Este libro celebra los orígenes míticos. Cada obra de arte constituye una plegaria. Juntas, despiertan los hilos místicos de la memoria que se remontan al amanecer de la creación, a un momento cósmico en que las mujeres y el agua, como una sola fuerza generadora, daban vida y fertilidad a un mundo caótico y desolado. Del mito surgieron el orden moral y la cortesía, las conductas apropiadas, lecciones de vida de los dioses.
Al principio, según los Hermanos Mayores, todo era agua y oscuridad. No había tierra, ni sol, ni luna, ni nada vivo. El agua era la Madre Creadora. Era la mente dentro de la naturaleza, la fuente de todas las posibilidades. Era la vida naciendo, el vacío y el pensamiento puro.
En el primer amanecer, la Mamá Grande comenzó a hilar sus pensamientos. Depositó un huevo en el vacío y el huevo se convirtió en el universo. El universo tenía nueve capas: cuatro del mundo inferior y cuatro del superior, y el mundo central de los seres humanos como plano de contacto.
La Mamá Grande se fertilizó a sí misma y dio a luz a Sintana, un jaguar de cara negra, el prototipo del ser humano. En el primer amanecer, el universo todavía era blando. La Mamá Grande lo estabilizó clavando su enorme huso en el centro, ensartando las nueve capas en el eje del mundo. Los Señores del Universo, nacidos de la Mamá Grande, hicieron retroceder el mar e irguieron la Sierra Nevada en torno al eje del mundo. Entonces la Mamá Grande desenrolló una hebra de algodón de su huso y con ella trazó un círculo alrededor de las montañas, circunscribiendo así la Sierra Nevada de Santa Marta, que declaró ser la tierra de sus hijos.
De esta manera, el huso se convirtió en un modelo del cosmos. El disco es la Tierra, la hilaza es el territorio de la gente y las hebras individuales de algodón devanado son los pensamientos del Sol. El cono de hilo blanco representa las cuatro capas del mundo superior, pero debajo del disco el algodón es negro e invisible. El Sol, al moverse alrededor de la Tierra, devana el hilo de la vida y lo recoge en torno al eje del cosmos, las montañas de la Sierra Nevada, la tierra natal de los arhuacos, koguis y wiwas.
Hasta el día de hoy, los pueblos de la Sierra siguen fieles a sus leyes ancestrales —los mandatos morales, ecológicos y espirituales de la Mamá Grande— y todavía es un sacerdocio ritual de mamos lo que los guía e inspira. Creen y reconocen abiertamente que son los guardianes del mundo, que sus rituales conservan el equilibrio y la fertilidad de la vida. Son plenamente conscientes de que sus antepasados comunes, los taironas, libraron una guerra fiera pero fútil contra los invasores en 1591. En su reducto montañoso, aislados de la historia durante al menos tres siglos, optaron deliberadamente por transformar su civilización en una cultura consagrada a la paz.
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Hoy, cuando los mamos se pronuncian, inmediatamente resulta evidente que sus puntos de referencia no corresponden con nuestro mundo. Se refieren a Colón como si su llegada fuera un evento reciente. Hablan de la Mamá Grande como si estuviera viva; y para ellos lo está, resonando y manifestándose en cada instante bajo su concepto de aluna, una palabra que se traduce como agua, tierra, materia, espíritu generativo y fuerza vital. Lo que importa, lo realmente valioso, lo que le da sentido a la vida, no es lo que puede ser visto y medido, sino lo que existe en el reino de aluna, una dimensión abstracta de significado.
Los sombreros cónicos que llevan los hombres arhuacos representan las cumbres nevadas de los picos sagrados. Los vellos corporales de una persona son un eco de los bosques que cubren las laderas de la montaña. Cada elemento de la naturaleza contiene un significado más elevado, de modo que incluso la más modesta de las criaturas puede ser vista como un mentor, y el grano de arena más diminuto es un espejo del universo.
Los arhuacos no hacen ninguna distinción entre el agua dentro del cuerpo humano y la que existe por fuera de este. La sangre que fluye por sus venas no es diferente del agua que fluye por las arterias de la vida, los ríos de la Tierra. Ellos ven una relación directa entre la orina, la sangre, la saliva y las lágrimas, y las aguas de un río, un lago, una ciénaga y una laguna.
Y en esto sin duda están en lo cierto. Los humanos nacemos del agua, en un confortable capullo en el vientre de una madre. En la infancia, nuestros cuerpos están compuestos prácticamente de líquido. Incluso de adultos, solo una tercera parte de nuestro ser es realmente sólida. Si se suprimen nuestros huesos, ligamentos, músculos y tendones, se extraen las plaquetas y las células de nuestra sangre, el resto de nosotros, casi dos tercios de nuestro peso, limpio y purificado, fluiría con la facilidad de un río que corre hacia el mar.
Los mamos dicen que cada animal que habita la Sierra Nevada, al igual que cada hierba y cada árbol, sobrevive debido al mar. Todo está en equilibrio. El aire se transforma en viento, el viento se condensa en nubes, de las cuales se precipita la lluvia para recorrer la tierra a través de los ríos y regresar al mar, donde asciende de nuevo, transportada por el viento.
El hielo se forma en los picos más altos para enfriar el mar, que a falta de agua fresca podría calentarse demasiado. Pero si el mar se tornara demasiado frío, no podría generar la energía necesaria para brindarle luz y vida al mundo. Cuando un río desemboca en el mar, estas dos energías convergen, al igual que el hayo, la hoja de coca sagrada, reúne el poporo —un calabazo de las montañas— con la cal obtenida de conchas halladas en el mar.
Los ríos son como las personas. Cuando son pequeños, se les debe cuidar. Cuando crecen y se unen con otros arroyos, deben aprender a socializar y llevarse bien. A medida que aumentan su fuerza, deben retribuírselo a la comunidad, cediéndole un poco de su agua pero no toda. Al madurar, cuando entran en sus últimos años y se vierten en los océanos del mundo, están buscando regresar a la Madre Creadora, pues el mar es el útero de todos los orígenes.
En esta trama cósmica las personas son vitales, puesto que únicamente a través del corazón y la imaginación del humano puede manifestarse la Mamá Grande. Para los Hermanos Mayores, las personas no son el problema sino la solución. “Sabemos mucho más sobre la vida que los Hermanos Menores”, explica un mamo arhuaco. “Jamás destruiríamos un río, ya que hacerlo sería destruirnos a nosotros mismos”.
Para los indígenas del Vaupés, los ríos no son solo rutas para comunicarse; son las venas de la Tierra, el vínculo entre los vivos y los muertos, los caminos que recorrieron los ancestros al comienzo de los tiempos. Sus mitos fundacionales varían, pero siempre hablan de una gran peregrinación que provino del este, de canoas sagradas remontando el Río de Leche, remolcadas por anacondas gigantes. En las canoas venían las primeras personas, junto con las tres plantas más importantes: la coca, la yuca y el yagé, obsequios del Padre Sol.
Cuando las serpientes llegaron al centro del mundo, se tendieron sobre la tierra y se extendieron como ríos, formando desembocaduras con sus poderosas cabezas, desenroscando sus colas hacia cabeceras remotas y creando raudales y cascadas con las ondulaciones de su piel. Esto dio origen a la tierra natal de los makunas, barasanas, tanimukas, tucanos y todos los demás pueblos de la Anaconda.
Los makunas reconocen esta travesía primordial, pero ubican la génesis del mundo en una época aun más remota, cuando solo había caos en el universo. Espíritus y demonios conocidos como los Je acechaban a sus semejantes, copulaban sin pensar, cometían incesto sin consecuencias, se devoraban a sus propias crías. La Madre Ancestral, Romi Kumu, la mujer chamán, respondió destruyendo el mundo con fuego e inundaciones. Entonces, así como una madre le da la vuelta a una torta de casabe caliente en el budare, ella le dio la vuelta a aquel mundo anegado y calcinado y creó una matriz llana y vacía donde la vida pudiera emerger de nuevo. Romi Kumu abrió su útero para permitir que su sangre y su leche materna dieran origen a los ríos y que sus costillas se convirtieran en las cadenas montañosas de la Tierra. Como mujer chamán, dio a luz a un mundo nuevo: tierra, agua, bosques y animales.
En un relato de la creación paralelo, cuatro grandes héroes de su cultura —los Ayawa, ancestros míticos también conocidos como “los Truenos”— remontaron el Río de Leche, atravesaron la Puerta de Agua y, empujando ante ellos las trompetas sagradas de Yuruparí a manera de arados, crearon valles y cascadas. Los ríos nacieron de su saliva. Las astillas de madera que salieron despedidas por el esfuerzo se convirtieron en los primeros artefactos rituales y en instrumentos musicales. A medida que los Ayawa se dirigían al centro del mundo, las notas de las trompetas dieron vida a las montañas y las mesetas, los pilares y los muros de la maloca cósmica.
En cada recodo, los Ayawa se enfrentaron a fuerzas viles y demoníacas, espíritus mezquinos que se nutrían de la destrucción y codiciaban el mundo. Superando en ingenio a los monstruos y labrándolos en piedra, los Ayawa instauraron el orden en el universo, liberando la esencia y la energía del mundo natural en beneficio de todas las criaturas sensibles y de toda forma de vida. Luego, al sustraer el fuego de la creatividad de la vagina de Romi Kumu, le hicieron el amor, y entonces, plenamente saciados, ascendieron al cielo para convertirse en rayos y truenos.
Tras descubrir que había quedado embarazada, la mujer chamán descendió por el río hasta la Puerta de Agua del este, donde dio a luz a la anaconda ancestral. Con el tiempo, la serpiente desanduvo la tortuosa travesía de los Ayawa, retornando en cuerpo y espíritu a las riberas, las cascadas y las piedras, donde engendró al clan ancestral de los barasanas y los makunas, y a todos sus vecinos.
El mundo de los makunas comienza en las cascadas de Yuisi y termina en el raudal del Jirijirimo, en el río Apaporis. Las colinas de Taraira, las cascadas de Yuruparí en el río Vaupés, el cañón de Araracuara en el río Caquetá, los riscos escarpados más allá de Kanamarí: todos estos puntos de referencia físicos y geográficos están impregnados de la memoria del origen y permanecen vivos y vibrantes, como una geografía mítica escrita sobre la tierra. Cada lugar forma parte de un vínculo sagrado que evoca una era inconcebiblemente lejana en la que los Ayawa les entregaron a los humanos la energía pura de la vida, y encomendaron la eterna obligación de administrar el flujo de la creación a todos los pueblos de la Anaconda.
Para la gente que hoy habita los bosques del Apaporis y el Piraparaná, el mundo natural entero está colmado de significado y sentido cósmico. Cada piedra y cada cascada encarnan una historia.
Las plantas y los animales no son más que manifestaciones físicas de la misma esencia espiritual. De la misma manera, todo es mucho más de lo que parece, puesto que el mundo visible es un solo nivel de la percepción. Detrás de toda forma tangible, de cada planta y cada animal, hay un mundo de sombras, un lugar invisible para las personas comunes, pero visible para el chamán.
Aquel es el reino de los espíritus Je, un mundo de ancestros deificados donde las rocas y los ríos están vivos, las plantas y los animales son seres humanos, y la savia y la sangre son los fluidos corporales del río primigenio de la Anaconda. Ocultas entre los raudales, tras el velo físico de las cascadas, en el corazón de las piedras, están las malocas de los espíritus Je, donde todo es hermoso: las plumas brillantes, la coca, la totuma con rapé, que es además el cráneo y el cerebro del sol.
Es a este reino de los espíritus Je a donde el chamán se dirige durante los rituales. Al chamán barasana poco le interesan las plantas medicinales. Su deber y labor sagrada consiste en desplazarse por el reino atemporal de los Je, captar los poderes primordiales y canalizar y restaurar la energía de toda la creación. Es como un ingeniero moderno que se adentra en las profundidades de un reactor nuclear para renovar la totalidad del orden cósmico.
Dicha renovación es la obligación fundamental de los vivos. En la práctica, esto significa que los barasanas ven la tierra como algo potente, y el bosque como un ser viviente, colmado de seres espirituales y poderes ancestrales.Vivir de la tierra equivale a aceptar tanto su potencial creativo como el destructivo. Los seres humanos, las plantas y los animales comparten los mismos orígenes cósmicos, y en un sentido profundo son considerados esencialmente idénticos: sensibles a los mismos principios, obligados a los mismos deberes, responsables del bienestar colectivo de la creación.
No hay separación entre la naturaleza y la cultura. Sin el bosque y los ríos, los humanos perecerían. Pero sin gente, el mundo natural no tendría orden ni significado. Todo sería caos. Por esta razón, las normas que guían el comportamiento social también definen la manera en que los seres humanos interactúan con lo salvaje, las plantas y los animales, los múltiples fenómenos del mundo natural, el rayo y el trueno, el sol y la luna, el aroma de una flor naciente, el agrio hedor de la muerte.
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Todo está relacionado, todo está conectado, todo hace parte de una gran totalidad integrada. La mitología infunde significado a la tierra y a la vida, codificando expectativas y comportamientos esenciales para sobrevivir en el bosque, anclando cada comunidad, cada maloca, al espíritu profundo del lugar.
Estas ideas cosmológicas tienen consecuencias ecológicas muy reales, tanto en la manera en que vive la gente como en el impacto de esta sobre su entorno. El bosque es el reino de los hombres; el jardín, el dominio de las mujeres, donde dan a luz a las plantas y a sus hijos. Las mujeres atienden treinta o más cultivos y estimulan la fertilidad y la fecundidad de unas veinte variedades de frutos y nueces silvestres. Los hombres solo cultivan tabaco y coca, que siembran en caminos angostos y sinuosos a través de los terrenos de las mujeres, como serpientes entre la hierba.
Para las mujeres, el acto de cosechar y preparar el casabe, el pan diario, es un gesto de procreación y una forma de iniciación. El fluido almidonado que queda después de que el amasijo rallado es lavado por completo se considera sangre femenina que puede tornarse potable mediante el calor, y se bebe tibio como la leche materna. La fibra cruda de la mandioca se asemeja a huesos humanos. Calentado en el budare, moldeado por manos de mujer, el casabe es el medio por el cual los espíritus de las plantas silvestres se domestican para el bien de todos.
Como toda la comida, tiene un potencial ambivalente. Otorga la vida pero también puede traer enfermedades y mala suerte. Por lo tanto, nada que no haya pasado por las manos de una persona mayor, y sido bendecido y limpiado espiritualmente por el chamán, puede comerse. Entendida de esta manera, la comida es poder, puesto que representa la transferencia de energía de una forma de vida a otra. A medida que un niño crece, a él o a ella se le introduce paulatinamente en nuevas categorías de alimentos, y restricciones alimentarias severas marcan las principales etapas de la vida: los ritos de iniciación para el hombre, las primeras menstruaciones para una mujer, momentos de transición en los que el ser humano, por definición, entra en contacto con el reino espiritual de los Je.
Cuando los hombres van al bosque a cazar o pescar, nunca se trata de un suceso trivial. Antes de ello, el chamán debe viajar en trance para negociar con los amos de los animales y pactar un contrato místico con los guardianes del espíritu, un intercambio basado siempre en la reciprocidad. Los barasanas lo comparan con el matrimonio, puesto que cazar también es una forma de cortejo, una actividad en la que se busca la bendición de una autoridad superior para tener el honor de traer un ser precioso a la familia.
La carne no es un derecho del cazador, sino un obsequio del mundo espiritual. Al matar sin permiso se corre el riesgo de morir a manos de un guardián del espíritu, ya sea en forma de jaguar, de anaconda, de tapiro de águila harpía. El hombre en el bosque siempre es tanto predador como presa.
Los mismos protocolos sociales cautelosos y convenidos que mantienen la paz y el respeto entre clanes vecinos, que facilitan el intercambio de bienes rituales, alimento y mujeres, se aplican a la naturaleza. Los animales son parientes potenciales, al igual que los ríos y los bosques salvajes forman parte del mundo social de las personas.
La combinación de estas ideas y restricciones crea lo que esencialmente es un plan de manejo territorial inspirado en el mito. Tramos enteros del Piraparaná, hogar de varios cientos de especies de peces, son considerados zonas vetadas por razones espirituales. Las sanciones chamánicas, aunque inspiradas por la cosmología, tienen el efecto real de mitigar el impacto de los seres humanos en el medio ambiente. Y puesto que los eventos mitológicos que inspiraron dichas creencias perduran, el resultado es una filosofía viviente que realmente percibe al hombre, la mujer y la naturaleza como una sola entidad.
Todo esto cobra vida en las majestuosas ceremonias estacionales que reúnen a las familias del alto y el bajo Piraparaná y más allá. Se pasan días enteros sin descanso. En cuanto comienzan los rituales, el tiempo colapsa. Hay dos series de danzas, separadas por los momentos liminales del día: el amanecer, el atardecer y la medianoche. Los atuendos ceremoniales no son meramente decorativos. Una corona de plumas de oropéndola realmente es el sol, y cada una de sus plumas amarillas, un rayo de luz. Es la conexión literal con el espacio sagrado, las alas hacia lo divino.
Al ponerse las plumas, la corona amarilla del pensamiento puro, las plumas de la garza blanca de la lluvia, los hombres realmente se convierten en sus ancestros, al igual que el río es la anaconda, las montañas los pilares de la casa que es el mundo, el chamán cambia de forma, por momentos es depredador, y enseguida, una presa. Cambia de pez a animal a ser humano y vuelve a empezar, trascendiendo cada forma, convirtiéndose en la energía pura que fluye a través de todas las dimensiones de la realidad, el pasado y el presente, aquí y allá, en lo mítico y en lo mundano. Sus cantos llaman por su nombre a cada punto geográfico alcanzado durante la travesía ancestral de la Anaconda, topónimos que pueden rastrearse hacia el este con absoluta precisión, durante más de 1.600 kilómetros río abajo en el Amazonas.
Los blancos ven con los ojos, pero se dice que los barasanas ven con la mente. En las alas del trance, viajan tanto a los albores del tiempo como hacia el futuro, visitando cada lugar sagrado, rindiéndole homenaje a cada criatura, a la vez que celebran su más profunda percepción cultural: la comprensión de que los animales y las plantas tan solo son personas en otra dimensión de la realidad.
Quinientos años después de la conquista, Colombia sigue siendo hogar de más de ochenta naciones indígenas distintivas y vibrantes. Aunque son un pequeño porcentaje de la población total del país, se trata de una fuerza colectiva de dos millones de personas, alrededor de la misma cantidad de nativos que se cree que habitaba en Colombia al momento del contacto europeo. Ellos, y todas las generaciones que les antecedieron, han vivido tiempos sombríos. Todos son sobrevivientes de El Dorado. Y, sin embargo, en lo que solo puede ser descrito como un pequeño milagro, a lo largo de los años sus voces han sido acalladas pero nunca del todo silenciadas.
Que los makunas, los barasanas y todos los pueblos de la Anaconda hayan sobrevivido a décadas de explotación para finalmente convertirse en dueños de su destino, en etnógrafos de su propia vida, es una muestra de la sabia decisión tomada por el presidente Virgilio Barco y Martin von Hildebrand, quienes a partir de 1986 demarcaron no menos que 162 resguardos, estableciendo un sistema de reservas indígenas cuya área en conjunto es del tamaño del Reino Unido, con derechos de propiedad sobre la tierra que fueron formalmente codificados en la ley con la Constitución de 1991. Nada como esto, a esa escala, jamás había sido efectuado por un Estado nacional.
Que los mamos de los koguis, los wiwas y los arhuacos —descendientes directos en espíritu y convicción de los sacerdotes del sol de los taironas— estén vivos y a salvo, ocupándose cada mañana de orar por el bienestar de la Tierra y de toda la humanidad, es un testimonio de la fuerza y la perdurable resonancia de la vida de los indígenas en Colombia. Que hoy tengamos acceso a dichas devociones rituales, a semejante universo de fe, a menos de dos horas en un vuelo comercial desde Miami, en las laderas de un macizo volcánico que posee cada uno de los ecosistemas principales del planeta, en caseríos orientados hacia las mismas costas en las que Colón desembarcó en 1499, sugiere una continuidad de conocimiento, sabiduría y tradición que solo puede inspirar asombro y esperanza.
Tal vez este sea el sentido y el propósito final del mito, voces ancestrales que se extienden hacia el futuro para informar a los vivos. Romi Kumu y la Madre Creadora vigilándonos todavía, dejando que los ríos fluyan, llenando la tierra de vida, nutriendo a los jóvenes y regando el mundo con la gracia, la sabiduría y el poder de las mujeres, las Hijas del agua.