El Magazín Cultural
Publicidad

J. M. Coetzee y nuestros dilemas existenciales

El Premio Nobel de Literatura 2003 y uno de los escritores más prestigiosos de nuestro tiempo cumple hoy 81 años de edad. Declarado ateo públicamente, no le preocupa en lo más mínimo el concepto de pecado y por lo tanto de culpa. En cambio, le interesa categóricamente la exploración moral.

Camilo Ángel Urazán * / Especial para El Espectador
09 de febrero de 2021 - 07:54 p. m.
John Maxwell Coetzee nació en Sudáfrica el 9 de febrero de 1940 y vive en Australia, donde también es profesor de literatura. Aquí en Roma en 2014.
John Maxwell Coetzee nació en Sudáfrica el 9 de febrero de 1940 y vive en Australia, donde también es profesor de literatura. Aquí en Roma en 2014.
Foto: AFP - TIZIANA FABI

“No me interesa el amor, lo único que me interesa es la justicia”.

Elizabeth Costello

Así que esa es la cuestión: si el contacto con la belleza nos hace mejores”. Las palabras de Helen, hija de Elizabeth Costello, pronunciadas para abreviar en una frase los radicales cuestionamientos estéticos de su madre, expresan un asunto filosófico de orden mayor que atañe a todo aquel que sostiene una relación activa con el arte, bien sea una relación de consumo o de producción. Con evidente inquietud por resolver la pregunta sobre el sentido de su oficio de escritora y de su vida misma, Elizabeth Costello declara en el cuento Una mujer que envejece “cuando quise, viví en el seno de la belleza. Lo que me pregunto ahora es: ¿de que me ha servido toda esa belleza? ¿no será la belleza otro objeto de consumo como el vino? Uno bebe, lo traga, nos da una breve sensación placentera, embriagadora, pero ¿qué queda? Lo que el vino deja como saldo, con tu perdón, es la orina; ¿cuál es el saldo de la belleza? ¿En que hace bien? ¿nos hace mejores?”.

A pesar de suponer que su madre le respondería en su habitual tono escéptico y le diría “que toda esa belleza que hubo en su vida no le ha hecho ningún bien apreciable, que cualquiera de estos días se va a hallar a las puertas del cielo con las manos vacías y un gran signo de interrogación en la frente”, Helen le dice claro a su madre lo que piensa de su radical cuestionamiento: “Lo que no vas a decir­ –porque no sería propio de Elizabeth Costello–­ es que lo que has producido como escritora no sólo tiene su belleza, una belleza acotada, desde luego­ –no es poesía– pero belleza al fin: forma agradable, claridad, economía. Lo que no vas a decir es que lo que has escrito ha cambiado la vida de otros, ha hecho de ellos seres humanos mejores, o algo mejores. No porque tus obras contengan lecciones sino porque son una lección”. Como era de esperarse, Elizabeth duda y no está convencida de eso. (Recomendamos de Camilo Ángel: Helen Keller y la alegría de sentir).

¿Es la belleza un medio o fin? Se me ocurre que esa sería otra manera de plantear la pregunta y dar cabida en la discusión al viejo asunto ético del arte por el arte o el arte comprometido, un arte que asume la belleza como un fin en sí mismo y un arte que la asume como un medio para procurar la justicia. De acuerdo con lo que podemos inferir del diálogo de sus personajes, el autor de esta ficción considera más sensato asumir la belleza como una lección, como la posibilidad de aprender y enseñar algo, como una exigencia moral por encíma de la inherente complacencia estética que supone.

¿Nos hace mejores personas el contacto con la belleza? En efecto, esa es la cuestión central y pregunta de fondo a la que responde el libro Siete cuentos morales, obra que desde su mismo título hasta sus últimas líneas está dedicado a exponer tácitamente la convicción del autor sobre el propósito didáctico (manifiesto o latente) de todo texto de ficción. En efecto, la cuestión se traslada por contagio al lector, bien sea porque éste alguna vez se hizo la pregunta sin considerar urgente emitir un veredicto o porqué el propósito del texto es causar esta reflexión; postulado que después de mascarlo con paciencia y a pesar de íntimos remilgos, yo también suscribo. (Recomendamos: Coetzee subtitulado en español, por Nelson Fredy Padilla).

Es innegable que la ficción es una necesidad humana y que acudimos a ella en busca de placer, entretenimiento, diversión, evasión, en suma, en busca de una experiencia. Pero digámoslo claro, si detrás de todo esto no hay algún tipo de enseñanza, inquietud, pregunta, reflexión, aprendizaje, crecimiento o conocimiento personal o del mundo y sus hechos –por mínimo que sea– entonces en el mencionado acto de lectura no se podría catalogar formalmente como una experiencia y, en consecuencia, nos preguntaríamos ¿qué propósito final tiene la lectura? o siguiendo el hilo de las palabras de Costello ¿cuál es el saldo que nos deja? ¿nos hizo algún bien que podamos considerar perdurable?

Las palabras de Kafka, una de las principales influencias de Coetzee, se tornan felizmente apropiadas para responder a estas preguntas: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Cielo santo, ¡seríamos igualmente felices si no tuviéramos ningún libro! (…) Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado que hay dentro de nosotros. Eso es lo que creo”. En mi caso, ahora yo también estoy convencido de eso; al igual que Coetzee, quien comprometido con su credo didáctico siembra en nuestro pensamiento por medio de relatos de ficción, urgentes reflexiones a propósito de la conducta y el comportamiento humano.

Según con el Diccionario Filosófico de André Comte-Sponville moral es “el conjunto de las reglas que yo me impongo a mi mismo, o que debería imponerme, no con la esperanza de una recompensa o el temor de un castigo, que sería sólo egoísmo, no en función de la mirada del otro, que sería sólo hipocresía, sino al contrario, de forma desinteresada y libre: porque me parecen imponerse universalmente (para todo ser razonable) y sin que haya necesidad para eso de esperar o temer cualquier cosa”. Entonces el asunto de este libro bien logrado no se trata de la belleza, el amor o la compasión; ni tampoco de la furia, la indiferencia o la aprobación de Dios.

Consiste esencialmente en un necesario llamado a cumplir con el deber inherente de todo ser humano por el simple hecho de pertenecer a la especie, el único deber o el que resume todos los demás deberes: actuar humanamente. Son los humanos los únicos que tienen deberes en esta Tierra, ningún otro ser vivo que la habite ha desarrollado lenguaje simbólico complejo, consciencia y ­–gracias a esto­– la capacidad de distinguir entre el bien y el mal. Para poder ser considerado como tal el ser humano debe ser un ser moral, pues la moral es aquello por lo cual la humanidad llega a ser humana, en el sentido normativo del término (en el sentido en que lo humano es contrario de lo inhumano), al rechazar la apatía y la barbarie que no dejan juntas de amenazarla, de acompañarla, ni de tentarla. O recordarnos, a fuerza de tragedias y dolor, nuestra condición animal.

Es precisamente el hecho de experimentar primordialmente la inmanencia del instinto, el deseo y las emociones, como consustanciales a la condición humana, lo que lleva a J. M. Coetzee a llamar la atención sobre la necesidad de percatarnos de la inmanencia de la condición moral de la especie, más allá de credos, cultos y religiones, sino obedeciendo al hecho biológico de experimentar empatía y poder tomar decisiones que vayan más allá del egoísmo, es decir, de recompensas que solo benefician al individuo que decide. O de igual forma, también gracias a ese cambio de perspectiva (empatía) llamado coloquialmente ponerse en los zapatos del otro, juzgar las decisiones de otra persona; aquellas decisiones que tornamos a calificar como egoístas por contravenir intereses propios.

Si bien es descabellado afirmar que los correspondientes siete pecados capitales discurren con sigilo y son el tema de fondo de estos siete cuentos morales, no es insensato considerar que de alguna u otra manera en cada uno de los cuentos habita una reflexión laica sobre las siete virtudes antagónicas de las pecaminosas faltas, una meditación puesta en escena por medio de historias y situaciones en que los personajes se enfrentan a dilemas morales relacionados con la libertad, la justicia, la belleza, la verdad y la muerte.

Es evidente que al autor, declarado ateo públicamente, no le preocupa en lo más mínimo el concepto de pecado y por lo tanto de culpa. En cambio, le interesa categóricamente el ya analizado concepto de moral y su relación en términos deónticos con el principio o valor que desde Aristóteles hasta Hofmansthal motiva la voluntad humana de darle forma al fluir de la vida y orden a la anarquía del mundo: la justicia. “No me interesa el amor, lo único que me interesa es la justicia”, le expresa Elizabeth Costello a su hijo John en una conversación sobre los gatos de la calle que ha decidido proteger; una filosófica charla sobre la relación de los hombres con los animales. Tema recurrente en la obra de este autor, premio novel de literatura del año 2003, que aparece igualmente en otros libros como En defensa de los animales (1999) y Elizabeth Costello (2003), y tema también con el que comienza y se cierra este libro.

El perro, cuento con el que abre el libro, es una historia donde el odio de un animal y el miedo de una muchacha se encuentran dos veces al día en la reja de la casa de unos ancianos apáticos, que luego de ser interpelados por la joven, aseguran que simplemente su mascota es un buen perro guardián. Siguen los cuentos Una historia y Vanidad. El primero, un relato sobre la ausencia de culpa, la fidelidad y la libertad en una relación matrimonial. El segundo, una historia sobre una mujer mayor que anhela volver a sentir posarse sobre su cuerpo la mirada del deseo, y para eso se corta y pinta el pelo de un modo que llama la atención de sus hijos y sus nietos, quienes van a visitarla a su casa en su cumpleaños número sesenta y cinco.

Esa es precisamente la entrada y regreso de Elizabeth Costello, quien de ahí en adelante será la protagonista del resto de historias. Una mujer que envejece, La anciana y los gatos, Mentiras y El matadero de Cristal, son cuatro cuentos en los que se funde la ficción y el ensayo, la literatura y la filosofía, la sombra de la muerte poniendo a prueba nuestras más altas categorías morales y estéticas (justicia, verdad, belleza) y el claroscuro de la empatía obstinándose en no naufragar en medio del irreprochable mar de la injusticia y la impotencia. Una empatía que Costello juzga innata en nosotros, al menos en esta época, y que podemos optar por cultivarla o dejar que se marchite.

Elizabeth es una mujer mayor de edad que se ha ganado la vida y un prestigio internacional como escritora, y entrada ya en los años definitivos sabe que pontificar no es más que ponerse la más pesada de las máscaras. Aproximándose a la muerte duda de todo: de su oficio, de su vida, de su obra. Pero a pesar de esto no deja de insistir en el valor de la justicia – y algunas virtudes afines como la generosidad, la caridad y la templanza– o al menos eso es lo que nos dicen acciones como proteger a un hombre desamparado y poco dotado mentalmente para ser autónomo, proteger también a los gatos que todo el pueblo desprecia y solicitar a su hijo, reconociendo el decaimiento de su salud y su juicio, la mirada de unos textos de los cuales sospecha que algo pueda valer la pena.

A pesar del ánimo lúgubre que reconoce o el humor otoñal como lo nombra su hijo John, “soy la que solía reír, pero ya no ríe. Soy la que llora”. A pesar de la inminencia de su muerte o del ruido cartesiano del reloj de su consciencia: la duda. A pesar de experimentar el naufragio de sus convicciones por comprobar a donde mire la tiranía del egoísmo humano. A pesar de todo esto Elizabeth se aferra a una última creencia que podríamos considerar el núcleo de su código moral como escritora: el deber de escribir para trasmitir a los otros la memoria de los seres insignificantes cuyo camino se cruzó con el suyo cuando iban rumbo a la muerte. En su caso particular, la memoria de los animales. Ella misma había afirmado que “el mundo no sigue andando gracias al amor sino gracias al deber” y el deber que ella se impuso por considerarlo un imperativo moral es la justicia, ejercida a través del poder de las palabras para generar y trasmitir la memoria de todo lo que la oscuridad y el olvido devora de manera inclemente, como esos “millones de pollitos a quienes les concedemos la gracia de vivir un día antes de triturarlos porque no tienen el sexo que queremos, porque no encajan en nuestro proyecto comercial”.

En definitiva, Siete cuentos morales es un libro que nos interpela; un tejido fino de ficciones que disertan y exponen la condición humana como un campo de tensión entre las emociones y la razón, entre el anhelo y la fatalidad, entre la fe y la duda. Somos el lugar donde encarna la contradicción, la paradoja y el dilema moral. El egoísmo y la vanidad nos determinan como especie. Sin certezas de ningún tipo navegamos en un mar de incertidumbre rumbo a la oscuridad. Enfermamos y morimos sin remedio o salvación. Pero nada es excusa para ser crueles, apáticos y mezquinos. Frente a este lúgubre escenario Elizabeth Costello opta por la empatía y la justicia como dos cirios morales para caminar entre las sombras. Abrumada por la pérdida de claridad mental y de la fe en la historia, por el hundimiento y disolución de sus creencias en la niebla y confusión de su cabeza, Elizabeth se aferra a la escritura como posibilidad de establecer un tribunal paralelo llamado memoria. No podemos restituir lo perdido, pero podemos lograr que no se olvide.

* Profesional en Creación Literaria de la Universidad Central de Colombia, tallerista y estudiante de la Maestría de Escrituras Creativas de la Universidad Nacional, línea de Poesía.

Por Camilo Ángel Urazán * / Especial para El Espectador

Temas recomendados:

 

Sin comentarios aún. Suscribete e inicia la conversación
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta política.
Aceptar