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“In my solitude”, una canción en la voz de Billie Holiday

Una canción, en la voz de Billie Holiday, sirve de antesala a una primera sesión de análisis. Seguimos en los relatos íntimos que generan preguntas. Esta vez sobre la música, el inconsciente, la cultura, las mujeres y la soledad.

Julia Díaz Santa

30 de septiembre de 2023 - 01:28 p. m.
Hay un portarretrato con una foto de Anna Freud y de su padre Sigmund. Él le señala algo, ella tiene una boina. Me siento en una silla de madera con un tapizado azul oscuro. Respiro.
Foto: Cortesía
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Abro la puerta que está sin seguro y entro a la salita de espera. Ahí dentro suena Libertango, de Astor Piazzolla. Me acerco a una mesa de madera que está en la esquina derecha. Veo mis libros, escucho mi música. Hay un portarretrato con una foto de Anna Freud y de su padre Sigmund. Él le señala algo, ella tiene una boina.  Me siento en una silla de madera con un tapizado azul oscuro. Respiro.

Mientras escribo, reconstruyo las portadas de La Vergüenza, el Acontecimiento y El Lugar. Bajo el Agua Viva de Lispector, los libros de Annie Ernaux me hicieron sentir en casa. No es la primera vez que me entusiasmo a primera vista. Pero es inédito que me ocurra en un consultorio. Los enamoramientos son pasajeros. Enamora, miento. Nos enamoramos de lugares, personas, hábitos, oficios.

In my solitude, you haunt me with reveries of days gone by. En mi soledad, me perseguís con tremenda facilidad. Interpreto a mi gusto los versos que después suenan en la boca de Billie Holiday, a un volumen muy bajo, en esa salita de espera.

Intento seguir la letra: I sit in my chair, filled with despair. Nobody could be so sad. Palabras añadidas por Eddie DeLange e Irving Mills, que nacen de forma única en la voz de Holiday sobre ese jazz compuesto por Duke Ellington, en 1934. “Me han dicho que nadie canta la palabra «hambre» como yo. Ni la palabra «amor». Tal vez yo recuerde lo que quieren decir esas palabras. Ni todos los Cadillac y visones del mundo -y he tenido unos cuantos- pueden lograr que las olvide”, dijo ella una vez.

Antes de esa primera cita, no conocía en persona a mi futura analista. Solo había visto su foto de perfil en el WhatsApp. Una señora que, por el nombre y el semblante, me recordó a la mamá de una de mis amigas de la universidad. Pelo con canas, peinado liso, impecable, rostro pálido, alargado, nariz perfilada. Chaqueta clara, abullonada, gafas oscuras.

Mi amiga de la universidad es obsesiva por el orden, la limpieza y su franqueza resulta grosera la mayoría de veces. Entonces la asocié a ese “tipo de mujer”. Impresión que se disipó, de forma considerable, en esa antesala.

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Para escribir esto, vuelvo a ver la foto. En el fondo de la imagen está la escultura del Quijote y Sancho Panza. Es ella en la Plaza España de Madrid. Por la ropa que lleva debió ser tomada en un invierno o en un otoño, quizás.

Busco información: es un monumento conmemorativo, resultado de un concurso nacional que citaron por los trescientos años de la muerte de Cervantes, en 1916. No puedo evitar recordar que el Quijote, ese demonio que Sancho Panza logró apartar de sí mismo a través de la escritura, como lo mostró Kafka en un microrrelato, es una figura reiterada en mi infancia. Subrayo la palabra escritura. Como Sancho, he recurrido a ella siempre. Antes que a cualquier analista.

Exponer que decidí ir a terapia todavía me da cierto pudor. Creo que eso tiene que ver más con la resonancia de las opiniones de mi padre sobre la gente que va a este tipo de consultas, que con una convicción propia. Él suele hacerme bromas ligeras, y pesadas, cuando le comparto alguna interpretación analítica de ciertas crudezas del pasado familiar. ¿Hay algún pasado que no sea inclemente? Bromear es una de las formas de nuestro afecto.

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Para perder el rubor, llamé a una amiga psicóloga. Ella apeló a referencias de sus otros colegas y me dijo que quizás esa analista tendría un “nivel adecuado de conversación” para mí. Escribo la palabra nivel y trato de cambiarla. Fue el término que ella usó, pero tiene adscrito una valoración que me resulta incómoda. Más allá de eso, no puedo refutar que el acceso al lenguaje es un proceso que diferencia y a la vez hermana a unos y otros.

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En ese momento no sabía que mi analista era músico. Música. Dicen que Ellington creó en veinte minutos la partitura de In My Soltiude, “apoyado en un recinto de cristal mientras esperaba a que otra banda terminara su sesión de grabación”. Se invierten muchas décadas para aprender a hacer un buen dibujo en unos pocos segundos, señaló Paula Scher.

G. entró por fin a la sala de espera en la que Billie Holiday seguía dando su concierto. Estábamos en el segundo nivel del edificio Martínez Naranjo en Cali. Pasamos al lugar para compartir el análisis. Era un jueves 24 de agosto, diez días, once días, después de la muerte de mi abuela.

No sé por qué no hablé de ella, de su muerte. O sí lo hice. Hablé del síntoma físico que compartimos. Se trata de una herencia clínica que quisiera no recibir más. Entre otras cosas, la persistencia del diagnóstico hizo que atendiera finalmente el llamado de los médicos. Varios de ellos me habían sugerido “explorar la dimensión emocional de la enfermedad”.  Eso hago quizás con este texto.

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No recuerdo a mi abuela escuchando música. Mucho menos bailando. La mayoría de veces está en su silla reclinable de cuero frente al televisor. Luce tranquila. En la pantalla, Victoria Ruffo interpreta a una joven sin educación, nacida en la periferia.  Besa a Guillermo Capetillo, un joven rico y de buena familia que corresponde a su amor. Creo que me Abuela graba el capítulo en su betamax y come un helado dietético.

Luego de la sesión con G., la voz Billie Holiday sigue en mi cabeza. Una mujer que decía que nunca lastimó a nadie más que a ella misma y que añadió: “eso es un asunto de nadie más que mío”. In my solitude, you haunt me with reveries of days gone by. I sit in my chair, filled with despair…

Por Julia Díaz Santa

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