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La última tarde del caudillo, de Jorge Eliécer Pardo, es el cuarto volumen de El quinteto de la frágil memoria, saga histórica en la que ha estado inmerso el autor desde hace más de veinticinco años.
En esta obra se entrelazan los protagonista de los tres primeros tomos, El pianista que llegó de Hamburgo (Pardo, 2012), con sus emblemáticos Matilde Aguirre y Hendrik Joachim Pfalzgraf; Carlos Arturo Aguirre, el eterno enamorado de María Rebeca, el carpintero del barrio Egipto de La baronesa del circo Atayde (Pardo, 2015) y, por supuesto, la guerra bipartidista de Laureano Gómez y el dictador Gustavo Rojas Pinilla, figuras centrales del tercer volumen, alrededor del surgimiento de los grupos armados convertidos en guerrillas, en el cual giran infinidad de personajes, víctimas anónimas que conforman los Trashumantes de la guerra perdida (Pardo, 2017).
No obstante, cabe la aclaración de que La última tarde del caudillo (Pardo, 2018) rompe con el esquema narrativo de las obras mencionadas; la narración se desarrolla en un escaño del Parque Nacional Enrique Olaya Herrera donde Matilde cuenta a su hijo Federico Bernal, de 11 años, los trágicos sucesos del 9 de abril de 1948 que vivió al lado de su hermana Sofía buscando a su terco abuelo por las calles de una ciudad incendiada en el evento que los colombianos conocemos como El Bogotazo; al mismo tiempo rememora su vida y la de su padre y, al hacerlo se dice —en reiterados monólogos interiores— que debe relatarle toda la verdad sobre su vida; no lo hace, no encuentra ni las palabras adecuadas ni el valor que requiere su confesión.
Recordemos que Matilde Aguirre es una mujer enamorada de su profesor de piano Hendrik Joachim Pfalzgraf, el músico que llegó de Hamburgo; es lo que comúnmente se llama una mujer adúltera, conducta muy grave en la sociedad de los años 50 y 60 del siglo pasado, sin descontar la condena de la Iglesia. Incluso el marido, en caso de encontrar a su esposa con su amante, podía matarla con toda impunidad, alegando “ira e intenso dolor”, algo que no aplicaba en el caso contrario.
Las visitas al parque convierten —por el andamiaje— a La última tarde del caudillo en un libro diferente a los anteriores, una puesta en escena novedosa; podría decirse incluso que muy posmoderna, puesto que Matilde mezcla los sucesos íntimos con el acontecimiento que partió la historia de Colombia en dos, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
La estructura novelesca remite al lector a dos obras clásicas del siglo XX, Ulises de James Joyce y La señora Dalloway de Virginia Woolf, que dieron inicio a una revolución narrativa sin precedentes, verdadera ruptura literaria que no había sido vislumbrada antes. Llamo la atención que las dos novelas transcurren en un solo día, así las vidas de los personajes desfilen durante esas veinticuatro horas que comprenden la narración. Esta característica, conocida como flashback, muy probablemente no habría sido posible sin el advenimiento del cine.
Las alternativas de jugar con el tiempo, algo inconcebible en la novela decimonónica donde el tiempo era lineal. En otras palabras la literatura, por primera vez en su historia, recibía una clara y contundente influencia que la cambiaría para siempre. Lo digo porque hasta ese momento era ella, en cierta forma, la que había influenciado a las demás disciplinas. Y si aludo al uso del lenguaje cinematográfico es porque Pardo hace gala de ese recurso en el desarrollo de La última tarde del caudillo. Los saltos en el tiempo son permanentes y posibles gracias a la evocación de Matilde Aguirre. La remembranza puede ser también una especie de láudano, de catarsis para sacudir el dolor, máxime cuando se le nombra; un viaje interior, un regreso a la semilla con el fin de entender quiénes somos y para dónde vamos.
Y la evocación cobra especial importancia cuando se piensa que Colombia —un país azotado por una violencia cuasi endémica— suprimió la enseñanza de la historia del pénsum escolar; un gran desatino que ha impedido que los colombianos menores de cuarenta años sepan —así sea fragmentariamente— la historia nacional. Una sociedad que desconoce el pasado no puede entender el presente y mucho menos proyectar su futuro; y lo que es peor, está condenada a repetir su pasado. También es cierto que la historia que se impartía en las aulas escolares era la oficial, donde el discurso que la contradijera estaba proscrito; pero al menos se hacía un ejercicio para entender la problemática social, religiosa, cultural, ideológica, política y económica que giraba en torno a ella. Por lo anterior, El quinteto de la frágil memoria de Jorge Eliécer Pardo viene a llenar ese vacío que los políticos de turno nos impusieron hace algunos años, convencidos de que una sociedad que no piensa ni analiza ni critica es una sociedad de borregos dóciles que fácilmente se llevan al matadero si así lo ordena el mandamás de turno. ¡Y vaya si han logrado su objetivo!
El título —visto como logos y pathos—
Hace algunos días leía con cierta preocupación una entrevista a un joven escritor que confesaba con bastante ingenuidad que era muy malo para poner títulos a sus cuentos y que generalmente era su editor o algún amigo quien los sugería y él simplemente los aceptaba. Algo que considero craso error, voy a explicar por qué.
El título de una obra literaria —cuento, novela, poesía, teatro o ensayo— debe ser una hoja de ruta que permita al autor navegar por aguas seguras y que el lector se sienta atrapado inmediatamente por esa bitácora que despierte su interés por descubrir que hay detrás de ella.
El título debe ser un compendio de la obra que va a leerse, algo que no debe obviarse. Incluso alguna vez leí en una columna de Umberto Eco que decía a los alumnos que participaban en sus talleres de creación literaria que lo primero que tenían que tener claro, antes de comenzar una obra de ficción, era el título, o la obra podía no encontrar el rumbo adecuado. No digo que sea una verdad de a puño y que siempre sea así, pero creo que funciona para muchos escritores, posiblemente para la mayoría.
El título contiene nada menos ni nada más que el Logos, o sea el discurso, el razonamiento que predominará en la obra y, por supuesto, también el Pathos, es decir, el título debe cautivar, atrapar, enamorar, generar interés y expectativa en el lector que lo descubre en la carátula del libro; al mismo tiempo que proyecta en su mente una serie de imágenes sobre lo que posiblemente va a encontrar en sus páginas.
Es lo que nos genera el título La última tarde del caudillo, de Jorge Eliécer Pardo, sobre todo para el lector colombiano que sabe que el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, El caudillo, marcó el inicio de esa larga guerra de más de sesenta años que nos ha asolado y de la cual apenas estamos saliendo, guerra que surge en parte por el llamado a la venganza.
Venganza: Ethos y palabra clave
No soy un hombre, soy un pueblo. Si avanzo, síganme, si retrocedo, empújenme, si me matan, vénguenme. Jorge Eliécer Gaitán. Este es el epígrafe que abre La última tarde del caudillo y vuelve a ser repetido en la página 82.
Y si hago alusión a este llamado a la “venganza” es porque ese grito representa el Ethos de la novela de Pardo. La venganza se convierte en una conducta, en la razón de ser de un pueblo que se siente traicionado y necesita vengar a su líder así ese acto desesperado sólo conduzca al caos, al infierno, a un túnel sin salida y a la exacerbación de todas las pasiones inherentes a la fragilidad humana.
Venganza es una palabra reiterada diez y seis veces en el libro, siempre con la carga semántica que la caracteriza. Por supuesto el autor hace de ella la clave de su ejercicio ficcional. Veamos:
Matilde Aguirre asiste indemne a la hecatombe de El Caudillo: “Ve cómo el pueblo, enfurecido, no dejará piedra sobre piedra” (Pardo, 2018: 82). “Odios y venganzas, las causas más viles de las guerras, dijo a su hijo” (Pardo, 2018: 157).
En realidad la palabra venganza se camufla en la narración: “Aguirre decía que los curas azuzaban a la violencia desde los púlpitos. —Los liberales y los demonios se sientan en la misma mesa” (Pardo, 2018: 157).
Azuzar u odiar son verbos que aparecen una y otra vez: “Ella odió la orfandad” (Pardo, 2018: 61). “Los jueces y la policía tenían en secreto la sospecha de que a nadie le interesaba saber quién era el culpable, pero que un desquiciado, o varios, fueran inculpados, detendrían odios y venganzas que, como sombras, se deslizaban por el país” (Pardo, 2018: 72).
La palabra odio se registra once veces, importante si se tiene en cuenta que es un adjetivo calificativo que designa un sentimiento generalizado en los personajes que deambulan en la obra de Pardo y que incitan a la venganza:
“Cumplen órdenes de Gaitán a pesar de que en sus corazones hay odio, ganas de venganza” (Pardo, 2018: 214).
Y estas dos palabras, venganza y odio, nos llevan al nodo narrativo: La Violencia desatada desde Palacio por Doña Bertha y su esposo Mariano Ospina Pérez, esa etapa aciaga de la historia colombiana, poco contada y aun menos novelizada.
“Volverán las ratas a rasgar la tierra, subir por las paredes, arrancar tiras de personas, sin un grito. Las cloacas vomitarán más y más ratas en las guerras perdidas. Ojalá cuando seas adulto y nosotros estemos bajo tierra, sepas quiénes fueron los verdaderos asesinos y entiendas que después de El Bogotazo la guerra en Colombia no pararía” (Pardo, 2018: 326).
La última tarde del caudillo es, ante todo, el relato de La Violencia contado desde otra perspectiva; es la visión de los vencidos, de los desharrapados, de los obreros que no tienen nada que perder porque lo perdieron todo antes de nacer.
Y por supuesto nos tropezamos con la imagen del dictador Gustavo Rojas Pinilla el militar rocambolesco que dejó una estela de poder y satrapía que aun se hace sentir; el dictadorzuelo que puebla el tercer libro de la saga, Trashumantes de la guerra perdida; ese que surgiría tras un golpe de Estado y que en su momento no alcanzaron a dimensionar. “Nos lanzamos a la calle a vitorear al que empezaron a llamar Segundo Bolívar, teniente coronel Gustavo Rojas Pinilla. Soñamos con la concordia y los buenos tiempos venideros, lejos de las armas” (Pardo, 2018: 280).
Porque la saga de Pardo es en realidad la historia de la inutilidad de las guerras, sobre todo de la colombiana, cuya herencia ha sido el despojo sistemático a los desheredados, cuya violencia es ejercida desde las entrañas mismas del poder omnímodo, el que no acepta el diálogo ni la inclusión —poder que llamamos Estado— dando como resultado una sociedad fracturada, habitada por el dolor, el rencor y por la impotencia al no lograr ser una sociedad más justa, más equitativa, menos violenta.
“Te quedas callado cuando hablábamos de ese día, sin comprender cómo la guerra te persigue. Habías huido de Alemania y la muerte te lamía de nuevo” (Pardo, 2018: 19).
Lo que lleva a preguntarme:
¿Estamos condenados a repetir nuestra historia de horror por otros cincuenta años?
¿Estamos condenados a cien años de soledad y guerra fratricida?
Y si hablo de fratricidio es porque La Violencia en realidad fue una guerra civil nunca aceptada como tal, y por supuesto invisibilizada; como si al no nombrarla se pudiese creer que nunca existió, que es sólo una leyenda que se cuenta en las noches para infundir miedo y poder controlar a los niños que no desean dormir.
Tal vez por ello Jorge Eliécer Pardo recurre a una metáfora, la de la invasión de las ratas, utilizada por Albert Camus en su obra egregia, La Peste.
Las ratas
La guerra, y todo lo que representa, está asociada con imágenes dantescas, con la hecatombe, con la desaparición del mundo que conocemos; no en vano cuando una guerra se acaba descubrimos con horror ciudades arrasadas, de cuyos escombros salen personajes famélicos, sombras de sí mismos que se habían escondido en las alcantarillas para no morir en los bombardeos. Incluso antes, mucho antes del arcabuz, cuando las guerras se hacían con espada, Atila decía que por dónde él y sus huestes pasaban ni la hierba volvía a crecer. También solemos decir que la especie humana no sobrevivirá a una tercera confrontación mundial, solo las ratas repoblarían los vestigios dejados por la inconciencia humana.
Tal vez por ello Camus hizo de las ratas y la peste la metáfora de su libro, una metáfora que en realidad denunciaba la llegada del nazismo y la ocupación alemana en Francia durante La Segunda Guerra Mundial; al menos es la explicación que le da a Ronald Barthes que había escrito que la referencia a dicho período, en la obra de Camus, solo se trataba de un mal entendido. Camus le responde:
“La Peste, dont j’ai voulu qu’elle se lise sur plusieurs portées, a cependant comme contenu évident la lutte de la résistance européenne contre le nazisme. La preuve en est que cet ennemi qui n’est pas nommé, tout le monde l’a reconnu, et dans tous les pays d’Europe. Ajoutons qu'un long passage de La Peste a été publié sous l'Occupation dans un recueil de Combat et que cette circonstance à elle seule justifierait la transposition que j'ai opérée. La Peste, dans un sens, est plus qu’une chronique de la résistance. Mais assurément, elle n’est pas moins”. (Camus, 1975).
Jorge Eliécer Pardo retoma esta metáfora en su novela La última tarde del caudillo; tal vez por ello la palabra rata aparece veintitrés veces:
“Luego huían hacia sus casas porque se decía que mataban liberales en calles y barrios y que una extraña invasión de ratas se llevaba los niños” (Pardo, 2018: 313).
Con esta alusión es imposible no pensar en El flautista de Hammelín; además esa es precisamente la función principal de la guerra: dejar a los pueblos sin sus niños; erradicar la simiente que podrá devolverle algún día su vida, su existencia, su razón de ser. Colombia es un país que ha padecido esta especie de “maldición”; conoce muy bien al flautista que secuestra la infancia e implanta en su lugar un ejército de ratas por espacio de varios decenios.
Y mientras el flautista se roba a los niños, la invasión de ratas, que deja detrás de su melodía de sombras, es la encargada de darse un festín con los desaparecidos de la guerra; ellas son las calladas y eficientes cómplices del matrimonio Ospina Pérez que desde Palacio las azuzó para que salieran de las madrigueras e hicieran el trabajo sucio que ellos preferían ignorar: “ … está infestado con ratas. Sobreviven en el Fucha. Aprovechan las alcantarillas. La primera noche de El Bogotazo, atacan, borran vestigios de cientos de asesinados” (Pardo, 2018: 80).
Y más adelante:
“ … el pueblo inhuma o se lleva a sus muertos, los arrebatan a las ratas nocturnas” (Pardo, 2018: 277).
Una metáfora que refleja —como un terrible juego de espejos— la tragedia a la que se enfrentan miles de colombianos cuando emprenden la búsqueda de sus seres queridos; esos que comúnmente conocemos como “desaparecidos”.
La Poiesis en "La última tarde del caudillo"
La saga histórica de Jorge Eliécer Pardo tiene una característica común, el lenguaje; en realidad es una de sus columnas vertebrales, las otras dos, la violencia y el amor. El lenguaje de Pardo lo había resaltado en mi ensayo sobre las dos primeras novelas en El puzzle de la memoria o el aroma a trópico de Jorge Eliécer Pardo (Estrada, 2016: 25).
“El manejo del castellano en Jorge Eliécer Pardo es de una gran riqueza en todos los sentidos, gramatical, verbal, sintáctico. Si se habla de una fuerza descomunal en los libros de Pardo, es, precisamente, el lenguaje. (…) “Es impecable, limpio, rico en metáforas que nos hacen volar y caer en picada, sumergirnos en aguas turbulentas y en lagos sin olas, nos hace pisar el rocío del amanecer y viajar en el ojo del huracán. Es avasallador por decir lo menos. Es como cabalgar en un caballo desbocado que corre por la cresta de la cordillera vadeando abismos ocultos por la bruma. Otras veces es plácido como las aguas de un lago en tiempos de verano” (Estrada, 2016, 34).
Dicho de otra forma en el lenguaje de Pardo encontramos la Poiesis en su estado primigenio, la música interna que navega a todo lo largo de la narración que nos ocupa. Su lenguaje puede ser visto como la creación de la que hablaba Platón en El Banquete, léase la producción; de ahí su carácter polisémico y su perdurabilidad en el tiempo, su atemporalidad.
Y si hablo de atemporalidad es porque en la saga El quinteto de la frágil memoria están las claves para que los sociólogos, historiadores, antropólogos, dramaturgos o literatos, que deseen desentrañar la convulsa historia colombiana en treinta o cincuenta años, de la que no habla la historia oficial, van a poder escarbar en estas páginas que Pardo ha puesto delante de los ojos atónitos de muchos colombianos que hoy se niegan a ver el lado oculto del espejo; los mismos colombianos que como borregos siguen falsos mesías engendrados por egos, poder y negocios oscuros; que han habitado el Palacio de Nariño, ese mismo palacio que sirvió de sede a la pareja Ospina Pérez para dirigir desde sus ventanas las hordas de ratas que cubrieron con su manto de ignominia las calles de Bogotá; una mancha que se extendió por el territorio y que dejó una bruma espesa, un banco de niebla que apenas comenzamos a penetrar. Me refiero no solo a La Violencia contada en Trashumantes de la guerra perdida y en La baronesa del circo Atayde, sino a los paramilitares y guerrilla que aparecen en El pianista que llegó de Hamburgo.
Tal vez por eso Matilde Aguirre le dice a su amado, o al menos piensa, en uno de sus eternos monólogos interiores, que se lo dice o que se lo ha dicho: “Las ratas grises te acompañan. … huyes pero el gran genocida te alcanzará, se meterá en tus espejismos, en las pesadillas de las tardes, en nuestro socavón de noche ficticia, y los roedores de La Candelaria te despiertan para devolverte la existencia”. (Pardo, 2018: 28)
Recuérdese que Hendrik Pfalzgraf, el pianista que llegó de Hamburgo, venía huyendo de otras huestes, conocidas como las SS, y por supuesto huía de las garras de su jefe, el que llenó a Europa de campos de concentración y que inventó las cámaras de gas y los hornos crematorios; hornos que más tarde replicarían las hordas paramilitares en Colombia.
Porque la historia es una eterna serpiente que se muerde la cola.
Con esto quiero decir que estamos ante un escritor que conoce a fondo los secretos de una buena narración, que sabe abrir y cerrar una novela —en este caso una saga— y que no deja ningún hilo pendiente. Algo que no siempre logran todos los novelistas.
Tal vez por ello al comienzo de La última tarde del caudillo leemos: “Federico concluirá años después que es un árbol talado, sin genealogía, atormentado por los abandonos”. (Pardo, 2018: 10)
¿Es esta frase el abrebocas para el próximo libro de la saga El quinteto de la frágil memoria? Imagino a Federico como personaje principal, el mismo que va a tratar de armar el rompecabezas de su propia vida. No en vano en El pianista que llegó de Hamburgo aparece al final, cuando adulto, movido por la compasión, recoge de la Calle del Cartucho a Hendrik Joachim Pfalzgraf; así el pianista no sepa quien es ese hombre con el que suele sentarse en un banco del ancianato donde él lo lleva para que muera tranquilo; lejos de la violencia de la calle donde ha pasado los últimos años obnubilado por el olor a alcohol y pegante que le borra la memoria.
Quisiera recordar que el nombre del autor, Jorge Eliécer, no es puesto al azar, por el contrario, los progenitores del escritor lo escogieron como homenaje claro al Caudillo que habían seguido con pasión y convicción. No en vano, después del asesinato de Gaitán, y cuando las hordas de ratas invadieron el campo y los poblados, en esa marcha con la que buscaban borrarlo de la memoria colectiva, el padre del escritor Pardo tuvo que huir varias veces, esconderse debajo de la tierra y llevar a su familia al exilio, convertirla en trashumante o desplazada. Y si hablo de exilio es porque cuando se sale de un pequeño poblado tolimense de los años cincuenta a una ciudad de varios miles de habitantes como era Bogotá, es simple y llanamente partir al exilio. Una tragedia que está presente a todo lo largo de la saga de El quinteto de la frágil memoria, tragedia constante en la historia de Colombia; recuérdese que somos el país con la población desplazada más grande del mundo, cerca de siete millones de personas, nada menos ni nada más: gran vergüenza y gran tragedia.
A modo de conclusión
La última tarde del caudillo es un libro para ser leído en voz alta en mítines, reuniones familiares, escuelas, colegios y universidades, o bien para ser leído al oído de la persona que amamos; la poiesis interna hace que su discurso sea escuchado como una sinfonía hermosa y totémica, donde la voz humana rescata el oficio de antiguos juglares; lo que confirma que El quinteto de la frágil memoria es una verdadera saga —lo digo entre otros aspectos— por su característica de oralidad en el que las historias viajan de boca en boca, cada oído guarda una a una las palabras escuchadas y la memoria se encarga de hacer el resto.
Presentación “La última tarde del caudillo”. Abril 9, 6:30 p.m. Gimnasio Moderno (Bogotá).