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Cuando conocí al ingeniero civil Jaime García Márquez, era una tarde de agosto del 2005. Aquel encuentro suscitó entre nosotros, como se dice, una amistad a primera vista. Él tenía mucho por decir de nuestro Nobel de literatura, yo mucho por preguntar; a ese interés que me provocaba desde sus palabras y su voz anecdótica, se le sumaba una generosidad oceánica que me ofrecía para atender a cualquier favor o servicio que yo necesitara. Me hizo cómplice de todas las caminatas que compartimos alrededor de Medellín con motivo de los encuentros del Festival Gabo de Periodismo, a los que él asistía con cumplimiento inglés.
Tiempo después, ya en Cartagena, en el marco del Festival de Cine, me llamó insistente solicitando mi presencia y juntos esa noche compartimos una de las mejores tertulias que ha habido en la ciudad. El lugar era un bar por Getsemaní. Pidió media botella de whisky y servimos los primeros tragos; yo tomaba más lentamente para no perderme sus historias, en especial aquella larga y esperada respuesta, ante la pregunta que le lancé a mansalva:
- Más allá de ser su hermano ¿qué más eras para Gabito? (así era llamado nuestro premio Nobel por los miembros de la familia García Márquez).
“Fui su amigo entrañable”, me dijo, “su mejor hermano y su confidente. Cada que a Gabito se le ocurría un viaje largo me lo consultaba o me invitaba”.
Y me contó la siguiente anécdota:
“Una tarde me invitó a compartir un café después de un agradable almuerzo; luego de apurarse su expreso cargado me dijo sonriendo:
-¿Qué vas a hacer este fin de semana?
- Nada, le respondí. ¿Por qué?
- Lo que pasa es que a mi hijo Rodrigo, Woody Allen lo tiene mamado para que yo asista a ese bar que tiene en New York y me ha mandado a llamar para que le llegue este fin de semana. He decidido ir y quiero que me acompañes.
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Un poco desconfiado le dije: Mira Gabito, muchas veces me has invitado a viajes imposibles de cumplir, he separado mis fechas y siempre, siempre, me has incumplido. Pero tras escucharme, insistió:
- Para asegurarte de que esta vez es en serio, mira, toma mi pasaporte, acá al frente hay una agencia de viajes, compra cuatro pasajes aéreos en primera clase con cargo a mi tarjeta de crédito: tú y tu señora, yo y la mía.
Y así se hizo antes de que él se arrepintiera.
Llegamos con un día de anticipación a la cita programada y aprovechamos para hacer un pequeño tour para que mi hermano me mostrara sus tardes y avatares en aquella gran ciudad. Al día siguiente, nos preparamos para ir al encuentro en el bar del director de cine; llegamos cumplidos a aquel pequeño lugar. Sentado en el centro nos esperaba Rodrigo, cuatro sillas esperaban ser ocupadas por nosotros y una sexta permanecía vacía. No habían pasado ni cinco minutos y el sitio ya estaba totalmente lleno. Woody Allen llegó a escena y tocó dos o tres melodías y un cuarteto musical lo acompañaba, pero el público asistente se entretuvo más con nuestra llegada que con la música que salía nota por nota del quinteto.
Cuando terminó de tocar Woody Allen se acercó a nuestra mesa y tomó asiento al pie de Rodrigo, que oficiaba como traductor para todos. Hablaron un rato amenamente, la conversación avanzaba y en medio de ella se presentó un momento de absoluta confianza que permitió que Woody Allen, al intentar un abrazo frustrado, despeinara a Gabito. Inmediatamente pensé que esto debía ser plasmado en una foto, y recordé que mi señora cargaba una cámara fotográfica en su bolso; la saqué emocionado, pero cuando iba a proceder al clic, vi un letrero que decía en inglés, ‘no pictures’ (Prohibido tomar fotos). Guardé respetuosamente la cámara y la velada continuó sin contratiempos.
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Terminado el evento y tras despedirnos, salimos los mismos cuatro a dar un paseo. Antes de tomar un taxi Gabito me preguntó:
— ¿Cómo te pareció el encuentro, Jaime?
— Todo muy bien, salvo que quería guardar un recuerdo de este momento, como una foto o algo así, y no se pudo.
— ¡Cómo!, te vi con una cámara y pensé que la habías tomado…
— Iba a proceder a ello, pero me encontré con ese letrero que lo prohibía—
Gabito replicó: ¿Solo por eso no tomaste la foto?
— Claro, dije. Te conozco, has escrito en más de una vez que los gringos son lo que son porque hacen respetar las normas, por elementales que parezcan, y si la hubiera tomado me hubieras encendido a cantaletas y retahílas, y te hubieras enojado por incumplir las normas de esta sociedad, y más las de un anfitrión tuyo.
— Claro que te hubiera recriminado ese hecho y que te hubiera echado toda la cantaleta del mundo, me hubiera enojado contigo, incluso puede que te hubiera dejado de hablar dos o tres horas, o a lo mejor cuatro o cinco días, pero seguro que nos hubiéramos reconciliado y hubiéramos tenido la marica foto. Ahora nos toca volver otro día, así sea sin ser invitados, para tomar la foto, porque me gustaría tenerla de recuerdo en el tiempo”.
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