Impermanencia (Opinión)
Cuando Hemingway se fue a vivir a París, mientras trabajaba como corresponsal de un periódico, empezó a escribir sus primeros relatos.
Juliana Londoño
En un acto de confianza y, quizás, de aprobación, le compartió sus manuscritos a Hadley (su pareja de entonces) y ella en un viaje en tren hacia Lyon perdió la maleta en la que estaban. Cuenta uno de sus biógrafos que este hecho lo dejó devastado. Con toda la razón: había puesto sus esperanzas, sus recuerdos y su piel completa en aquellos escritos.
Unos meses después, publicarían su primer libro, Tres relatos y diez poemas. De esos trece, solo dos quedaron de la pérdida de la maleta. Lo demás es historia: Hemingway se convertiría, poco a poco, en un escritor reconocido en vida.
Unos días atrás, le escribí a una buena amiga de la universidad con la que no conversaba hacía tiempo. Nos contamos en un par de renglones —como si todo cupiera ahí— en qué estábamos. No era ella la misma, ni yo tampoco; pero guardábamos como un tesoro esos años en los que fuimos tan cercanas, como un viaje que se recuerda mucho y se anhela repetir, pero ya no es posible. Éramos dos extrañas que conocían sus ropas viejas.
Hace poco leí que la vida es una lección de impermanencia. Nunca una definición me pareció tan certera y poderosa. Lo que sentíamos ayer por esos que creímos irremplazables, el tiempo supo evaporarlo. Lo que nos acongojaba, ya no es más que una mueca insulsa. Incluso, aquello que nos causó una dicha tan misteriosa se ha convertido en pasado perfecto.
Somos la maleta perdida de Hemingway: un día estamos a salvo y al otro divagamos por estaciones sin conocer el rumbo; con el peligro o la fortuna —quién sabe— de extraviarnos para siempre. Somos esos relatos que nunca más pudo volver a escribir, por mucho que lo intentara (si es lo que lo hizo) porque por más que la forcemos, la vida no vuelve a ser la misma dos veces. Somos esa conversación de dos renglones, que alguna vez fue constante y pareció para siempre. Un día somos el amor de alguien y al otro, apenas una canción para recordar. Un día somos los que temen y al otro, los que saltan. Así con todo.
Nuestro estado definitivo es el de la impermanencia, aunque nos creamos —casi todo el tiempo— dueños de la eternidad.
En un acto de confianza y, quizás, de aprobación, le compartió sus manuscritos a Hadley (su pareja de entonces) y ella en un viaje en tren hacia Lyon perdió la maleta en la que estaban. Cuenta uno de sus biógrafos que este hecho lo dejó devastado. Con toda la razón: había puesto sus esperanzas, sus recuerdos y su piel completa en aquellos escritos.
Unos meses después, publicarían su primer libro, Tres relatos y diez poemas. De esos trece, solo dos quedaron de la pérdida de la maleta. Lo demás es historia: Hemingway se convertiría, poco a poco, en un escritor reconocido en vida.
Unos días atrás, le escribí a una buena amiga de la universidad con la que no conversaba hacía tiempo. Nos contamos en un par de renglones —como si todo cupiera ahí— en qué estábamos. No era ella la misma, ni yo tampoco; pero guardábamos como un tesoro esos años en los que fuimos tan cercanas, como un viaje que se recuerda mucho y se anhela repetir, pero ya no es posible. Éramos dos extrañas que conocían sus ropas viejas.
Hace poco leí que la vida es una lección de impermanencia. Nunca una definición me pareció tan certera y poderosa. Lo que sentíamos ayer por esos que creímos irremplazables, el tiempo supo evaporarlo. Lo que nos acongojaba, ya no es más que una mueca insulsa. Incluso, aquello que nos causó una dicha tan misteriosa se ha convertido en pasado perfecto.
Somos la maleta perdida de Hemingway: un día estamos a salvo y al otro divagamos por estaciones sin conocer el rumbo; con el peligro o la fortuna —quién sabe— de extraviarnos para siempre. Somos esos relatos que nunca más pudo volver a escribir, por mucho que lo intentara (si es lo que lo hizo) porque por más que la forcemos, la vida no vuelve a ser la misma dos veces. Somos esa conversación de dos renglones, que alguna vez fue constante y pareció para siempre. Un día somos el amor de alguien y al otro, apenas una canción para recordar. Un día somos los que temen y al otro, los que saltan. Así con todo.
Nuestro estado definitivo es el de la impermanencia, aunque nos creamos —casi todo el tiempo— dueños de la eternidad.