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Descubrí a Moby Dick antes de descubrir a Herman Melville. Debo haber tenido unos siete años cuando sucedió. La casa de mi abuelo materno estaba repleta de Selecciones del Reader´s Digest antiguas y fue en el número de septiembre de 1957 (aún la guardo, por eso recuerdo la fecha) donde encontré un artículo que cambió mi vida. Yo maté a Moby Dick, marcaba el título. La ilustración era preciosa: la cola de una ballena blanca y unos tipos en un bote acercándose con un arpón. El relato contaba de un pescador de New Bedford que aseguraba haber cazado un gran cachalote blanco idéntico al de la famosa novela de Melville. Sin embargo, eso no era lo más interesante del artículo, sino el párrafo final que revelaba que el albinismo en las ballenas no era algo inusual y que a lo largo de la historia había muchos registros de ballenas blancas, especialmente de cachalotes. Uno era descrito en los diarios de Leif Erikson, el vikingo que llegó a Groenlandia en el año 1000 de nuestra era; otro era el «famoso» Mocha Dick, un viejo macho de cachalote avistado a inicios del siglo XIX en las cercanías de la isla Mocha al sur de Chile, famoso por atacar y hundir muchos barcos balleneros, sobrevivir a contados ataques con arpones e inspirar al escritor Herman Melville en la redacción de Moby Dick.