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José Saramago: errante de sí mismo

Influenciado por Fernando Pessoa, el autor de El ensayo sobre la ceguera, que falleció hace ya diez años, dejó en su literatura la inquietud por los múltiples “yo” que habitaron en él.

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Andrés Osorio Guillott
18 de junio de 2020 - 03:38 p. m.
Al entregarle el Premio Nobel de Literatura en 1998 a José Saramago, la Academia Sueca afirmó que su literatura lograba "volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía".​
Al entregarle el Premio Nobel de Literatura en 1998 a José Saramago, la Academia Sueca afirmó que su literatura lograba "volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía".​
Foto: Agencia EFE
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Del poeta portugués Fernando Pessoa se ha investigado y divagado mucho sobre sus heterónimos. Su obra literaria está plagada de otros nombres que pudieron ser él, o que pudieron ser la construcción de muchas ideas, de muchos seres cercanos. ¿Y quién dice que esas construcciones no son también partes de un todo llamado “yo”?

El debate sobre la composición de nuestro ser, de lo que también puede llamarse esencia tiene tintes filosóficos, religiosos y hasta científicos. Ahondar en lo que hemos sido, en ese extraño pasado que somos, en ese indescifrable presente que habitamos y ese incierto futuro al que ya asistimos, -pienso también en ese “ya somos el olvido que seremos” de Borges”, es adentrarnos en ese pantanoso terreno de la metafísica.

La inquietud de pensar en el “yo” es un tópico de vieja data. Si bien aquello que llamamos metafísica existe desde la Antigua Grecia, pensando más que todo en el ser, es desde el comienzo de la Modernidad con Descartes que el análisis del concepto empieza a obtener otra perspectiva. Pasando por Carl Jung o Freud, que ya se acercan más a la contemporaneidad, el cuestionamiento por el “yo” ha arrojado significados asociados a ese subconsciente donde se alojan los sentidos más profundos de lo que somos y del modo en que nos comportamos.

En el portal de la Fundación José Saramago, que se creó en 2008 para rendir un homenaje en vida a lo que el portugués le dejó a las letras de su país, se encuentra una reflexión asociada con ese interés por el “yo”: “Creo que nos hemos puesto de acuerdo en los últimos tiempos en que el yo no existe, no hay nada de constante, de permanente. La vida de cada uno de nosotros es lo que se puede llamar yo si eso no existiera en cada circunstancia y en cada momento de la vida —en la juventud, en la edad madura, en la vejez—, siempre habría algo intacto, inmutado, que sería el yo. Creo que está claro incluso en la obra de unos cuantos autores, y ahora estoy pensando particularmente en Fernando Pessoa, con la creación de una pluralidad de poetas que transportaba dentro y que se expresan de modo distinto para decir cosas distintas, hasta el punto de que a veces uno no sabe muy bien qué es lo que pensaba Fernando Pessoa; sabemos muy claramente qué es lo que pensaban y cómo expresaban lo que pensaban Ricardo Reis, Alvaro de Campos, Alberto Caeiro, Bernardo Soares y Fernando Pessoa. El, Fernando Pessoa, la persona en sí, se queda retrasada; lo que aparece en primer lugar son los otros, para decirlo así, el yo. Ocurre esto: aunque no tengamos la conciencia muy clara de qué es ser así, lo que hacemos a lo largo de toda la vida es buscar una identidad para uso exterior, es decir, entre todo lo que podríamos ser definimos un personaje de nosotros mismos, que es lo que paseamos, lo que llevamos a la calle, es lo que está ahí para tener una relación con los demás; y hacemos un esfuerzo tremendo para que no parezca que podríamos ser otras cosas. Y a veces esto, cuando llega a transformarse en un conflicto, se resuelve por la locura, la gente que no es capaz de dar de sí misma una sola imagen, y se dispersa. Fernando Pessoa lo ha resuelto en esa constelación de otros que en el fondo son manifestaciones de una persona que no tiene efectivamente un yo. Porque, si fuera cierto, cuando yo tenía cinco años tenía un yo que sería el mismo yo de cuando tenía 24 ó 53 ó 79 u 80, que es la edad que tengo ahora, y lo que pasa no es eso. Vamos cambiando. El yo cambia, y con el cambio ya no es yo”.

En José Saramago hay una constante búsqueda por ese sentido de la vida. A lo largo de su obra se manifiesta ese interés por responder a una de las tantas preguntas existencialistas que parecen haber sido creadas para mantener un propósito más allá del que se nos arrojó en la tierra. En medio del humor de sus personajes, de la ironía de los mismos y de una aparente lucha entre la esperanza y el más rampante desinterés por el entorno se presentan momentos propicios para cuestionarse por lo que “es” y por lo que “somos”.

“Hay entre nosotros una cosa que no tiene nombre, y esa cosa es lo que somos”, se pregunta un personaje en El ensayo sobre la ceguera, el libro que terminó por reafirmar el valor de su pluma y el arraigo a una sensibilidad que le permitió construir una extensa metáfora de un mundo que carece de esas circunstancias humanas que mencionó alguna vez Marx y que él recordaba constantemente apelando a un compromiso con el cuidado del otro.

Ese espectro, esa presencia de lo que somos y que resulta innombrable se acerca a una sensación de incertidumbre y desasosiego, a una sensación de absurdo que nos extravía una y otra vez en esa búsqueda por responder al propósito y al significado de nuestra condición humana. Y así, en ese interés por vislumbrar nuestra consciencia también vamos relegando la lucha de esos otros, otros como nosotros, que exploran también en esas multiplicidades que son y que tal vez no reconocen.

El portugués supo convivir con todos los que fue, supo ser un contorsionista de su existencia al mantener un equilibrio entre la incertidumbre de sus metamorfosis y la certeza de haberse despojado siempre de aquellos imanes terrenales que engañan a los que no han revelado que en vida también se muere varias veces, y que esa muerte que Saramago ya había conocido previamente al retarla en su literatura y al llamarla constantemente en medio de su aciaga personalidad, no es otra cosa que una cómplice necesaria para sentenciar la vulnerabilidad y nobleza en la naturaleza humana.

“Sabrás que para ti no habrá descanso, / La paz no está contigo, tampoco la fortuna: / El signo así lo ordena. / Te pagan bien los astros esta guerra: / Por más breve que sea la cuenta de tu vida, / Pequeña no será”, escribió el portugués en el poema Signo de escorpión. Como un acercamiento a la astrología, a ese campo que también pretende ocuparse de lo espiritual, que busca responder a lo tormentoso que habita en el interior. De allí también aparece otro reflejo de ese Saramago errante en sí mismo, ese que supo desnudarse por medio de las situaciones inverosímiles de sus novelas, a esa pandemia de la ceguera, a ese inusitado voto en blanco, a ese Hombre duplicado o a esa ciudad que padeció Las intermitencias de la muerte.

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