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Julio Londoño: La piedra me va puliendo a mí

Julio Londoño ha dedicado su vida al arte y a la educación. Con cinco décadas dedicadas a la escultura y a la pintura, el artista colombiano tiene su proyecto artístico y académico montado en la Corporación Sócrates.

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Guillermo Zuluaga Ceballos
20 de marzo de 2021 - 05:00 p. m.
Además de los talleres a los que suele ser invitado, el escultor Julio Londoño, en su centro de formación Sócrates (foto), irradia en un grupo de muchachos sus saberes, su técnica y su mirada de la vida. El nombre de su taller corresponde a esa intención de hacer pensar a las personas a través del arte.
Además de los talleres a los que suele ser invitado, el escultor Julio Londoño, en su centro de formación Sócrates (foto), irradia en un grupo de muchachos sus saberes, su técnica y su mirada de la vida. El nombre de su taller corresponde a esa intención de hacer pensar a las personas a través del arte.
Foto: Pixabay
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La vieja casona está marcada con la dirección 46#60-55 y es una de esas que aún quedan en el barrio y que evocan tiempos de sobriedad y al tiempo de elegancia. Allí funciona la Corporación Sócrates, la casa de baldosa ajedrezada y de altas puertas de madera. Sus pasillos, patios y piezas están llenos de esculturas, bocetos, pinturas y más esculturas y más bocetos y más allá, más pinturas. Al fondo, en un patio exterior, un hombre de mediana estatura, totalmente rapado y manos gruesas, con una especie de bisturí, delicadamente, perfila y le da retoques a un ángel de dos metros, vaciado en plastilina. Al lado hay enormes trozos de piedra, compresores, cajas de herramienta, una cafetera eléctrica y sobre una desvencijada mesa de madera, un televisor que muestra imágenes que nadie ve.

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El hombre de cuerpo magro y manos aceradas se llama Julio Londoño. Es el director, fundador, maestro, portero y hasta preparador de un delicioso café en Sócrates. Julio está cumpliendo 50 años de vida artística, dedicados principalmente a la escultura y a la pintura. Y habrá que creerle. Durante cinco décadas, o mejor durante medio siglo, Londoño no ha cesado en su obra creadora y se ha consolidado como uno de los más prolíficos y destacados escultores colombianos.

Es una mañana de diciembre y mientras disfruto un café preparado por el maestro, poco a poco me voy enterando de una vida que también pareció perfilarse a cincelazo puro. Londoño, quien aparenta ser frío como el mármol, del que tanto gusta, es, al contrario, locuaz y de tono firme, y, a la vez que va trabajando, narra momentos de su vida, que inteligentemente contextualiza con tiempos difíciles, en la ciudad y en el país.

Pero el camino va haciéndose a golpes y también a muchos aprendizajes. A tal punto que si bien su mayor creación es la escultura, él no prefiere encasillarse como tal. “Soy un creador que piensa, y al pensar forjamos un movimiento pedagógico, artístico. En mi sentir interno está el mármol, la piedra y la escultura como vida. Y mi vida piensa, analiza, traspira, a través de la escultura, pero eso no me exime de entender la música, la literatura y la pintura”. Eso dice Julio con un tono tan firme como las líneas que va trazando sobre el ángel. Quizá por ello se define así mismo como un guerrero que quiere vivir en paz.

“Es un hombre que le ha tocado inventarse un mundo para que vengan a vivir al mundo que él se inventó”, sigue diciendo Londoño como si hablara de un tercero, pero enseguida vuelve sobre él: “Pero lo más difícil es ser capaz de vivir el mundo con el ejemplo, entonces me ha tocado dejar los vicios, trabajar 16 horas, porque es lo que pregono. Ser responsable con mi palabra porque es lo que pregono, estudiar y formarme porque es lo que pregono. Y no tener disculpas porque no hay nada, sino inventarse el mundo para que todo funcione. Julio Londoño es alguien que rema”. Hace una pausa y agrega: “Pero sí, mi vida es la escultura…”.

Sus comienzos como creador, sin embargo, no fueron en este arte. Julio Londoño nació y se hizo en Aranjuez, un barrio de Medellín, asociado inicialmente a una clase obrera venida de muchos pueblos de Antioquia y que luego también se asocia con momentos de violencia en la ciudad. Él dice que se ve en su niñez acompañando a su padre a arreglar paredes y techos de las casas vecinas, -el niño preparaba las mezclas- o reparando algo: un triciclo, un pequeño carro de juguete y con pereza de recibir clases de matemática, a las cuales no les encontraba sentido. Le hallaba todo el sentido, sí, a coger pedazos de madera de palosanto de los que se fabricaban los pupitres y empezar a clavar en ellos una navajita.

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“Me robaba esos pedazos de tabla. Ahí empecé a tallar. Lo primero fue una mano con sus dedos en V, símbolo de paz. Cuando fue surgiendo de entre esa madera, me sentí como bendecido…. Esa madera tan dura me mostró que si yo quería podía con eso”.

Luego se enteró de que en su barrio el SENA daba cursos de escultura. Se presentó, pero la edad no le daba. Cuando mostró la manito tallada, Gabriel Hincapié, el profesor, quizá le “vio madera” y lo invitó a que asistiera a las clases. Londoño vive tan agradecido con aquel hombre, pues es a quien considera su primera ayuda. “Entonces, mientras mis amigos tiraban vicio yo me dediqué a tallar”.

También por esos años intentó con la cerámica. Julio hizo un león con arcilla. Y cuando fue a quemarlo, su profesora le dijo que no podía. Esa negativa, al parecer, le dio la ebullición suficiente para intentarlo. Aprendió que en el horno sí podía quemar sin que se reventara - probó con metales-y luego comenzó a hacer cerámicas más grandecitas en arcilla: jarritas, lapiceras. (Con el paso de los años, Londoño buscó a quien le vendió el león y la manito, esas primeras creaciones que conserva como un tesoro).

Hace muy poco tiempo, Londoño se graduó del bachillerato y de una licenciatura en la Universidad de los Andes. Sin embargo, desde esos primeros años nunca ha dejado de estudiar, pues es lo suyo. Londoño siguió aprendiendo a tallar en madera y tenía que atravesar la ciudad para ir hasta Sabaneta.

“Imagínese hasta allá a pie porque no había pasaje, pero aprendí con la madera, y entonces me fueron conociendo y me encargaban cubiertos en madera que son como adorno…y luego a tallar en carpinterías….hasta que empecé en serio a estudiar Escultura”. Esta se lo encontró en el camino. Para venir de Sabaneta hasta su barrio, Londoño tenía que pasar por las marmolerías cercanas al Cementerio San Pedro. Y entre esos hombres que se dedicaban a pulir solios, lápidas, había gente muy noble, como Enrique Hurtado, que permitía a los muchachos mirar y algo les iban enseñando sobre herramientas. “Haber pasado por esas marmolerías de San Pedro fue clave”.

Y algo aprendió sobre el arte de esculpir. “Hasta que vino un momento en el que dije que no trabajaba más con la madera y compré un compresor con las primeras ventas. Y comencé a tallar, con pedazos de mármol que dejaban del museo Pedronel, con retazos que me regalaban en marmolerías”. Julio, además de tallar, se dedicó a enseñar a los muchachos del barrio que querían. Incluso, la ciudad empezó a llegar a él.

“Cómo te parece: en Aranjuez, los muchachos matándose y una tractomula descargando bloques de mármol. La gente buena en mi esquina ayudándome a guardar bloques. Y luego la gente buena de otros barrios llegando hasta donde yo estaba para que les enseñara, arriesgando su vida para ir a que yo les enseñara”.

Hace 20 años no se conseguían las herramientas ni tampoco los materiales. En Aranjuez, invitaba a los muchachos a trabajar sobre piedra talco que traía desde las calizas de Campamento, Antioquia, un poco a hurtadillas, pues esos materiales, decían, “eran para los artistas grandes”. “La piedra talco era nuestro mármol y yo con las primeras ventas compré un compresor, hace unos 35 años y comencé a tallar, con las basuras del Museo Pedronel. Otras veces me regalaban pedazos en las marmolerías. En Sonsón, también compré retazos de mármol blanco, de lo que quedó de la catedral que se derrumbó. Yo gustaba del mármol, pero no tenía acceso a él, hasta que me hablaron de Carrara y entonces lo mandé traer. Diez toneladas de mármol por Barranquilla. Blanco perfecto”.

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Otra piedra difícil de trabajar fue la estigmatización por ser de un barrio popular. “Yo me rebelé contra la estigmatización de las “comunas”. Soy de Aranjuez. Allá está el museo Pedronel, pero no dejaban entrar, entonces uno quedaba en la esquina, donde estaba la violencia, la eclosión del narcotráfico. Yo vendía papitas y trabajaba arte, entonces en esa esquina no mataban. En San Cayetano fuimos mejorando. Hicimos como un pacto de paz para que no se mataran, gracias al arte. Uno arriesgaba la vida, el capital, para que la gente no se matara. Yo daba una piedra y un cincel, o un papel y un lápiz. Eso podía brindar. Con eso se ha conquistado el mundo: Es más peligroso un lápiz que una espada. Mientras que la gente se mataba yo creaba”.

Otro momento importante en la vida de Julio Londoño ocurrió en 1991. Venía desde su barrio y al pasar por la Carrera Ecuador, en la sede de la estatal Turantioquia, vio un letrero sobre una exposición colectiva. Julio preguntó cómo participar y se animó a llevar dos pequeñas obras, una de ellas El sueño de don Quijote, que era una cabeza sobre un libro. “Qué felicidad, la escultura no se veía mucho, pero era importante aparecer ya en un catálogo y salir de barrio, que es un microcosmos; pero salir no perseguidos por la Policía, como muchos de los jóvenes de Aranjuez, sino mostrando el arte”.

Estar en ese catálogo le siguió abriendo puertas. Con otros escultores hizo una intervención artística en la Comuna 13, luego en Comfama San Ignacio, una exposición colectiva y otra individual en la Universidad Pontificia Bolivariana. Su trabajo social en los barrios, sus exposiciones, su catálogo, su “roce” averiguando y comprando herramientas y materiales, fueron dándole reconocimiento dentro del barrio y en algunas entidades oficiales. La Galería Duque Arango, la más importante de la ciudad, se fijó en el nuevo escultor y lo llamó. “Ellos querían mi exclusividad. Jorge Botero, Caballero, David Silva, Arenas Betancur, eran de allá. El sueldo era para hacer obras y venderlas. Y estar al servicio de cualquier proyecto que les surgiera”.

Le ofrecieron poco porque no había salido del país, pero como ya Londoño estaba pensando en montar una academia para enseñarle a más muchachos su arte, prefirió irse al extranjero a estudiar, a hacer contactos artísticos y comprar materiales de alta calidad. En Italia estuvo seis meses. Del país trasalpino, además del aprendizaje logrado en la escuela de Carlo Nicoli, trajo obras que realizó durante su estadía allí. En consecuencia, los medios de comunicación y la crítica artística comenzaron a fijarse en él. Un tiempo después del regreso, la guerra que se vivía en los barrios de Medellín lo empujó a otra decisión: salir de Aranjuez.

Al regreso renegoció con la galería Duque y entonces gestionó un préstamo bancario para lograr hacerse a la sede de su academia. Desde principios de los noventas, Julio Londoño está en la vieja casa – que para entonces también era vieja-. Esa misma donde esta mañana trabaja sobre una probable escultura de un ángel encargada por un amigo, y donde preparó una aromático café.

Desde que se estableció, mejor dicho desde que la pensó, desde que se pensó en la casa, él supo que allí tendría la tranquilidad para seguir esculpiendo, para pintar, y, ante todo, para enseñar. Mejor dicho, para seguir enseñando. Porque Londoño, no contento con su arte hecho magia en sus gruesas manos, ha querido enseñar sus saberes, proyectar en nuevos alumnos las técnicas, la paciencia, pero sobre todo su mirada del mundo. Además de talleres a los que suele ser invitado, también en este, su centro de formación Sócrates, irradia en un grupo de muchachos sus saberes, su técnica y su mirada de la vida. Julio Londoño es un gran escultor y maestro de su arte. Tan claro lo tiene, que hasta el nombre fue debidamente calculado. “Sócrates era un pensador: hace parir la gente con el pensamiento y la palabra. Los trasforma y los vuelva a la vida. Era hijo de un escultor y de una partera. Pero lo más importante es que cuando tuvo que morir por sus convicciones, murió por sus convicciones. Lo que hago con el arte es transformar, hago parir a la gente, las hago pensar, y pensar duele. Con el arte, como herramienta de transformación, hago que las personas se conviertan en artistas y se piensen como tal”

Sócrates –salvo en esta pandemia-es una casona de inmensas puertas, casi siempre abiertas, y hasta ella llegan artistas ya reconocidos, además de muchos muchachos en busca de una luz. Cada que un chico nuevo llega por primera vez, Londoño dice verse reflejado en él. “Recuerdo mis primeros años, cuando yo me acercaba a grandes artistas locales buscando aprender y nadie me enseñaba. Me tocó desde lo empírico. Pero yo exijo demasiado y aplico la prueba de la bailarina rusa: se la pongo lo más difícil y cuando esa persona empieza a saltar las barreras veo que tiene temperamento. Es que ser escultor no es moda, es una religión de todos los días”. Londoño hace una pausa y cae en cuenta que tiene un café servido y que está a punto de enfriarse. Se toma un sorbo, mueve sus manos que parecen yunques y agrega: “Yo se la pongo apretada para que se construya y se demuestre a sí mismo qué es lo que quiere. Yo no quiero formar, pero si alguien se quiere formar que se pegue a mi, porque no voy a dejar lo que estoy haciendo. Mientras trabaja, lo testeo, lo escaneo y trato de sacar de adentro de él lo mejor. Si tiene capacidades, se queda, colabora y luego se vuelve un apéndice de la escultura. Muchos salen de acá, inclusive, renegando y odiándome. Luego vienen formados, con sus revistas y sus cosas y caen en cuenta de que lo aprendido fue valioso, porque a veces el bosque no deja ver la grandeza del árbol”.

Según Londoño, por Sócrates han pasado más de 120 artistas para formarse de tiempo completo, o por temporadas (semestres), además de muchos grupos universitarios o de turistas que están de paso por la ciudad.

“No tengo muchas estadísticas –comenta-, pero sí trato día a día de sembrar una semilla para que se reproduzca. Además, el arte es dadivoso y demócrata: cualquier cosita que uno regale, se agradece y se nota luego”. Quizá, por ello, uno de los calificativos que más le gusta, además de creador rebelde, es el de pedagogo. “Al final de cuentas todos los somos, como padres, maestros, como amigos. Solo que a veces se nos olvida enseñar o no hay quien aprenda”. Enseguida agrega que en Colombia no ha habido una propuesta pedagógica seria para que los jóvenes salgan y se traguen el mundo con su capacidad creadora y negociadora.

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Londoño deja por un momento su ángel y va hasta la puerta. Al momento dos chicas ingresan, dejan sus bolsos y se dedican a trabajar, la una sobre una mano en plastilina y la otra sobre un rostro. Aprovecha la pausa para preparar un nuevo café y hablamos entonces de sus influencias, un tema al que no le da tanta importancia. Londoño dice que a la hora de tratar sobre la escultura en Colombia, irremediablemente hay que referirnos a Arenas Betancur, “una institucionalidad”, y a Botero, quien “nos dio universalidad”. “Pero como escultor hay que hacer referencia a los griegos”, Londoño levanta un poco su voz. “Y también a Miguel Ángel, que es el punto de partida y de llegada de lo que se puede hacer con una piedra y un cincel”, agrega. Dice que hay otros artistas, desconocidos en Colombia, como Richard Macdonald, pero que guían su arte dada su capacidad y su sensibilidad. Y también se refiere a algunas mujeres: “Laura Marcos, de Argentina, y Gemma Domínguez Guerra, de Panamá, son personas espectaculares que trabajan, dan ejemplo, sienten la piedra como la siento yo y andamos por el mundo como Sísifos modernos arrastrando una piedra y un cincel”.

Reconocimientos y satisfacciones

Londoño se retira un poco del molde sobre el que fundirá su escultura. Trata de mirarlo un poco de perfil, luego en perspectiva. Se acerca de nuevo, y de nuevo se aleja un poco. Mientras lo veo, pienso que el escultor es una suerte de mago. Por arte de encantamiento, de entre sus manos lentamente, van surgiendo formas, detalles, volúmenes o vacíos. Y lo que nos parecía solo propio de una imaginación febril, va tomando forma, va haciéndose real, al alcance y asombro de nuestros sentidos.

Londoño ya ha asombrado a muchos aquí y allá. Su participación en distintas competencias nacionales e internacionales le ha permitido obtener importantes premios y reconocimientos por la calidad de su obra. Destacan, especialmente, el primer puesto del Mundial de Escultura, en Rosario (Argentina); el quinto puesto en el Mundial en Montevideo, Uruguay; un tercer lugar en el décimo Encuentro de Escultura en Rosario Argentina, y la Medalla de Honor Mayor General Manuel Guzmán, otorgada por el Ejército Nacional de Colombia. Pero el hombre no es de halagos ni de premios. Él, a estas alturas del camino, encuentra satisfacciones más pragmáticas: “Mi mayor satisfacción es cuando no me llaman del banco a cobrar” –dice y deja saltar una leve mueca de sonrisa. “Ahí soy satisfecho y feliz”, agrega.

Y cuando se intenta ahondar en experiencias a lo largo de estos 50 años, también la tiene tan clara que de nuevo sonríe y se mofa: “Esta pandemia ha sido lo más maravilloso del mundo. Uno leía de las otras pandemias y decía: “Eso es allá. Eso fue allá. Pero ahora lo vivimos y pienso que tenemos que transformarnos. El mundo entero cambió y cambié yo en el mundo. Antes estábamos como aislados del universo, ahora me siento parte de un problema. Mirémoslo desde la Divina Comedia: este es el infierno lo que estamos viviendo. Hoy todos sentimos lo mismo y vivimos lo mismo. Así que me parece maravilloso estar vivo después de tanta guerra, después de tanta pandemia que nos ha tocado a los colombianos, además arrancar en un barrio periférico e irte ganando un espacio, influir en pelaos, enseñarles arte”.

“Claro, es maravilloso poderlo contar. Muchos no han vivido ni los 50 ni los 30. Es satisfactorio poder transformarse uno como persona, como artista, como padre. Es interesante ver cómo una piedra me va puliendo a mí y que al ir enseñando me estoy formando yo, pues apenas estoy entendiendo qué es el arte y qué es el arte para mí”.

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¿Qué viene después de los 50?

Ya son muchas experiencias, muchas obras, y decantar un poco. Espero vivir un poco más tranquilo, pero sentir que he dejado responsabilidad sobre la profesión de artista, respeto a la mística, a la palabra. Más que la calidad técnica, quisiera que muchos miraran cómo desde el arte se trasforma a la persona. Tenemos que luchar con lo que hay y luchar por un sueño: el mío es algo simple: no tener deudas de esta corporación, no preocuparme por impuestos para poder dedicarme a enseñar y a ayudar.

Londoño me dice que quiere ir a mirar lo que las chicas trabajan. Se nota un poco cansado. Y no de estar puliendo con el buril, ni de esta conversación, pues disfruta explayarse en la palabra. Está un poco cansado de remar de un solo lado, de sentir que no tiene los recursos suficientes para ayudar a más gente en el arte.

Camina entre obras que están en los pasillos. Yo sigo pensando en el escultor y creador Julio Londoño. Este mismo que ahora está detrás de las chicas, como tratando de ser el ojo de ellas para ver y pensar lo que ellas ven y piensan. Y se me ocurre que es admirable su labor. Tener la vitalidad, pero además la terquedad y la rebeldía, para tallar, para pintar, para esculpir a lo largo de cincuenta años; para llevar y proyectar su mirada a sitios como Seul, Nueva York, Miami, Buenos Aires o Roma; para seguir teniendo los pies en la tierra y estar en la ciudad donde nació y se hizo, tratando de guiar a sus alumnos. Sin embargo, él cree que aun hay tanto por hacer: “Si uno se compara con los grandes, uno no ha hecho nada. Me quedan 10 o 12 años de vida artística activa. Dicen que el árbol se mide cuando se corta. Todavía tengo mucho por dar, pero soñar con exponer en el Central Park o en los Elíseos, no creo, eso se va dando. Hay que entender que hay artistas con buenos patrocinios, no es mi caso, pero sí me levanto todos los días con la ilusión de enseñar, de ayudar, de hacer una buena labor. Sé que con un cincelazo se logran grandes cosas”.

Por Guillermo Zuluaga Ceballos

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