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Invectiva sobre la magia y lo poético

Ya no es mágico el mundo, diría el verso de Borges en aquel poema “1964″.

Gabriel Mendoza Rodríguez
02 de julio de 2022 - 04:09 p. m.
Fotografía tomada el 22 de agosto de 1981 del autor argentino Jorge Luis Borges, quien escribió el poema "1964".
Fotografía tomada el 22 de agosto de 1981 del autor argentino Jorge Luis Borges, quien escribió el poema "1964".
Foto: AFP - SABETTA

Ya no es mágico el mundo, diría el verso de Borges en aquel poema “1964″, donde se puede presumir que se habla de una ruptura amorosa. Nada le ha dado más material como insumo melancólico a los poetas que el amor truncado. Sin embargo, si nos quedamos con ese verso de arranque, Ya no es mágico el mundo, encontramos una frase de quiebre, de destrucción, de una condición donde el pretérito solía ser el espejo de la gloria misma, en contraste con el deliquio actual del poeta. El título del poema señala un tiempo exacto, un año, apenas un punto de la vastedad del siglo XX. Lo maravilloso de todo esto, es la pregunta curiosa que se desprende de su lectura: ¿es válido actualizar un poema referido a un año si el cúmulo de las experiencias humanas están señalando incesantemente situaciones afines? “2022″ Sigue sin ser mágico el mundo...

La formulación misma de la pregunta acongoja, porque se entiende que no hubo progreso si tomamos el verso como premisa. Si nos situáramos más allá del plano sintáctico, encontraríamos que, en efecto, el mundo no pudo, ni puede ser mágico. A manera de compendio, podríamos enumerar los datos que demostrarían sin afugias argumentativas dicha conclusión. Al remarcar que no se precisan análisis exhaustivos para ahogar la mág en el plano de la realidad, se reduce al poeta a ser solo un enunciador de lo obvio con buen uso de los recursos estilísticos de su inventario, un Tiresias fraudulento, porque en esencia no está aportando un descubrimiento que ofrezca una nueva verdad sobre la condición del mundo, más allá de una mirada sensible desde el lenguaje.

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La Verdad con mayúscula no es una atribución del subjetivismo poético. La clarividencia, el don de la profecía, el espacio onírico, solo pueden fraguar antesalas, preámbulos, misterios al acto final de cada hecho humano que se autodetermine trascendente. Contamos con cientos, millares de palabras para decir y expresar el mundo tal y como lo percibimos, para explicar desde alguna postura, doctrina aprendida o heredada el orden de las cosas, para que al final, haya unos pocos que se hagan llamar poetas y digan lo mismo que la mujer que llora al ver a su padre morir, que los amantes sollozar por ese amor perdido, que ese soldado mutilado que rumia su odio hacia esa idea de la patria soñada, que esa infancia fugada e inscrita en los recovecos de la memoria infiel, que ese hombrecito barbón celebrando con las ranas toda la potencia de la vida, pero dicho de una forma más nítida, diáfana, despojada de suciedades propias de la lengua hablada. El poeta es, en todo caso, un formulador rebelde de la misma pregunta que nos atosiga cuando la cotidianidad pierde su efecto sedante, esa misma pregunta que danza insistente desde que el aparato racional adquirió propiedad en nuestro cerebro.

Por lo tanto, lo poético o lo denominado poético, no es otra cosa que un manual antiquísimo para sujetos que nacieron con el vicio nihilista de anticipar la sensación al concepto, hondas naderías que conducen a la muerte mientras se embellece el escenario. Entonces, por ejemplo, la conocida dualidad Eros y Tánatos: Dios ya no es el Ser supremo como deidad, sino “el verbo que posa en la morada húmeda, principio de todo cielo que se desgaja por el paraíso viscoso que busca la gruta del ensueño”, una forma elevada para describir un perfecto cunnilingus, algo muy propio del Cantar de los cantares. El poeta no es un hacedor, es el intermediario lúdico entre el pensamiento y el acto, por eso las carnicerías de la antigüedad son literatura épica y los rituales copulatorios a través de las centurias hacen parte hoy de las antologías líricas que resaltan los cien mejores sonetos de amor.

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Ahora bien, un hecho horroroso pasa en otra latitud, digamos Japón, un otaku de 30 años, obeso, 120 kilos aproximadamente, diagnosticado con trastorno de personalidad limítrofe, salta al vacío desde el piso 30 de una torre en Tokio. Cae sobre un niño de cinco años que justo a esa hora, en ese justo instante paseaba a su perro de raza pequeña. El espectáculo visual es desgarrador. Los reporteros de diarios serios toman apuntes, cómo decirlo de manera precisa y objetiva, los reporteros amarillistas de los pasquines, más parecidos a malos poetas, se relamen los labios haciendo juegos macabros de palabras. Tal acontecimiento infortunado hará recordar a la fotografía ganadora del premio Pulitzer en Sudán En 1993, Kevin Carter fotografió a una niña sudanés, Kong Nyong, que por aquel entonces se encontraba famélico y muriendo de hambre a las afueras de su poblado mientras un buitre estaba al acecho. Se supo que el fotógrafo se suicidó un año después.

¿Qué diría el poeta?

Un ángel arrojado desde el umbral de su pesadumbre

desciende como estrella agotada de oxígeno,

hace añicos al sueño incumplido de la infancia

y su pequeña naturaleza andante,

acogiendo la cita sangrante con el pavimento

se olvida de ciertas luces de neón que fueron

esos destellos que precedían el epílogo

del drama de sus imágenes en movimiento.

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Notable el procedimiento metafórico de asociar la vida humana a la característica conocida de los principales cuerpos celestes...eso dirían los críticos, porque así hablan los críticos. El absurdo no puede envilecerse más, necesita ser macerado, envuelto en papel celofán, anestesiar la zona antes de la entrada de la bala.

Ya no es mágico el mundo, es cierto, se sabe. Por eso existe la poesía, para bien o para mal. Dicen que no hay poesía sin humanidad, pero existe la humanidad sin poesía. Una conclusión abandonada de todo entusiasmo desestimaría la importancia de tal dilema. Existimos, con eso debería bastar.

Por Gabriel Mendoza Rodríguez

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