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Por mucho tiempo pensé que eran felices, asegurándome que las turbaciones de sus personajes: niñas perdidas, parejas sin amor, celestinas, pedófilos y hombres grises, eran ajenas a su vida. Creía que los llantos, las preguntas y los problemas que contaban en esos pequeños y olorosos bultos de páginas eran solo pensamientos lejanos. Nada personal. ¡Bah!, ahora sé que no son más que un espejo.
Me parecía, con mi uniforme dos tallas más grande y mis piernas huesudas, que los literatos eran alabados por millones y que navegaban victoriosos entre los brazos alzados de una sociedad lectora y comprensiva, la misma que los hacía ricos y felices. Esa a la que yo no pertenecía, ni mi mamá, ni mi papá, ni mis hermanos, ni mis compañeros, ni nadie en mi entorno. Una sociedad culta y lejana, pero que claramente debía existir… y que aún busco. ¿Quién no quiere ser alabado?
Por eso estudié periodismo sin saber qué significaba ejercerlo y ahí probé la cucharada de infelicidad. Apenas comenzando el segundo semestre mi amor por escribir ya estaba aplastado bajo los zapatos viejos de un hombre huesudo y de gafas pequeñas que trabajaba en El Colombiano. Un profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana que me exigía objetividad y fuentes y que paradójicamente fue despedido por plagio. Desde eso, no conozco un escritor feliz.
Tal vez no son felices porque no encajan. Porque habitan otros mundos. Porque la escritura, como las drogas, cambia también la felicidad inocente de las relaciones. El que lee y escribe aprende a observar y a descifrar, se incendia pero espera la caída, exige (como dice el artículo “sal con una chica que lee”), como corresponde, que el flujo de la vida venga con una corriente de decepción. Sabe que el fracaso lleva al clímax y que todo tiene un final. Sabe que debe dudar.
Pero, a pesar de mi primer amargo y después de graduarme, comencé de nuevo a leer por gusto y como si fuera el paso obvio, también a escribir. Pensé que sería fácil seguir este camino y que solo bastaba un brinco para entrar en la sociedad de los alabados, hasta que Rosa Montero, con su vocecita chillona, dijo en un programa que no se podía vivir de los libros. Que era una labor intranquila y difícil. Y es que no es solo Rosa, Henrique Sánchez Hernani, como muchos, repitió sin parar que la literatura, más que cualquier otra expresión artística, es de infelices.
Y yo antes no sabía que para escribir es necesaria la inquietud, el dolor: la infelicidad. “Se escribe para resolver algo, para desatar un nudo, para curar una herida, para entender algo, para entenderte a ti mismo. Por eso alguien que no tenga desacuerdo ninguno con el mundo podrá hacer otras cosas, pero no escribirá”. Juan José Millas.
Así entendí a mi pesar (o no) que los escritores son criticados y sus intimidades expuestas para que otros las desentiendan. Que los mejores libros nacieron de inconformidades y sinsabores. Que excelentes literatos fueron señalados por ser diferentes y muchas obras, ahora importantes, fueron ignoradas hasta la muerte del único que quería verlas triunfar.
Que solo la infelicidad produce ese tipo de belleza artística tan humana, que carcome el corazón, arruga el estómago y da un placer inexplicable al mismo tiempo. Que solo el dolor puede expresar en papel la perfección y la podredumbre que somos los humanos en un solo cuerpo. “Si el mundo fuera claro el arte no existiría” Albert Camus.
Y si en este punto se pregunta por qué menciono mi vergonzoso pasado, déjeme decirle que es solo por cavar al principio. La infelicidad de cualquier escritor tiene un principio: leer. La lectura es la mayor culpable, porque todos los escritores fueron antes lectores, fueron antes infelices.
El conocimiento trae más dudas que certezas, y el saber que dan los libros, de uno mismo, del mundo, del pasado, pesa. Mientras más se ignora más se vive el presente, menos se cuestionan las certezas que nos dieron en la casa, en la iglesia y que deberíamos aceptar para pertenecer a la masa. Porque las dudas acongojan. Porque la lectura y la escritura no son más que un círculo vicioso que sana unas heridas mientras abre otras.
Escribí tanta amargura porque, paradójicamente, solo escribiendo se puede expresar el ardor que produce escribir. Por eso si usted conoce a solo un escritor que sea feliz no dude en preguntarle sus tácticas, no se confíe de su sonrisa, no crea sus palabras.