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Juan Andrés Ferreira: “El Budismo Zen me enseñó a observar sin juzgar”

“Mil de fiebre” es la primera novela del autor uruguayo. La irreverencia y el desvarío de sus personajes llevan al lector a un conflicto de posturas y a un constante cuestionamiento sobre la vida y el instante que esta representa.

Andrés Osorio Guillott

13 de octubre de 2020 - 01:19 p. m.
Juan Andrés Ferreira ha sido cronista y crítico cinematográfico. Hizo parte de la antología "El descontento y la promesa. Nueva/joven narrativa uruguaya"
Foto: Leo Barizzoni
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Muchos escenarios de emociones fuertes, de momentos en los que los personajes viven al límite de su condición. ¿Cree que en la literatura y en las artes siempre se busca que el lector o el espectador sienta aquello que lee o que ve? ¿No olvidan a veces los autores que sus relatos pueden experimentar otras vivencias o reacciones físicas?

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No sé cómo será en otros casos. En el mío, al menos, el proceso de escritura también es un proceso de lectura e interpretación en el que experimento otras vivencias, las cuales involucran reacciones físicas y emocionales. En Mil de fiebre traté de desaparecer, de olvidarme de mí. Quiero decir: cuando trabajaba en un capítulo o en las acciones o en los sentimientos de un personaje; Luis, por ejemplo, me ponía las gafas de él, por así decirlo, e intentaba ver y sentir el mundo tal como creo que él lo haría. Se trató, en buena medida, de un trabajo de interpretación similar, creo, al que realiza un actor. Una labor que implicó un gran compromiso con cada personaje y su historia. Porque, sinceramente, para mí todos los personajes, del primero al último, importaban. Todos tenían su historia y todos tenían algo que decir. Todos eran importantes. Todos son importantes. Por cuestiones obvias la novela que llega al lector elige mostrar lo que sucede con algunos de ellos. Y eso fue, precisamente, lo que me condujo a experimentar sensaciones y reacciones físicas que, creo, en algunos casos también pueden trasladarse a la lectura.

Hablemos de la influencia del cine en la escritura: primero, en la forma: ¿los diálogos son producto de esa cercanía con el guion cinematográfico o no está relacionado con este campo? Y de fondo: ¿el gusto por las películas de personajes como Stanley Kubrick determinan también algunos escenarios y personajes?

Estudié producción audiovisual. Siempre me interesó mucho la escritura de guiones y, de hecho, trabajé en un par de guiones cinematográficos. Puede que esa formación y ese interés se hayan colado en los diálogos, no lo tengo claro. En cuanto a las películas de Stanley Kubrick, un director que me gusta mucho, no lo había pensado. Al menos, a nivel consciente, no alcanzo a rastrear esa influencia, aunque no la descarto.

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¿Y en cuanto a la misma literatura? El tono irreverente me hacen pensar en la llamada Generación Beat. ¿Hay algo de ellos entre su biblioteca y entre sus gustos como lector?

Hay beats en mi biblioteca, por supuesto. Están Jack Kerouac y William Burroughs. También Charles Bukowski, si puede incluirse entre ellos. Y también hay autores considerablemente influidos por la Generación Beat, como Enrique Symns, que ha leído a Burroughs con suma atención. Los leí hace muchos años y la verdad es que no sé si los leería ahora (con excepción de Symns). De todos modos, no reconozco mayor grado de influencia en lo que hago, salvo, tal vez, en el interés por las escuelas filosóficas orientales, entre ellas el Zen. No me identifico ni me siento cómodo con la escritura automática ni la prosa espontánea, más bien hago todo lo contrario y creo que paso más tiempo corrigiendo que escribiendo.

“El tiempo es un músculo. La vida es musculación”. ¿Nos vamos ejercitando para entender mejor el tiempo? ¿Cómo se concibe la vida y su paso limitado en el tiempo?

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Adhiero a la hipótesis de que el tiempo es una ilusión, tal como se postula en algunas teorías de la física, en ciertas escuelas místicas o en corrientes espirituales como el budismo. El tiempo existe en la mente, es una construcción mental que, como tal, depende de la percepción. Y la percepción, a su vez, está condicionada por los órganos sensoriales, que están condicionados y son limitados: hay colores que no vemos, sonidos que no oímos, olores que no olemos (y no por eso no existen). También vemos cosas que ya no existen, o que están ubicadas en el pasado, como algunas estrellas en el cielo, por mencionar un caso obvio. Y está el asunto de la memoria. Un mismo suceso se puede recordar de modos diferentes, con cambios sutiles o no tanto, en diferentes etapas de la vida, según los valores, las experiencias, las vivencias acumuladas, de manera que el presente de cada quien influye en su pasado, que está en constante construcción. Es algo fascinante. Pienso en comunidades como la de los Nasa, que lo conciben de manera inversa al patrón mental que llevamos por defecto: para ellos el pasado está adelante (es algo que se ve) y el futuro está detrás (es algo que no pueden ver).

Los dos personajes presentan trastornos y desequilibrios. Quizá todos los tenemos, pero no nos atrevemos a reconocerlos. ¿Por qué le interesó o de dónde surge ese interés por plasmar en los personajes ese desvarío?

Creo que escribir es explorar. Supongo que necesité llegar a esos extremos para ver qué había del otro lado. Me interesaba ver, conocer lo que los hace humanos. Werner es una persona que vive en la comodidad que le brinda la prisión de su mente, una prisión tan cómoda que él ni siquiera es consciente de que está preso. Es alguien que está aferrado a sus propias construcciones mentales, a los relatos que teje sobre sí mismo. Por otro lado, Luis es un hombre grande que se siente pequeño, un náufrago en su cabeza. Se percibe desamparado, a la deriva. Luis carga con una culpa atroz que se manifiesta de formas todavía más atroces. Ambos, cada uno por su lado, incluso sin desearlo, se someten a experiencias que mueven sus cimientos.

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Le ofrezco disculpas si me equivoco, dicen que la ignorancia es atrevida, pero aprovecho la vaga asociación que voy a hacer para preguntarle si el vapor tiene algo que ver con sus vivencias alrededor del budismo zen. De alguna manera el vapor me hace pensar en lo natural y ello me llevó a la parte del budismo que usted practica. ¿De dónde surge esa característica del vapor para la novela y qué le brindó a usted como escritor y como persona esa cercanía con el budismo zen?

En cuanto al vapor, es una entidad que existe en la cabeza de uno de los personajes, Werner, y ofrezco disculpas de antemano por reservarme la opinión que tengo sobre esa idea. En la concepción de Werner, el vapor está emparentado, creo, más que con el zen, con el concepto del Qi, a menudo traducido como “flujo de energía vital”, de la medicina tradicional china. A propósito: Werner desprecia al budismo, o más bien: desprecia lo que él considera que es el budismo.

En cuanto al zen en mi vida, creo que tiene que ver con todo lo que hago y dejo de hacer. Al menos eso intento. En lo que refiere al zen y la escritura: supongo que más que brindarme algo, la práctica me ha despojado de algunas cosas. Y solo me refiero a la escritura. Por ejemplo, me ha despojado de aquellos rasgos que me impedían mantener la disciplina de escribir todos los días una determinada cantidad de horas. Supongo que me despojó de aquello que me imposibilitaba, al menos desde la escritura, observar sin juzgar, lo cual considero que fue bastante importante para trabajar en esta novela, con estas historias y estos personajes.

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Las consideraciones sobre la humildad son algunos ejemplos de ese tono irreverente. Y aprovecho esta mención para preguntarle si la literatura debe estar dentro de los márgenes de lo politícamente correcto. Y toco el tema con base en otro ejemplo para que entendamos mejor el punto que me gustaría tocar con usted: en Colombia algunas personas han sugerido no leer a García Márquez porque hay casos de incesto... ¿cuál sería el problema de que desde la ficción se refleje esa cruda realidad o esas opiniones que parecen ser politicamente incorrectas?

Las personas que se sienten ofendidas por el incesto presente en Cien años de soledad y optan por no leerlo son libres de hacerlo; ellas se lo pierden. Lo que no me parece muy sensato es que ese sea el argumento para exigir o sugerir a las demás que se priven de la enriquecedora experiencia de conocer y explorar un universo alucinante. ¿Qué sigue? ¿No leer a Rulfo ni a Cortázar? ¿Cancelar a Anaïs Nin, a Nabokov, a George R. R. Martin? No tiene mucho sentido. Hace poco Nick Cave escribió sobre la corrección política y la cultura de la cancelación en su newsletter. Decía que la corrección política creció tanto que se ha convertido en “la religión más infeliz del mundo”: Cito textual: “El otrora honorable intento de reimaginar nuestra sociedad de una manera más equitativa ahora encarna todos los peores aspectos que la religión tiene para ofrecer (y nada de su belleza): la certeza moral y la justicia propia, despojada incluso de su capacidad de redención”. Cave asume que la creatividad es un acto de amor “que puede chocar con nuestras creencias más fundamentales y, al hacerlo, da lugar a nuevas formas de ver el mundo”, y que allí se encuentran la función y la gloria del arte y las ideas. Estamos viviendo una época de transición, de implosión de modelos, eso está claro, no sé cómo va a seguir, a dónde nos va a llevar, pero a pesar de estos estallidos de irracionalidad, soy optimista respecto al futuro.

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En una de las entrevistas que le hicieron habló de esa frustración por tener que reeditar el libro, pues era imposible publicar un texto cercano a las 1.000 páginas. Y le pregunto: ¿por qué resulta problemático escribir libros extensos? ¿La literatura debe terminar entonces supeditada a un mercado en el que los libros no pasan de 500 o 600 páginas porque los lectores no soportan una obra más amplia?

Como lector, me gustan las obras extensas, disfruto mucho pasar meses dentro de una novela. Y, como escritor, parece que también. No creo que escribir libros extensos sea más problemático que publicarlos, en especial en el mercado editorial uruguayo, donde predomina el molde de la novela corta y de las colecciones de relatos. Sin embargo puede ser que algo esté cambiando: el mismo año que salió Mil de fiebre también se publicó Te odio, eternidad, una novela de 600 páginas. Por otra parte, no estoy seguro de haber sentido frustración por recortar el manuscrito, sí recuerdo la frustración de no poder publicarlo, precisamente debido al modelo de la novela promedio en Uruguay. Editar el texto fue un trabajo duro que valió la pena. Fue un ejercicio de humildad y renuncia. Ese trabajo de edición no estuvo supeditado al mercado sino a lo que la novela exigía, a seguir el camino que la propia novela mostraba. Saqué unas 200 páginas, subtramas y material sobre algunos personajes laterales, sobre instituciones que en algunos casos apenas tienen relevancia. Había un capítulo en el que varios personajes eran presentados como fármacos, con sus correspondientes indicaciones, mecanismos de acción, contraindicaciones e interacciones. Era divertido, ingenioso, pero no era más que eso, no aportaba a la historia y el texto sobrevivía, incluso se hacía más fuerte, sin su presencia, no lo necesitaba. Lo que quedó afuera me sirvió para conocer un poco más a los personajes, sus circunstancias, así que de alguna manera lo que no está también está, es información fuera de cuadro.

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Vuelvo un poco a una de las preguntas anteriores y cito de nuevo un apartado del libro en el que uno de los personajes afirma que “la vida es solo un puto instante”. ¿Está ahí la justificación del libro? ¿Lo efímero puede derivar en conocer los límites de lo que somos?

Es posible que ahí esté la justificación, gracias por ese análisis. La afirmación de ese personaje refiere a vivir de manera consciente, presentando atención plena al instante presente, como si fuera el último porque, de hecho, quizás sea el último. La vida entera es un instante, un respiro. Sucede aquí y ahora. Rumi, el poeta místico musulmán, decía que el derviche, el sufí, es “hijo del instante”. Es algo que olvidamos. Que somos hijos de cada respiración, de cada instante.

Las constantes referencias a Salto. ¿Narrar el lugar que habitamos cambia nuestra relación con él? ¿En qué momento empezó a tomar lugares o detalles de Salto para escribir?

Salto es como un gran estudio de cine del que extraigo escenarios y decorados. También me extraigo emociones, vivencias, sensaciones. Salto simplemente aparece. Si empiezo a describir una escena que sucede en una esquina es muy posible que esa esquina que describo provenga de mis recuerdos de Salto, con toda la alteración provocada por el hecho de que esos recuerdos son recuerdos de recuerdos (llevo más de 20 años viviendo en Montevideo). Y es que el Salto que aparece narrado en la novela está ligeramente distorsionado tanto por los recuerdos como por las necesidades dramáticas de la historia. Lo mismo sucede con Montevideo. Y con Uruguay.

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