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Jaime Bayly: tarde para dejar de sentir miedo

Al escritor y presentador peruano todavía lo atormentan los fantasmas del pasado.

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Camila Builes
01 de mayo de 2016 - 02:00 a. m.
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Está sentado de frente a la puerta del living del hotel El Portón, en el norte de Bogotá. Está sentado con las piernas cruzadas. Su última novela está sobre la mesa de centro. Tiene corbata azul —no el mismo azul rey de las que usaba para presentar su programa de entrevistas—. Tiene el peinado de siempre, las gafas de siempre: sin marco. Detrás del sofá donde está hay una bolsa transparente con, por lo menos, diez copias de esa novela: El niño terrible y la escritora maldita (Ediciones B, 2016). Apenas cruzo el umbral de la puerta se pone de pie. Sabe manejar los movimientos de su cuerpo enorme, de sus manos, como un árbol gigante que se mece con el viento. La misma sonrisa. Tiene el rostro de alguien que lleva posando toda su vida. (Vea acá nuestro especial de Feria del Libro de Bogotá)

Jaime Bayly nació en Lima el 19 de febrero de 1965. Hijo del banquero Jaime Bayly Llona y Doris Mary Letts Colmenares. “La familia es la guerra de guerrillas. Muchos de mis peores enemigos han estado agazapados en mi familia”, dice Bayly. Tiene una risa seca y gozosa, moldeada al hábito recurrente de mofarse de sí mismo, como quien dice “no me tomen demasiado en serio”.

Como la mayoría de personas extrovertidas, Bayly tiene la cualidad de sentir un profundo amor por la soledad. Una cualidad que se dio por varias razones, una de ellas la imposición: ser famoso y tener que desenfundar todo tipo de sonrisas y miradas afectuosas a desconocidos hace, en cualquier momento, que el cuerpo entre en caos. La otra es el hartazgo, una sensación que tuvo luego de haber vivido todo el tiempo rodeado de tantas personas que hicieron las veces de amigos para las fiestas y el desorden, pero que luego —como siempre pasa— desaparecieron entre los problemas y la adultez.

Jaime Bayly se mudó de Perú a Estados Unidos en 1992. Se casó en Washington con Sandra Masías Guislain en marzo del 93.Tuvieron a su primera hija, Camila, ese mismo año, y a Paola, en Miami, en 1995. “Tengo un recuerdo que siempre me va a atormentar. Siempre. Yo lo conté en una novela. Cuando Sandra y yo vivíamos en Washington estaba escribiendo mi primera novela, hace ya 24 años. No trabajaba, estaba dedicado exclusivamente a mi novela. Vivíamos de mis ahorros y Sandra quedó en embarazo y me porté muy mal con ella. Me porté muy mal conmigo. Le dije que no quería ser padre, que quería ser escritor y para ser escritor no podía ser papá. Cuánto me arrepiento”.

“Juré que no volvería en mucho tiempo, que sólo regresaría con la novela publicada, y ahora, nueve meses después, estoy de regreso: borracho, angustiado, con una pena horrible porque amo a Sofía, pero no quiero ser papá y odio al idea de hacerla abortar, pero no veo otra alternativa”, escribió en El huracán lleva tu nombre (Planeta, 2004).

Mientras habla no puedo dejar de pensar en que no hay nada tan ponzoñoso como el miedo —tan efectivo como el miedo—. A Bayly lo marcó para siempre su relación con su padre. Un reproche eterno durante una vida donde todo era incierto y brioso, y malditamente triste y hermosamente precario y salvajemente confuso. Un dolor constante por no ser el hijo macho, con armas y deseos de ser militar.

“No entendía por qué mi padre vivía molesto conmigo, nunca tuvo arreglo eso. Cuando él tenía 70 años y él estaba muriendo fui a visitarlo a la clínica. Seguía mirándome con decepción, digamos. Me marcó mucho su reprobación hacia mí. Recuerdo mi primera experiencia sexual con 14 años. Fue tremendamente frustrante. No pude obtener el mínimo de placer, entonces me dejó profundamente tramado y creo que de ambas cosas salió un poco el escritor que soy. Si hubiera sido un niño feliz y un amante feliz, creo que no sería un escritor, sería un político”.

Se termina el jugo de mandarina que trajeron al inicio de la conversación. Sigue con el expreso. Los periodistas comienzan a hacer fila en la puerta. Bayly, sin embargo, nunca hace un gesto de apuro. La misma sonrisa.

—¿Le tenés miedo a la muerte?

—He cambiado mi testamento un montón de veces. Hice el primero cuando cumplí 35 años porque de joven consumí muchas drogas y pensé que no iba a llegar a los 50. Me encantaría ver crecer a mi hija menor, Zoe, ella tiene cinco años. Me encantaría estar con ella otros veinte años más. Tengo miedo de irme y no verla. El principal miedo que he tenido ya lo vencí: no ser feliz. Muchas veces las personas cuando se están muriendo se arrepienten de no haber hecho lo que de verdad habían querido, porque se han resignado a unos trabajos que en realidad no le gustaban. El principal reproche que se hacen las personas cuando están muriendo es que no hicieron lo que querían y yo sí me he permitido esa felicidad, quería ser escritor y bueno, acá estamos.

Hace siete años Bayly estuvo en un gran escándalo. Uno de dimensiones enormes, legales, incluso. Comenzó su relación con Silva Núñez, una joven peruana que conoció cuando ella tenía 20. Una joven con la que vive ahora, por la que se alejaron sus dos hijas durante cuatro años. Una joven que lo obligó a saltar de espaldas a la multitud caníbal porque vio en sus ojos todo lo que necesitaba para hacerlo: su fe en él.

“Ya pasó lo peor. Esos cuatro años en los que ellas preferían no verme y tal vez desaprobaban mi relación con Silvia, fueron muy duros. Siempre me ha perseguido la sospecha de que tal vez yo no he sido un buen padre. Intenté buscarlas mucho y me escribían: “Nos estamos preparadas para verte” y entonces decidí darles sus tiempos, sus espacios. No ha sido fácil para ellas, porque cuando me enamoré de Silvia, hace 7 años, ella tenía apenas 20 y mi hija mayor, Camila, tenía 17, de manera que si tú les tomabas una foto juntas no quedaba claro cuál de ambas era mayor”.

A Jaime Bayly se le ve el miedo en los ojos. Dice que no le tiene temor a morir y que quisiera hacerlo en medio de sus mujeres (sus hijas y su esposa), ahogado por el chocolate y el coñac, pero no se imagina la mirada de su madre reprochándole lo que ha hecho. La mirada de sus hijas diciéndole que fue un mal padre. Es un miedo diáfano, seguro. Un miedo que, como los mejores sentimientos, lo mantiene vivo.

Por Camila Builes

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