ebrio, no te hace meditar, la hierba es conocimiento y conciencia”. Por eso era tan importante para los rastafaris, para esa religión en la que Marley había creído y predicado. La marihuana era su elemento más sagrado, la consumían diariamente y en cualquier lugar, aunque fuera prohibida. Así, Marley gritaba “Legalize it / Don't criticize it”. Afirmaba que todos los humanos podían consumirla y que era muy buena para toda la naturaleza. Dicen que fumaba 450 gramos a la semana y cada gramo lo consumía con veneración a esa planta que él creía que iba a salvarlo, a redimirlo.

Sin embargo, sus efectos medicinales no pudieron curarlo de una enfermedad que le descubrieron luego de jugar un partido de su tan amado fútbol. En este tuvo un inconveniente en uno de sus dedos en el que le descubrieron un melanoma maligno y le aconsejaron amputar el dedo. Se negó. Pero esa pequeña herida se convirtió en un cáncer que lo iba acabando poco a pocoNi las terapias de los mejores médicos ni su amada hierba pudieron servir de cura. Marley exhaló su humo sagrado por última vez el 11 de mayo de 1981. Su esposa le cortó unas de sus rastas, su “mayor símbolo de identidad”. Ella las regó por Etiopía, las enterró como un recordatorio de ese sueño que Marley plasmó en su música y por el que luchó toda su vida: ver “una África unida”, poderosa y emancipada.

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Por Manuela Cano Pulido

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