/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/elespectador/LLDTJMBPHFFF7GFZGLEFWXM3PA.jpg)
"La La Land es un película ridícula, fantasiosa e inoportuna”, me dijo alguien cuando salí de la sala de cine absolutamente extasiada por lo que había acabado de sentir. Me lo dijo porque lo decepcioné cuando le comenté que me había encantado. Que no me decidía entre las ganas de llorar o las de morderme un dedo por la emoción que me produjo. También dijo que claro, que era obvio, que yo solo era una niña que creía en utopías y por eso, seguramente, también me las daba de revolucionaria. Yo recuerdo lo que dijo porque habría sido imposible no escucharlo en medio de toda esa indignación, pero no logró enfurecerme a mí. Mi cabeza seguía pensado en esos colores, esas coreografías, en ese final tan frustrante y resignado, pero, sobre todo, en esa música. Lo que me obsesionó de La La Land fue su música.
Los gestos de Justin Hurwitz, quien estuvo a cargo de la música de la película, son confusos. Su piel es blanca, tiene pelo negro y hace muecas cuando presiente que le tomarán alguna foto. Así queda en todas. En algunas logra sonreír con modestia y ahí, tal vez en esas, yo pude encontrar algo de lo que buscaba escuchando sus canciones. Me quedé horas fijándome en esos rasgos que encerraban lo que a mí no me dejaba pensar. Quería entender y mirar a través de los ojos del hombre que compuso City of stars o el Tema de Mía y Sebastián, los protagonistas de la película. No encontré mucho en mi exploración por su cara, pero si me enteré de sus caminos transitados.