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“In memoriam”, Hugo Zapata (Meninas frente al espejo)

El escultor, arquitecto y artista plástico quindiano falleció el pasado 3 de junio, a sus 80 años. Zapata fundó la Escuela de Artes de la Sede de la Universidad Nacional en Medellín y dejó un amplio legado escultórico.

María Elvira Ardila

04 de junio de 2025 - 05:28 p. m.
La obra de Hugo Zapata ha sido galardonada en múltiples ocasiones y exhibida en países como Alemania, Chile, Francia y México.
Foto: Cromos
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Esta semana falleció el escultor Hugo Zapata, reconocido por su trabajo en materiales como la lutita negra pulida. En varias ocasiones trabajé con él en exposiciones: fui comisaria durante su presencia en la 23ª Bienal Internacional de São Paulo y curé su muestra “Cantos a la tierra”. Visité su taller y su casa, ubicada en La Ceja, Antioquia. Allí, al aire libre, varios ayudantes esculpían y pulían esas piedras negras con vetas cafés y amarillas que me hacían pensar en escrituras codificadas por la cordillera. Las esculturas, aunque solitarias, se asociaban entre sí construyendo un territorio simbólico, una geografía atemporal inscrita en las montañas de Antioquia.

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No había contradicciones en su intervención: las rocas eran extraídas de las canteras, al igual que su lenguaje nacía del interior, de una necesidad emocional de comunión con la naturaleza. Su taller, atravesado por un río, estaba inmerso en la montaña, y desde la terraza se asomaban ardillas de cola roja y tucanes de pico verde que exaltaban la exuberancia del paisaje. Paisaje que habitaba tanto fuera como dentro de él. Su casa, anclada en la montaña y rodeada de bosque, parecía parte de esa misma obra viva.

Casi toda la primera parte de su trabajo, durante los años setenta, estuvo marcada por las serigrafías: imágenes que exploraban formas orgánicas y ya anticipaban su diálogo con la piedra. Aunque entonces usaba papel y tinta, había allí una pulsión telúrica, como si presintiera que su verdadero lenguaje aún dormía dentro de las rocas.

En los años ochenta, su obra dio un salto radical hacia lo tridimensional. Primero fueron pequeñas cajas de metal que contenían minerales, fragmentos de tierra y semillas. Zapata descubrió en ellas una suerte de pequeñas geografías. No eran simples superficies: eran paisajes interiores. En el fondo, su trabajo abordaba de otra forma el antiguo problema del paisaje. Pero él no pintaba montañas: las traía consigo, las pulía, las dejaba hablar.

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Frente a la escultura geométrica y racionalista de artistas como John Castles, Ronny Vayda o Alberto Uribe —que dominaba Medellín en los años setenta y ochenta— su obra fue una afirmación de lo orgánico, lo estelar, lo mineral. Además, fue uno de los impulsores de la Facultad de Artes de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, y su primer decano. Desde allí ayudó a gestar un pensamiento artístico que entendía el arte no como representación, sino como una práctica enraizada en el territorio, en los materiales, en la experiencia directa con el mundo.

Su primer contacto con la tridimensión surgió en Bahía Solano, donde Adrián, un brujo local que le regaló una piedra con forma de “santico”. Al llegar a Medellín la examinó en el laboratorio de geología de la universidad y descubrió que era una talla natural. De esa experiencia nació su primera escultura en piedra. El estudio de las rocas y los minerales siempre estuvo presente en su vida: de niño coleccionaba piedras del río Magdalena durante paseos familiares.

En 1989 recibió uno de los premios del XXXII Salón Nacional de Artistas Colombianos en Cartagena. Presentó una escultura atravesada por un canal de mercurio, quizás una alusión temprana a la contaminación de los ríos por ese metal. Era también una imagen inquietante: el mercurio como espejo líquido, como herida brillante dentro de la piedra, como uno de los elementos que usan los mineros en la extracción del oro.

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Para la Bienal de São Paulo propuso una instalación titulada “Espejos del agua”, con piedras, rayos láser y estrellas, en alusión a las constelaciones visibles en Brasil durante la época de la exposición. Aunque no logró instalar el proyecto como lo concibió, y las estrellas no podían verse en el recinto, el agua sobre las piedras reflejaba una geografía imaginaria que evocaba el cielo. Esa imagen del agua como espejo del cosmos se volvió recurrente en su obra.

En 2013 presentó “Cantos a la tierra”, esculturas solitarias de gran formato —al punto que un espectador podía sentarse en ellas— y una instalación que tomó como referente los cuatro vientos o puntos cardinales para estructurar “Manjong”, una obra compuesta por cuatro piedras que, precisamente, aludían a esos puntos del espacio. El nombre proviene del juego chino mahjong, que constaba de cuatro piezas principales. En el juego, los contrincantes se ubicaban en los puntos cardinales con el objetivo de encontrarse en el centro, como si la partida fuera también una metáfora de convergencia y equilibrio. Zapata recuperó esta idea ancestral de orientación y confluencia para construir una instalación donde las piedras dialogaban entre sí, convocadas por las fuerzas del viento y del tiempo.

Su escultura también tuvo un carácter arquitectónico; no en vano su formación inicial. Un ejemplo fue la instalación “Corro”, conformada por más de 100 piedras que evocaban menhires, canaletas y estrías, elementos que él consideraba los primeros objetos del paisaje y punto de partida de la arquitectura.

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Después de esta muestra, una pérdida marcó profundamente su vida: su esposa falleció de cáncer. Su ausencia dejó una herida silenciosa, pero también una presencia constante en su obra. Muchos de sus trabajos posteriores tuvieron una dimensión íntima, una quietud contenida que habló de ese duelo, de esa ternura persistente, de la compañía que seguía existiendo más allá de la muerte. La piedra, nuevamente, fue refugio y testigo. En su forma callada y densa, supo sostener ese dolor sin decir palabra, dejando que el arte hiciera lo que a veces las palabras no pueden.

Zapata logró una fusión profunda entre la escultura y lo orgánico. Sus obras no fueron solo objetos, sino también expansiones del paisaje, formas que nacieron de la tierra y a la vez la interpretaron. Él no impuso formas a la piedra: escuchó sus sonidos, observó sus vetas. La sedujo, la pulió, la talló con respeto. Dejó que le hablara. Porque entendió —y esto lo aprendí viéndolo trabajar— que la piedra guardaba memorias milenarias y que contenía escrituras del tiempo y símbolos que no habíamos olvidado del todo. Y ahí, justo ahí, fue donde vivió el arte de Hugo Zapata.

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En la galería Sextante, que representó su obra, pueden verse algunas de sus piezas.

Por María Elvira Ardila

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