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Jaime Lannister: El noble león

A pocos días del estreno de la última temporada de Juego de Tronos, en El Espectador analizamos la evolución de cada uno de los personajes principales y su posible final. A continuación, hablamos de Jaime Lannister.

Juliana Vargas @jvargasleal

05 de abril de 2019 - 05:14 p. m.
Jaime Lannister, uno de los personajes de la serie de Juegos de Tronos. / Magali Villeneuve
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"Te obligan a jurar y a jurar…Defenderás al Rey. Obedecerás al Rey. Guardarás los secretos del Rey. Harás su voluntad. Darás la vida por él. Pero obedecerás a tu padre. Amarás a tu hermana. Protegerás al inocente. Defenderás al débil. Respetarás a los dioses. Obedecerás las leyes. Es demasiado. No importa qué se haga, siempre se viola un juramento u otro”

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“—Qué cosas hago por amor —dijo con desprecio el hombre, mirando a la mujer, y dio un empujón a Bran”

Esto es lo primero que vemos de Jaime Lannister: un caballero“alto, rubio, con ojos verdes deslumbrantes y una sonrisa que cortaba como un cuchillo”. En fin, es lo primero que vemos de un hombre como todo un caballero debe ser, y que, sin embargo, bota a un niño por la ventana. Lo primero que vemos de él es algo que va contra todos los códigos de honor y caballería del Medioevo.

Precisamente eso es Jaime Lannister: una deconstrucción de la caballería, una caballería que se ha construido sobre un concepto de “honor” que, si bien es lo más preciado de la sociedad de Poniente, nadie sabe realmente qué lo constituye, cómo se obtiene…y, sobre todo, cuánto cuesta. Nadie lo sabe, excepto Jaime Lannister, el Matarreyes.

El honor es ganar justas, como Loras Tyrell; el honor es proteger la reputación de tu casa, como Tywin Lannister lo hace respecto a Roca Casterly; el honor es defender las tierras de ataques, como no podía dejar de hacer Robb Stark cuando los Greyjoy tomaron Invernalia. Y, lo más importante, el honor es mantener tu palabra, mantenerte fiel a tus juramentos y obedecer a tus superiores.

El problema es que el sistema de honor Ponienti sufre de graves deficiencias. Establece incentivos equivocados y sanciona la conducta prudente y cívica, mientras recompensa actos innecesarios de brutalidad, y esto lo sufrió Jaime de primera mano. Mientras era Guardia Real de Aerys, el Rey Loco, tuvo que envararse en el umbral y no hacer nada mientras el honorable rey violaba a su esposa. De hecho, el Lord Comandante de la Guardia Real, uno de los hombres más honorables de Poniente, o al menos eso decía Ned Stark, le ordenaba no hacer nada:

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“Siempre que Aerys entregaba un hombre a las llamas, la reina Rhaella recibía una visita por la noche. El día que quemó a su Mano (…) Jaime y Jon Darry montaron guardia ante las puertas de su habitación mientras el rey hacía su voluntad.

—Me haces daño —oigan gritar a Rhaella a través de la puerta de roble—. ¡Me haces daño! (…)

—También juramos protegerla a ella —dijo Jaime al final, sin poder contenerse.

—Sí —reconoció Darry —, pero no de él”.

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Jaime Lannister se contuvo y se contuvo, hasta que no pudo más y mató al hombre que juró proteger cuando supo que quemaría una ciudad entera. Jaime salvó a Desembarco del Rey, y nunca habló de ello. Nunca se lo contó a nadie porque el cimiento que mantiene unida a la sociedad Ponienti —el honor— jamás permitiría sus acciones, y él sabía esto, porque lo había experimentado gracias a los gritos de la reina Rhaella.

Jaime se convirtió en el hombre que conocemos al inicio de Juego de Tronos precisamente a causa del sistema de honor. Él asesinó a un rey que despreciaba a todos, considerado no sólo un mal gobernante sino también un criminal en el trono, uno que cometió atrocidades contra mujeres, niños e inocentes por igual. Pero en vez de ser aplaudido por matar a Aerys antes de que asesinara a más personas en un último acto desesperado, Jaime es despreciado porque había jurado protegerlo.

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“Dime, Lord Eddard, ¿me odiarías menos si lo hubiera apuñalado en el pecho en vez de la espalda?” pregunta Jaime, sin esperar una respuesta, y sin obtener una. Nadie estaba en contra de matar a Aerys, simplemente esperaban que lo hiciera alguien como la Montaña, alguien que no tuviera que sacrificar su honor a cambio, y esto, más que noble o caballeroso, es pura hipocresía. Qué importa unos cuántos miles de ciudadanos, si se mantiene incólume el código de honor.

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Así, los caballeros de la Guardia Real, aquellos parangones del valor y el honor, son, de hecho, el símbolo de lo que está mal en Poniente. Saber manejar el escudo y la espada es imprescindible, pero de nada sirve tanta proeza si no está acompañada de moral, y esto es lo que, precisamente, alinea a Jaime Lannister Qué habrían hecho los honorables de Eddard Stark o Barristan Selmy si en sus manos hubiera estado la decisión de salvar a Desembarco del Rey o a Aerys II? Tan sólo pensar en ello seguramente lo estremeció.

Así que Jaime rechaza este código de falsedades y vanidades vacuas, se aferra a un amor enfermizo y se ahoga en el mote de Matarreyes. Sin embargo, en la Edad Media se pensaba que un amor ideal podía rescatar y enaltecer a los caballeros. Se creía que cierto tipo de amor podía conducir a los caballeros a un estado de espiritualidad único, y este amor fue lo que finalmente salvó a Jaime de la desesperanza.

Este amor es conocido como el “amor cortés”. A partir del siglo XII, los caballeros ya no sólo conquistaban batallas, sino también el amor de alguna dama que, por lo general, ya estaba casada con un hombre por el cual no sentía absolutamente nada. Como todo en el mundo caballeresco, el amor cortés también se transformó en una batalla, y Juego de Tronos no podía quedarse sin sus exponentes:

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Se puso en pie de un salto y la espada cobró vida en sus manos cuando le lanzó una estocada. Brienne dio un paso atrás y la detuvo, pero él siguió presionando y atacando. En cuanto detenía un golpe ya tenía encima el siguiente. Las espadas se besaban, se repelían y volvían a besarse. A Jaime le bullía la sangre (…)

La danza continuó. La acorraló contra un roble, lanzó una maldición cuando se le escapó y la siguió al cruzar un arroyo medio seco lleno de hojas caídas. El acero brillaba, el acero cantaba, el acero gritaba y resonaba (…)

—Vamos, vamos, querida, la música sigue sonando. ¿Me concedéis este baile, mi señora?

Se abalanzó contra él con un gruñido blandiendo la espada, y de repente era Jaime el que tenía que impedir que el acero le besara la piel (…)

“Parece que nos hayan cogido follando, en vez de peleándonos”

En esta pelea entre Jaime y Brienne, las espadas bailan y se besan, el acero canta y grita, los espadachines danzan con pasos violentos. Es amor hecho batalla, tal como comienza el cortejo de un amor cortés. 

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Y, sin embargo, el cortejo nunca llega a concretarse. Las espadas se besan, pero los cuerpos no, el acero grita, pero no quien lo blande, pues concretar el amor cortés es un pecado. En una sociedad medieval altamente gobernada por preceptos cristianos, materializar el amor entre el caballero y su dama es una falta imperdonable y, por esta razón, es necesario que una espada se sitúe entre sus cuerpos para salvaguardar su honor.

De esta forma, el amor cortés debe su esencia a una actitud de abstinencia sexual. Este amor es netamente espiritual, y el primer paso para llegar al estado elevado del amor cortés es la idealización de la persona amada. Durante la Edad Media, los caballeros acostumbraban a comparar la belleza de sus amadas con el mismo paraíso. Era única e irremplazable.

“En ella, belleza y dignidad son iguales. Entré más observo los rostros de otras damas, mayor es mi convicción de que su hermosura lo adorna todo”

De forma análoga, para Brienne la belleza de Jaime es tal, que solo es comparable con la de un dios:

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“En la casa de baños apenas se veía a través del vapor, y de esa neblina había surgido Jaime, desnudo como el día de su nombre, mitad cadáver y mitad dios.

“Se metió en la bañera conmigo”, recordó con sonrojo

Para el caballero que ha caído en las garras del amor cortés, su amada no es una mujer ordinaria; no puede ser reemplazada por ninguna otra. Ella es la mujer de quien no es apropiado hablar mal, incluso si el caballero siente que su amor no es correspondido:

“—El oso no era tan peludo como ese monstruo, os lo…

La mano de Jaime le golpeó la boca con tal fuerza que el otro caballero cayó rodando por las gradas (…)

—Habláis de una dama de noble cuna, ser. Llamadla por su nombre. Llamadla Brienne”

La amada es tan perfecta que los caballeros medievales la compararon con la mismísima Virgen María y, como tal, el caballero debía respetar su pureza. En última instancia, el amante se veía como el sirviente de una diosa todopoderosa del amor y, así, el amante cortés existía para servir a su amada. Como tantos otros aspectos medievales, el amor cortés también se vio influenciado por el feudalismo. El caballero era un siervo y le pertenecía a su amada.

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Por consiguiente, el segundo paso hacia el estado elevado del amor cortés es demostrar la propia valía para ganarse la aprobación de su amada. El amor se conquistaba poniendo de manifiesto las cualidades guerreras del caballero, las cuales estaban al servicio de la dama, ya fuera para rescatarla o para cumplir con sus designios. A este respecto, así como, por ejemplo, las cualidades caballerescas de Lanzarote, miembro de la Mesa Redonda, se exacerban al rescatar a Ginebra, el arco de redención de Jaime inicia cuando rescata a Brienne. Primero, Jaime tiene un sueño que sirve como un descenso heroico al inframundo. En este, Jaime está en Roca Casterly y, al bajar a las profundidades, se encuentra con Cersei:

“—Hermana, ¿por qué nos ha traído padre aquí?

—¿Nos? Éste es tu lugar, hermano. Ésta es tu oscuridad. (…)

—Quédate conmigo —le suplicó Jaime—. No me dejes aquí solo. —Pero se marchaban—. ¡No me dejéis en la oscuridad!”

Una vez su compañera sexual se marcha, detrás de él aparece Brienne con las manos unidas con gruesas cadenas. “Por favor, ser, tened la bondad”, le dice Brienne, alzando las manos.

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“Con esta luz casi parece hermosa —pensó—. Con esta luz casi podría ser un caballero (…)

Era tan alta y fuerte como la recordaba, pero a Jaime le pareció que en aquellos momentos tenía más formas de mujer

Cersei se marcha, Cersei lo abandona, Cersei se dirige a los abismos del inframundo. Brienne es quien ahora sostiene la luz de Jaime, Brienne es quien es hermosa ahora, Brienne es quien lo eleva. “¿Qué guardan aquí abajo, un oso?”, le pregunta Brienne en sueños, y Jaime no duda en volver a Harrenhal para salvarla del oso. Los caballeros muchas veces se referían a la amada como aquella que “los había criado” o de quien “habían nacido” espiritualmente. En efecto, Jaime, gracias a Brienne, renace luego de bajar a su inframundo, a su “oscuridad”. En este momento, el Jaime que había botado a un niño por la ventana, renace.

Y es por esto que la evolución de Jaime comienza una vez rescata a Brienne del oso. Por esto, a ella, y sólo a ella, le confiesa su más oscuro secreto: “Rompí mi código de honor para salvar a quienes no tienen cabida en él”. Por esto, le entrega su espada a Brienne, y con ella, su honor, porque sólo su amada sería capaz de guardar su honor, sólo su amada sería capaz de recuperarlo. La espada se llama Guardajuramentos, pues a eso es a lo que aspiran ahora estos dos caballeros que han jurado su palabra a ambos bandos de la guerra, y piensan guardar sus juramentos, sin importar qué ocurra.

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Ahora que el Invierno llegó, Jaime tendrá que recordar por qué mato al Rey Loco. Tendrá que olvidarse de las vanidades de aquellos hombres con honor. Tendrá que aferrarse a la esperanza sin fin de Brienne. Irónicamente, Jaime es, simultáneamente, el peor y el mejor caballero de los Siete Reinos. Deconstruyó el modelo de caballería al cual estaban acostumbrados aquellos deslumbrantes miembros de la Guardia Real y lo volvió a construir a su manera, con sus altos y bajos, sus tropiezos y su sangre, sus miedos y victorias escondidas.

Y ahora, más que nunca, deberá aferrarse a su propio concepto de caballería, y a aquella dama de la cual es vasallo, tal como Tristán se aferró a Isolda. La octava temporada de Juego de Tronos verá un Jaime hecho caballero, hecho vasallo de Brienne, hecho héroe

Así, moriríamos para estar juntos, eternamente unidos, sin fin, sin despertamiento, sin temor, sin nombre, rodeados del amor, entregados completamente a nosotros mismos para vivir solamente por el amor [...] Tú, Isolda; yo, Tristán, ya no soy más Tristán, no Isolda; sin nombre, sin separación”. (Tristán e Isolda).

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Por Juliana Vargas @jvargasleal

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