Historiar la ficción

Reseña de “Cartas abiertas”, la novela más reciente de Juan Esteban Constaín.

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Juan Sebastián Padilla Suárez
28 de enero de 2024 - 08:36 p. m.
Juan Esteban Constaín
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Foto: David Rugeles
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Cartas abiertas (2022), la más reciente novela de Juan Esteban Constaín, urde una historia de difícil sencillez argumental que descubre el caso de Marcelino Quijano y Quadra, cosmopolita payanés iniciado en la truquería del azar y devoto lector (desde pequeño) de periódicos viejos cuyos remotos sucesos narrados tenían para él plena vigencia, si no histórica sí literaria, y profesaba la afición, que servía al mismo fin de los periódicos, de compilar cartas ajenas que compraba o hallaba en rincones conocidos o lugares insospechados. También las robaba. Ambas pasiones, aparte raras y curiosas, eran fuente inagotable para sus invenciones a máquina, pues creía que las gastadas noticias de los periódicos, los dramas y las dichas de las cartas y el destino corrosivo que nos congela estaban hechos de la misma materia secreta y fantástica.

La imagen de una escena paradójica y poética: en el Frente Occidental de la Gran Guerra, Ernst Jünger y Robert Graves, escritores extraviados en la carnicería del combate. En los intersticios de esa matanza se topan y el camarada del británico le pide cigarrillos al alemán. Luego del encuentro apunta Jünger, no sin sorna, lo insólito que es estarse matando por más de un año y pedirse fuego cuando hay tregua. Junto a esa, otra imagen: la escena de los dos escritores confesando en sus diarios el asombro por una campana que restañe en el mismo instante en que se detiene la tempestad de acero. Ambos la escucharon el mismo día y en el mismo sitio.

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Ese es el comienzo. En adelante el lector queda desamparado entre la incertidumbre y la ambigüedad, entregado al encanto del artificio, perdido en las fronteras entre realidad y ficción, sin saber dónde acaba una y dónde empieza la otra. No hay límites precisos. Aun así, página tras página, acepta con culposa satisfacción —o no— ese juego de verosimilitud y certeza, esa trampa novelesca en la que las indeterminaciones se precisan con referencias reales. El encuentro en la trinchera entre Jünger y Graves es el primer hecho histórico señalado, y sabemos que combatieron en la guerra, bueno, pero no nos consta que hayan coincidido. No importa, esa es la cuestión: la novela utiliza los resquicios del pasado como material narrativo.

Y todo se va haciendo tan factible que se nos presenta a un personaje que, sospechamos, pudo ser real, y que la intriga, de hecho, nos empuja a googlearlo. Ese es Marcelino Quijano y Quadra, de facha impoluta y trazos judíos, aunque no lo era. Un invencible del arte infinito de los naipes, sin ser ludópata. Nomás acumulaba dos derrotas. El dinero que tenía lo debía a las victorias en el juego. Hombre raro de alma intemporal, basta decir que utilizaba guías turísticas con más de doscientos años para instruirse en la evasión de los tumultos. Y además de tahúr, hacedor de ficciones. Su vigor e intelecto los consagró a tejer las costuras del reverso de las cosas con los hilos que quedan sueltos, esas mismas cosas que parecen familiares pero que vistas desde los ojos apropiados encandilan por esa seductora extrañeza. Como el muerto que nos asusta cuando regresa.

Empezó leyendo periódicos y revistas que su abuelo coleccionaba en tomos. Las noticias y los hechos que seguía eran de hace un siglo. O dos. Ningún tiempo es pasado, insistía. Así aprendió a despreciar el interesado afán por los hechos actuales. De muchacho reseñó en su primer cuaderno el nombre de Cesarine Louvière, empleada de una joyería parisina que fue muerta a manos de uno ladrones belgas. El asesinato había ocurrido hacía 50 años, en el siglo XIX, aunque eso estaba de más. Era un crimen por resolver y punto. Y se dio a la tarea. Caso parecido fue el de un loco que acosaba a una afamada soprano de la época; según el periódico que registraba la noticia, el acusado, después de ser capturado, debía esperar el parte psiquiátrico que definiría su suerte, pero Marcelino no buscó la edición de la semana siguiente para conocer la decisión médica, no, él mismo escribió el diagnóstico. Hacía literatura con esos montones de ayeres empolvados en gacetas.

También escribió —o reinventó, más bien— el amorío de dos de sus profesores de la infancia, la señorita Chaparro y Mesié Dupont, y lo hizo apenas sabiendo de oídas que se fugaron juntos del pueblo, nada más sabía, pero había quedado con las cartas que los enamorados se enviaron en la clandestinidad del engaño. Así descubrió que allí, en las cartas, había un copioso material que, mezclado con las tramas de los periódicos, proporcionaban nuevos destinos y nuevas historias que él podía conspirar en sonatas, y así “perderse en la vida de los otros”. Y como los designios del tiempo son inescrutables, años más tarde tendría un idilio parecido con la hija de un cónsul francés, con quien sostuvo por varios meses un enamorado intercambio epistolar, esa conversación silenciosa que es síntoma de un buen cariño.

A Marcelino Quijano y Quadra le gustaba cultivar su vida como si fuera una ficción, reunía los trozos dispersos de otras memorias y cifraba a su antojo nuevos relatos, con todo el artificio calculado, sí, pero también con tierno candor de aficionado. No en vano Constaín lo muestra sentado en la mesa de una taberna, ensimismado en ensamblar los fragmentos de una campana, la misma que repicó el 22 de diciembre de 1915; buscaba devolverle la voz a la misma campana que escucharon Jünger y Graves. Marcelino quería reescribirlo todo, era un nostálgico de las alegrías pasadas y aun de las angustias. Por eso juntaba esos destinos esparcidos en las cartas robadas y en los periódicos coleccionados, le gustaba—creo que lo necesitaba— imaginarse vidas enteras a partir de esos pedazos. Y si debía su riqueza a las barajas, debía del mismo modo su prestigio al impecable trabajo de modificar el pasado.

Como el azar es tuerto y caprichoso, quiso que Marcelino pasara de alterar las vidas ajenas en el papel a desviar el destino de las personas. Los fragmentos de vida que poblaban las cartas eran tan enternecedores, unos, y tan desgarradores, otros, que era imposible solo detenerse en el deleite de la lectura, había que intervenir, “aliviar la carga”, según le enseñó Karina Garabundo, su socia y mecenas. Le aprendió a su amiga de Buenos Aires el arte honrado de robar cartas ajenas, el divino oficio de juntar los hilos del mundo para trenzar las costuras olvidadas que causan las tragedias. ¿Cuál es la ventura de la correspondencia robada, aquella que no se pierde en el camino por descuido del cartero o negligencia de la empresa de correos, sino que, por hambre de ficción, es sobornada para ser leída? Jugaban a ser Dios.

Hay otro incidente transpuesto a la ficción o, lo que es lo mismo, deformado por ella. El episodio de una de nuestras tantas vetustas agrieras nacionales, de una procesión carnavalesca de los altos trapecistas de la comparsa política: la guerra declarada por el Estado Soberano de Boyacá al entonces Reino de Bélgica en 1867 y resuelta en términos folclóricos más que pacíficos en 1988. No es cuento, así fue, por increíble y delirante que parezca. O supongamos que así fue. Y rumora Constaín que Marcelino Quijano y Quadra fue artífice de ese conflicto internacional que amenazaba con hacer estallar, a más de nueve mil kilómetros de distancia, las caucheras roñosas de Boyacá. Cómo dudar de la veracidad del dato si la tercera página del libro nos recibe con dos recortes de titulares de prensa que anuncian el cese silencioso de hostilidades entre Boyacá y Bélgica. Pero la anécdota de la guerra belgo-boyacense es cierta, que Marcelino se haya confabulado con un embajador para fabricar misivas que justificaran la paz, es otra cosa. A lo mejor sí. O no.

Sobra aludir otros episodios, ojalá esta nota sirva de incitación. En cambio, sí vale la pena decir que en Cartas abiertas la historia y la ficción comparten la circunstancia de ser relato, todo es un impreciso laberinto de conjeturas y cuadros históricos, una narración que confunde con apacible complicidad elementos verídicos y ficticios. Y en esa emocionante y trepidante cadena de hechos, el lector se pierde y no sabe qué es mentira y qué es verdad. Aparecen personajes de la vida nacional, como políticos y literatos, involucrados en situaciones inciertas; hay fechas y lugares que las enciclopedias registran, mas no por eso resultan fiables; hay un actor con foto y todo: el polaco José Wegrzyn; y figuran circunstancias auténticas, como el secuestro de Álvaro Gómez Hurtado.

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Constaín es el polimorfo de tres cabezas del que habló Nabokov, es un hechicero que distorsiona la verdad histórica para revelar verdades más sólidas y ricas que las unívocas y monolíticas verdades inobjetables. Verdades más entretenidas, es lo importante aquí. A lo mejor es la ficción la encargada de alumbrar la historia y la de Constaín es una versión entre tantas. Y de ese raro hechizo nos dejamos embobar: suspendemos la desconfianza habitual y nos entregamos sin dudar de las mentiras que parecen comprobables y recordables. Novalis dijo que “las novelas surgen de las limitaciones de la historia”, por eso la de Constaín es valiosa como forma conjetural para imaginar y completar los hechos que alimentan los relatos históricos, para concluir lo que hace falta.

Va quedando claro que la obsesión por reescribirlo todo no es de Marcelino Quijano y Quadra, sino de Constaín, lo delata la necesidad de recuperar esos momentos privados que las cronologías no han sabido documentar, incluso aquellos momentos que no han sido documentados; lo delata, también, el contraste de su literatura con la retórica del pragmatismo excesivo, aquella fervorosa de la inmediatez noticiosa. Invoquemos un verbo maldito: historiar. Historiar la ficción porque la historia no puede explicarse a sí misma; por eso Constaín no la imita, la cuenta de manera diferente; y al contarla con algo nuevo, la enriquece; y al enriquecerla, la bifurca. Tal vez sea la hora de leer la historia desde las claves de la ficción para encontrar verdades esenciales, así sea como acto de fe.

Dos reparos. A veces el narrador, que interviene como personaje, comete algunas intromisiones en las anécdotas o historias que refiere, dando juicios o, lo que es peor, excediéndose en los detalles. Hay autores que ahondan en pormenores para conseguir mayor credibilidad en la narración; sin embargo, tropiezan con lo contrario. Y no sé si por ingenuidad o astucia creen que matizando las frases con algún subterfugio como “me contaron” o “lo escuché” o “lo vi” el lector aceptará o ignorará el descuido. Alguien ya lo advirtió: la memoria no es fiel a los hechos. Por eso no conviene desbordarse en minucias. La segunda observación cuelga de la primera: hay digresiones demasiado extensas que demoran la inferencia del relato. Desde luego, nada de lo dicho alcanza a enturbiar la claridad con la que esta novela ilumina el rostro de quien la lee.

Por Juan Sebastián Padilla Suárez

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