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John Le Carré se despide con un capítulo de “El peregrino secreto”

En esta novela el exagente Smiley, uno de sus inolvidables personajes, es invitado por su amigo Ned a una escuela de formación de agentes para el Servicio de Inteligencia británico para dar una charla en la cena que cierra el curso. Aquí está el espíritu de la obra del escritor británico.

John Le Carré * / Especial para El Espectador
14 de diciembre de 2020 - 08:51 p. m.
Jhon Le Carré murió a los 89 años de edad, el pasado sábado. Fue espía británico en la época de la guerra fría y de ahí surgía la verosimilitud de sus novelas, que se venden por millones, hasta "Un hombre decente" (2016), la última y en la que revivió al célebre agente George Smiley.
Jhon Le Carré murió a los 89 años de edad, el pasado sábado. Fue espía británico en la época de la guerra fría y de ahí surgía la verosimilitud de sus novelas, que se venden por millones, hasta "Un hombre decente" (2016), la última y en la que revivió al célebre agente George Smiley.
Foto: Agencia EFE

Ante todo, quiero confesar que, de no haber obedecido al impulso de coger la pluma y escribir unas líneas a George Smiley para invitarle a dar una charla a mi clase la última tarde de su primer curso —y de no haber accedido Smiley, contra todo pronóstico—, yo no les hablaría con tanta sinceridad.

A lo sumo, les ofrecería esas reminiscencias maquilladas con las que, a decir verdad, solía obsequiar a mis alumnos: hazañas de heroicidad callada, situaciones dramáticas, hombres que se las saben todas, derroche de valor. Y también, naturalmente, de acciones útiles. Les tendría en suspenso con la descripción de saltos nocturnos en paracaídas sobre el Cáucaso, peligrosas travesías en lancha rápida, desembarcos en playas, parpadeo de luces en la costa, transmisiones de radio clandestinas interrumpidas sin terminar la frase. Les hablaría de los anónimos héroes de la guerra fría que, cumplida su misión, se perdían modestamente en la sociedad que ellos habían protegido. O de refugiados políticos, arrebatados en el último segundo a las fauces del adversario. (Recomendamos: libros imprescindibles de John Le Carré).

Y, en cierta medida, sí, ésta era nuestra vida. En nuestros tiempos, nosotros hacíamos estas cosas y algunas hasta acababan bien. Teníamos en países malos a hombres buenos, que arriesgaban la vida por nosotros. Y, por lo general, se les creía y, en ocasiones, su información era utilizada correctamente. Así lo espero porque ni el mejor espía del mundo tiene valor alguno cuando su información no es bien utilizada.

Y, para dar la nota más desenfadada, durante el segundo whisky en el comedor de los agentes jóvenes, yo habría elegido aquel lance en el que un equipo de recepción del Circus, compuesto de tres hombres que operaba en Alemania Oriental, valerosamente dirigido por un servidor, nos encontrábamos apostados en una sierra de los montes Harz, rezando y aguzando el oído para percibir el siseo producido por un avión sin identificación que planeara con los motores parados y, meciéndose el aire detrás de él, el bendito paracaídas negro. ¿Y qué encontramos cuando nuestra oración fue escuchada y nos deslizamos por la helada ladera, en busca del tesoro? Piedras, decía a mis atónitos alumnos. Pedruscos del honrado granito de Argyll. Los hombres de la base aérea escocesa encargados del envío se habían confundido y nos mandaban el fardo utilizado en los entrenamientos. (Recomendamos: La historia de un espía israelí que asesoró al presidente Virgilio Barco).

Por lo menos, esta anécdota despertaba cierta reacción, contrariamente a lo que ocurría con mis otros relatos, que se quedaban sin auditorio a la mitad. Sospecho que el impulso de escribir a Smiley había estado gestándose en mí desde hacía más tiempo del que yo imaginaba. La idea nació durante una de las periódicas visitas que hacía a Personal para dar cuenta del rendimiento de mis alumnos. Entré en el bar de los altos funcionarios en busca de un bocadillo y una cerveza y allí me tropecé con Peter Guillam. Peter había hecho las veces de «Watson» de Smiley en su larga investigación para desenmascarar al traidor del Circus, que resultó ser Bill Haydon, nuestro Jefe de Operaciones.

Peter no tenía noticias de George desde hacía…, ¡oh, un año, por lo menos! Sí, George se había comprado aquel cottage en el norte de Cornualles, dijo, y se dedicaba a satisfacer su odio hacia el teléfono. Tenía influencia en la Universidad de Exeter y le dejaban usar la biblioteca. Yo, tristemente, imaginé el resto: George, ermitaño solitario en un paisaje desierto, paseando perdido en sus pensamientos. George, acercándose a Exeter, en busca de un poco de calor humano mientras esperaba ocupar su lugar en el Walhalla de los espías.

¿Y Ann, su mujer?, pregunté a Peter, bajando la voz como solíamos hacer cada vez que se pronunciaba el nombre de Ann, porque era un secreto a voces, y un secreto doloroso, que Bill Haydon se hubiera contado entre los muchos amantes de Ann.

Ann era Ann, respondió Peter encogiéndose de hombros con tolerancia. Ella tenía parientes que vivían en grandes mansiones en el estuario del Helford. Pasaba unas temporadas con ellos y otras con George.

Le pedí la dirección de Smiley. —No le digas que te la he dado —dijo Peter mientras yo la anotaba. Siempre habíamos sentido escrúpulos al dar el paradero de George. Aún hoy no sé exactamente por qué.

Tres semanas después, Toby Esterhase vino a Sarratt a darnos su célebre charla sobre el arte de la vigilancia clandestina en territorio hostil. Y, por supuesto, se quedó al almuerzo, que le fue particularmente grato por la presencia de nuestras tres primeras chicas. Después de una larga batalla, que había empezado cuando yo llegué a Sarratt, finalmente, Personal había decidido que las chicas no tenían nada de malo.

Casi sin darme cuenta, me encontré preguntando por Smiley. Ha habido ocasiones en las que yo no hubiera invitado a Toby ni a un vaso de agua y otras en las que he dado gracias a mi Hacedor por tenerlo de mi parte. Menos mal que, con los años, uno se acostumbra a las personas.

—¡Pero qué dices, Ned, por Dios! —exclamó Toby con su incurable acento húngaro, alisando su cuidada melena plateada—. ¿Es que no te has enterado?

—¿Enterado de qué? —pregunté con paciencia. —Mi buen amigo, George preside el comité de Derechos de Pesca. ¿Es que en estas catacumbas no os cuentan nada? Me parece que voy a tener que hablar con el Jefe cuando estemos solos. Una palabrita al oído en el club.

—¿Tendrías la bondad de decirme antes lo que es el comité de los Derechos de Pesca?

—Ned, si quieres que te diga la verdad, empiezo a preocuparme. Quizá te hayan borrado de la lista.

—Puede que lo hayan hecho —dije.

De todos modos, me lo dijo, tal como yo suponía, y expresé el debido asombro, lo cual hizo que se diera todavía más importancia. Pero una parte de mí aún hoy sigue asombrada. El comité de los Derechos de Pesca, según explicó Toby para ilustración de ignorantes, era un equipo de trabajo extraoficial compuesto por funcionarios del Centro de Moscú y del Circus. Su finalidad, dijo Toby —quien estoy convencido de que había perdido toda capacidad de sorpresa— consistía en identificar objetivos de información de interés para ambos servicios y crear un sistema para compartirla.

—En realidad, la idea, Ned, era identificar los puntos conflictivos del mundo —añadió con un aire de superioridad muy irritante—. Creo que las miras están puestas en Oriente Medio. Pero no digas que yo te lo he dicho, ¿eh, Ned?

—¿Y dices que Smiley preside ese comité? —pregunté con incredulidad, una vez hube tratado de digerir la primicia.

—Bueno, tal vez no por mucho tiempo, Ned. Está la cuestión de la edad, y todo eso. Pero los rusos se mostraban tan deseosos de conocerlo que lo metimos en el asunto para, como quien dice, cortar la cinta. Por deferencia. Una palmadita en la espalda. Una especie de gratificación.

Yo no sabía si estaba más asombrado de que Toby Esterhase fuera al altar del brazo del Centro de Moscú o de que George Smiley apadrinara el matrimonio. Días después, con permiso de Personal, escribí a la dirección de Cornualles que me había dado Guillam. Terminaba mi carta diciendo, con timidez, que si George odiaba hablar en público la mitad que yo, no debía aceptar mi invitación bajo ningún concepto. Yo no las tenía todas conmigo; pero cuando, a vuelta de correo, recibí su pulcra postal, en la que se declaraba encantado, me sentí tan confuso como un principiante, y no menos azorado.

Dos semanas después, estrenando traje para la ocasión, me hallaba en la salida de andenes de la estación de Paddington, observando a los veteranos trenes soltar su carga de pasajeros de mediana edad. No creo que nunca hasta entonces me hubiera percatado de lo impersonal que era el aspecto de Smiley. Tenía la impresión de que, dondequiera que mirara, veía versiones de él: caballeros de cierta edad, rechonchos y con gafas, y todos ellos con el mismo aire de George de llegar con retraso a un sitio al que preferirían no ir. Y, cuando quise reaccionar, ya nos habíamos dado la mano y él estaba a mi lado, en el asiento trasero de un «Rover» de la Oficina Central, más robusto de lo que yo lo recordaba, y con el cabello blanco, eso sí, pero con un vigor y un buen humor que yo no había visto en él desde que su esposa tuvo su fatal devaneo con Haydon.

—Vaya, vaya, Ned, ¿le gusta ser maestro? —¿Le gusta a usted el retiro? —repliqué, riendo—. Pronto le haré compañía.

Oh, el retiro le encantaba, me aseguró. Le sabía a poco, dijo con ironía; yo no debía temerlo. Un poco de asesoramiento aquí, Ned, una charla allá, luego un paseo. Hasta tenía perro…

—Tengo entendido que le han llamado para que presida cierto comité extraordinario —dije—. Cuentan que para conspirar con el Oso contra el Ladrón de Bagdad.

George no es aficionado a los chismorreos, pero vi que su sonrisa se ensanchaba.

—¿Eso dicen? Y su fuente de información es Toby, no cabe duda —dijo, contemplando beatíficamente el triste paisaje suburbano mientras, cambiando de tema, se ponía a hablar de dos ancianitas de su pueblo que se odiaban mutuamente. Una tenía una tienda de antigüedades y la otra era riquísima. Pero, mientras el «Rover» seguía avanzando por el otrora rústico Condado de Hertford, yo pensaba menos en las ancianas del pueblo de George que en el propio George. Y me decía que éste era un nuevo Smiley, que contaba anécdotas de ancianitas, formaba parte de comités mixtos con espías rusos y contemplaba el mundo exterior con el deleite del que acaba de salir del hospital.

Aquella noche, el mismo hombre, embutido en un viejo esmoquin, estaba a mi lado en la mesa presidencial de Sarratt, contemplando con benévola expresión los relucientes candelabros de metal y las viejas fotografías de grupos que se remontaban hasta sabe Dios cuándo. Y las caras inteligentes y expectantes del joven auditorio que esperaba oír la voz del amo.

—Señoras y caballeros, Mr. George Smiley —anuncié gravemente levantándome para presentarlo—. Una leyenda del Servicio. Muchas gracias.

—Oh, no me considero una leyenda, ni mucho menos —protestó Smiley mientras se ponía en pie—. No soy más que un viejo bastante gordo, varado entre el pudding y el oporto.

Y la leyenda empezó a hablar, y yo caí en la cuenta de que hasta entonces nunca había oído hablar en público a Smiley. Yo suponía que éste era un arte para el que él tendría escasas dotes, las mismas que para imponer su criterio o llamar a un agente por su verdadero nombre. Por lo que su manera soberana de dirigirse a nosotros me sorprendió antes de que empezara a intuir el contenido de la charla. Mientras escuchaba sus primeras frases, veía cómo la cara de mis alumnos —no siempre tan atentos— se alzaban, se relajaban e iluminaban mientras le concedían al principio su atención, después su confianza y finalmente su fervor. Y entonces pensé, con una sonrisa interna de tardío reconocimiento: sí, sí, por supuesto, ésta era la otra personalidad de George, el actor que siempre llevó dentro, el oculto Flautista de Hamelin. El hombre al que amó Ann Smiley, al que traicionó Bill Haydon y al que siguió lealmente el resto de nosotros, para asombro de extraños.

Existe en Sarratt la sabia tradición de no grabar los discursos a los postres, ni tomar notas, ni hacer referencia oficial a lo dicho. El invitado de honor gozó de lo que Smiley, a su manera germánica, llamó «la libertad del necio», aunque se me ocurren pocas personas menos cualificadas para tal privilegio. Pero soy un profesional entrenado para escuchar y recordar, y Smiley no había pronunciado muchas palabras antes de que yo advirtiera —y mis alumnos también— que Smiley le hablaba directamente al hereje que llevo dentro. Me refiero a ese otro yo menos obediente, al que, si he de ser sincero, me había resistido a reconocer desde que me embarqué en esta última etapa de mi carrera, al oculto inquisidor que había sido mi incómodo compañero.

* Se publica por cortesía de Penguin Random House Grupo Editorial, sello Debolsillo.

Por John Le Carré * / Especial para El Espectador

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