El Magazín Cultural

Intento de escape en la escritura de una novela

Intentar escapar de una historia larga, extendida como una banda de caucho que ya ha cambiado lo que se creía era su color original. Tensionada. Convocar el respiro de los versos más espontáneos. Un poco más viscerales.

María Alejandra Argel
05 de diciembre de 2018 - 11:19 p. m.
Cortesía
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Que no agotan tanto la cabeza, pero sí el espíritu. Porque igual se sigue una reclinando con un espasmo doloroso sobre la mesa de trabajo a escribir algo que no sabe, pero que piensa sin claridad, o que siente, más bien. Estar en el afán de tragar libros como si una pudiera acumular el asombro y la iridiscencia posible de las palabras para luego volcarlas al papel. Ir a la biblioteca y leer párrafos iniciales como si se estuvieran probando los helados de una vitrina. No escoger ninguno para leerlo hasta el final. No quedarse quieta. No poder quedarse quieta. Las páginas siguientes de la novela están en blanco. Entonces, transitar el recorrido de caminos arados por mentes ajenas, de otras novelas que siempre se han querido leer. Habitar un pensamiento imposiblemente paralizado, que se niega a descansar de la novela, pero que quiere hacerlo.

Entonces, mover el pensamiento al lado de las acciones diarias mecánicas: levantarse, preparar el desayuno, arreglar la cama, hacer ejercicio hasta que tiemblen los músculos, como transfiriendo el ritmo de locomotora fuera de control de la mente al cuerpo, hasta que duela tanto que el pensamiento pueda pensar sólo en ese dolor. Bailar. Otra vez leer libros. Pero no cualquiera. Uno que satisfaga la necesidad de ritmos desconocidos, para deshacerse de los propios. Caminar. Y después leer a Auster: “cada vez que caminaba, sentía como si estuviera dejándose a sí mismo atrás, y entregándose al movimiento de las calles, reduciéndose a sí mismo a un ojo que mira, era capaz de escapar de la obligación de pensar, y esto, más que nada, le traía una medida de paz, una vacuidad saludable”. 

Ver algún capítulo de una teleserie en que ya se conocen de memoria los diálogos. Reír con anticipación de lo que va a hacer algún personaje. Como queriendo simular que una puede presupuestar algo. Creer en ese fingimiento de la predicción para parar de pensar en escenarios hipotéticos, sombríos. Saber que pensar lo que podría pasar es siempre el camino hacia algún tipo de locura o desesperanza. Escuchar los relatos de las personas con las que una vive para creer, por los minutos que duran hablando, que una no es la que debe sentarse a contar. 

Intentar salir, no sin remordimiento, de la trama de una historia ficticia. Rechazar los intentos, casi involuntarios, de reconstruir la verosimilitud de la vida misma para proyectarla hacia lo incierto. Hacia lo que no va a acontecer sino en los papeles que se están escribiendo. No atreverse a llenar un documento de Word en blanco que no esté a la merced del proyecto pretencioso de escribir un relato de más páginas de las jamás escritas. De la prometida novela. Saber que esa promesa se la ha hecho una misma y que nadie la ha obligado, y que nadie la obligaría, en estos tiempos, a emprender semejante empresa. 

Fragmentar todo en libretas escritas a mano. Más ocultas de los ojos de las máquinas que sirven para oficializarlo todo. Frases inconclusas. Gesticulaciones que nadie tiene por qué ver. Divagaciones sin ningún propósito. Tal vez como este texto que no va a ninguna parte. Poner un punto final apócrifo. Uno más cercano al impulso de la mano que empieza a escribir. Y luego no pretender que ese impulso se extienda mucho más de su naturaleza instantánea, como los pensamientos intrusos e indebidos. Los que están fuera de lugar, los de ánimos inquietantes, los difíciles de organizar en líneas del tiempo inexistentes. Por eso los poemas resultan mejores compañías estos días.

¿Y por qué no mando la novela al cesto y escribo cosas que pueda terminar pronto? Para tener la falsa ilusión de que una puede, así sin más, terminar alguna cosa. Como si la perpetuidad del universo pudiera interrumpirla una con tinta y papel. Y después, cerrar la libreta para volver a ser la misma que no sabe nada y que poco tiene que decir. Pensar que todo lo que se ha escrito puede ser mucho mejor. Pensar que todo lo que se ha escrito, por muy poco, puede ser peor. Querer reescribirlo todo. Llevar un diario para transcribir los movimientos del día y simular que se está escribiendo algo. Leerlo después y decirse que igual tiene un ritmo soportable, que, en su austeridad, algo está escrito. Evadir toda metáfora grandilocuente y decirse a sí misma que aunque no están siendo escritas, igual se sienten, en el pecho sobre todo, como ese no sé qué inmortal e intraducible. Tirarse a la cama y mirar el techo, como seguro lo hacen todos.

Tratar de vaciar la mente: estoy mirando el techo y nada más. Pararse de nuevo, buscar algo de comer. Masticar y pensar en todas las veces que hablan de que rumiar es también escribir. De que caminar es escribir con los píes. Acaso escribir no tiene escapatoria. Acaso hay que saber vivir con el agotamiento de la mano empuñada en todo el cuerpo, y en el alma y en el ser. Releer las palabras cuerpo alma ser. Saber que no se ha dicho nada. Saber que falta todo por decir. Mirar el camino largo que queda por escribir. Pensar que el camino no tiene fin. Que sus soles no dejarán de aparecer en el horizonte con la mueca de mofa. Saber que un texto de dos páginas, con título y punto final es un engaño como el que pudiera hacerle una al estómago con un chocolate antes del almuerzo. Poner el punto final, que no es sino un espabilar de ojos que tienen que seguir mirando después de un segundo de oscuridad regalada por los párpados, que no son sino piel débil, persianas corredizas, precisamente hechas para ser corridas al amanecer, y que de cerrarse por completo tendría una que ir a meterse en un cajón bajo tierra. 

Por María Alejandra Argel

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