El pensador que transmitía sus ideas a través de un pincel, como lo describió Mónica Meira, su esposa, creció entre dos mundos. Nació en Colombia y, a muy corta edad, se trasladó a Nueva York por el trabajo de su padre. Fue allí donde, tras visitar el Museo Metropolitano de Arte y mientras bajaba por los escalones de regreso a la Quinta Avenida, decidió ser artista.
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Estudioso desde muy pequeño, Cárdenas entró a la Rhode Island School of Design, estando en el centro del movimiento modernista en Nueva York, con el expresionismo abstracto de Jackson Pollock y el naciente pop art. Presenció de cerca este momento de la historia del arte y fue parte activa de la historia mundial: fue reclutado en la división 101 de paracaidismo como ingeniero de combate, durante la guerra de Vietnam.
Al regresar a Colombia se reencontró con La vorágine, de José Eustasio Rivera, el libro con el que aprendió a hablar español. Tuvo cierta dificultad al principio para entrar al mundo del arte, por lo que empezó su carrera como caricaturista en el diario La República.
Le interesó la vida política y retrató la realidad del país en sus caricaturas, publicando, entre muchas otras, una sátira del escudo de Colombia con la que criticó el manejo dado al problema del narcotráfico en el país bajo el gobierno de Guillermo León Valencia. En la imagen, la cintilla que cargaba el presidente decía “calumnias que abrillantarán nuestras reputaciones”; por esta crítica, fue recluido durante horas en una celda del DAS.
Pero este bache en su camino como generador de opinión con las imágenes y los trazos no lo alejó de su vocación: mantuvo su pasión por el dibujo y se dejó impregnar de las ideas y obras de grandes maestros como Leonardo Da Vinci, Johannes Vermeer y Miguel Ángel, explorando la figura humana y el misterio de la existencia.
“Era una persona muy cuidadosa, con una técnica impecable y buscaba siempre hacer una obra realmente fascinante y digna de estar en cualquier museo del mundo”, recordó Mónica Meira, con quien compartió sus obras, críticas y conceptos sobre el arte.
Esta búsqueda por la obra fascinante hizo que se tomara su tiempo con cada una de sus creaciones. Su hija, Verónica Cárdenas, contó para El Espectador que su padre bajaba a su taller y elegía, entre los cuadros que tenía, el que “le hablara” ese día. Era un crítico implacable de su trabajo, borrando, ajustando y recreando cada uno hasta que estuviera listo.
Solo algunas de sus piezas fueron resueltas y terminadas en un tiempo que, para él, fue récord: tuvo apenas un mes para diseñar el billete verde de $5.000 con el rostro de José Asunción Silva en el frente. Tras el robo al Banco de la República en 1994, la institución tuvo que acelerar la producción de la nueva gama de billetes, saliendo al mercado en 1995. Un año después, también diseñó el billete de $20.000: era azul y tenía el rostro de Julio Garavito.
Según su hija, su esposa y Cárdenas en algunas entrevistas, él no buscaba la fama; prefirió mantenerse fiel a sus ideas, convirtiendo el autorretrato en un punto fuerte de su corpus artístico, del cual mencionó que “es mucho más que una imagen reconocible del pintor. Debe ir más allá de lo reconocible”, en una entrevista para la revista Bocas en 2024.
Para la escritura de este homenaje, su hija recordó un retrato familiar que Cárdenas duró trabajando toda su vida usando fotografías, ya que no le gustaba tener modelos en su taller porque se sentía observado. Para esa obra en particular, investigó los árboles genealógicos y la procedencia de cada uno de los personajes que poblarían el lienzo.
Este pensador fue dueño de un humor punzante que se evidenció en sus caricaturas —que incluso siguió realizando para su divertimento después de salir de los medios— y tuvo un amplio conocimiento de la historia del arte, con el que pudo realizar obras que se enmarcaron en el Modernismo, movimiento que, para él, era la manera de representar lo que sucedía en el cerebro humano.
Ana Cárdenas, curadora de la galería La Cometa —que acogió una exposición de Juan Cárdenas en mayo de 2024—, dijo para este diario que, en las conversaciones con el artista, él mencionó que su arte no respondía a lo que los críticos exigían, sino que, con el uso de las técnicas tradicionales, abrió la puerta a una representación compleja y amplia de los fenómenos de la existencia.
Siguió los pasos de Da Vinci al utilizar el dibujo como una manera de registrar las cosas que pasaron por su mente. Se sentó a dibujar —tomando la herramienta con cualquiera de las dos manos— para estimular su subconsciente y anotó cada evolución de sus ideas hasta que llegó a un punto de madurez.
También se desempeñó como docente en varias instituciones como la Universidad de Los Andes —donde conoció a Mónica Meira— y academias de Estados Unidos.
En mayo de 2024 presentó una exposición de 33 de sus obras con una retrospectiva en la galería La Cometa de Bogotá, y en agosto de este mismo año, presentó una muestra de piezas selectas en el Museo del Tolima, donde resaltó la labor de la institución, ya que le quitaba el protagonismo que había tenido Bogotá en la cultura nacional: “La cultura debe venir de todo el país”, dijo en entrevista para el museo.
Su interés académico por la historia del arte y su gran habilidad para el dibujo y la pintura lo sacaron del país en múltiples ocasiones, situación por la cual, según cree Ana Cárdenas, su trabajo no se conoció tanto en Colombia.
A pesar de su ausencia, Juan Cárdenas Arroyo entró como un referente a los libros de la historia del arte de Colombia y recibió múltiples reconocimientos, como el Premio Nacional de Pintura en 1974 —apenas un año después de presentar su primera exposición— y la Orden de Boyacá en 2022.
Su obra, sutil pero llena de comentarios sobre la condición humana, algunos hasta criticones, como mencionó para el Museo del Tolima, se expandió a través de cientos de lienzos que pasaron por el arte abstracto, las representaciones religiosas y los retratos, que, en ocasiones, referenciaron a maestros como Diego Velázquez.
Juan Cárdenas Arroyo, aquel estudioso del arte que viajó para seguir las exposiciones de Vermeer, que creció entre dos países y nutrió su arte de lo que vivió y pensó en cada lugar, buscó el mundo particular de cada artista, el lenguaje que lo distanció de sus congéneres y, con las técnicas tradicionales, creó un trazo que lo inmortalizó.