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La cabeza de Hitler

El 8 de mayo de 1945, una semana después de que Hitler se suicidara, los alemanes se rindieron, pero aún no se han logrado disipar las dudas sobre la muerte del “führer”.

David F. Barrera

07 de mayo de 2020 - 05:15 p. m.
Las fuerzas armadas unificadas de la Alemanza nazi estuvieron activas desde 1935 hasta 1945. / AP
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Para que el asunto fuera menos penoso, Adolf Hitler preguntó a Warner Haese, médico de las SS, por la forma más rápida para morir. “Método de pistola y veneno”, le dijeron. Y pasadas las 3 de la tarde del 30 de abril de 1945, el führer siguió con estricta rigurosidad la sugerencia que se le hizo. Una vez se llevó el asunto a “feliz término”, sus lugartenientes, que ya tenían instrucciones precisas, envolvieron en una alfombra su cuerpo y el de Eva Braun, su esposa, los sacaron y les prendieron fuego en el patio de la Cancillería. En una tumba abierta, gracias a las circunstancias —el cráter de una bomba—, fueron sepultados los restos. Pasada una semana, el ejército nazi firmó la capitulación y se rindió. Era el 8 de mayo de 1945.

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El “regalo” que Adolf Hitler había recibido en su cumpleaños número 56 —último de su vida— fue un arsenal de bombas que los soviéticos le echaron encima. Era el 20 de abril de 1945 y, aunque suene descabellado, él todavía pensaba que la guerra no estaba perdida. Movía divisiones extintas o inexistentes por el mapa de un continente ya en manos de los aliados. Exigía que se atacara este o aquel flanco, o que se bombardeara una ciudad aquí y otra allá. Estaba encerrado en un búnker desde el 16 de enero. Había perdido comunicación con sus fuerzas tanto en el frente oriental como en el occidental. Sus órdenes ya no se obedecían. Y el otrora poderoso ejército nazi se había reducido a un manojo de hombres agotados y sin esperanza. Pero al parecer él era el único que no asimilaba la inminencia de la derrota, hundido como estaba en su delirio.

Pocos días faltaban para la caída de Berlín: por un lado, avanzaba el Ejército Rojo, que tras cruzar el río Óder ya tenía en sus manos la capital del Reich; y por el otro, británicos y estadounidenses atravesaban el Elba aplastando sin miramientos cualquier forma de resistencia. Ambos competían por un mismo trofeo: la cabeza de Hitler.

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Mientras tanto, Hitler iba entendiendo que ya no tenía posibilidades. Un definitivo momento de lucidez lo llevó a tomar la decisión de matarse. Más que la derrota o el juicio que podría afrontar, lo atormentaba la idea de que le pasara lo mismo que a Benito Mussolini, quien después de ser fusilado quedó convertido en juguete de una muchedumbre enardecida. Hitler esperaba que su muerte no fuera un espectáculo.

La tarde del 30 de abril, después de las despedidas protocolarias, de un almuerzo sencillo y de dar algunas órdenes finales, Hitler ingirió una cápsula de cianuro y se metió un tiro en la cabeza con su Walther PPK. Y sin ceremonia, quizá sin oraciones ni velorio y puede que con muy pocas lágrimas, el cuerpo del dictador fue quemado en el patio de la Cancillería.

Así, el periplo del difunto empezó con una corta estadía, enterrado, en el jardín de la Cancillería del Reich, y en donde pasó cuatro días hasta que fue descubierto por un soldado soviético gracias a una casualidad: una bota se asomó en el cráter que dejó una bomba. Luego de una primera pesquisa, dadas las condiciones de los cuerpos, el lugar en el que se hallaron, y algunos testimonios se determinó que, en efecto, ese pedazo de carbón era Adolfo Hitler. Además del penetrante olor a almendras amargas, típico en quienes se han matado con cianuro, un reconocimiento dental permitió determinar la identidad del difunto. La cabeza de Hitler ya estaba en manos de los rusos.

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La responsabilidad de decir si ese cuerpo era o no recayó en Käthe Heusermann, asistente de dentista, quien conocía de memoria lo que el dictador tenía en la boca porque ella y el médico para el que trabajó lo habían tratado por más de diez años. Tal era su conocimiento de la dentadura de Hitler, que dibujó un boceto exacto y encajó a la perfección con los restos que tenían los rusos. Y por eso el primero en recibir la noticia fue Iósif Stalin; sin embargo, él se negó a dar por sentado lo que decían los informes; al contrario: diseminó la idea de que Hitler había sobrevivido gracias a una extraña y muy bien planeada conjura de los aliados. La respuesta a la pregunta de por qué hizo eso tiene elementos políticos, por un lado, y también propagandísticos. En otras palabras: decir que “Occidente”, nuevo enemigo de los rusos, había ayudado a Hitler a escapar le servía para sustentar su poder y también sus excesos.

En todo caso, los cuerpos encontrados en la Cancillería, entre los que estaba lo que quedó del de Hitler, después de ser encontrados pasaron unos días enterrados en un bosque cercano a Berlín, de donde salieron después para la sede del servicio de inteligencia soviético. Fue así como la KGB se convirtió en custodia de la cabeza de Hitler. Si se movían los soldados, el muerto iba con ellos. Agotado de la carga, en 1970 Yuri Andrópov autorizó la destrucción de los restos. Un documento descubierto en 1993, después de la caída del muro, aportó evidencia histórica sobre el destino final del führer: lo tiraron al río Biederitz. Sin embargo, sus dientes seguían en algún recoveco dentro de los archivos rusos.

Y fue a partir de esos dientes que surgió, hace poco, una nueva respuesta —quién sabe si definitiva— a la pregunta ¿murió Hitler en Berlín? El periodista francés Jean-Christophe Brisard y la documentalista rusa Lana Parshina con la ayuda de Philippe Charlier, médico forense francés, lograron ablandar el hermetismo del gobierno de Vladimir Putin y se les permitió un acceso controlado a los archivos. Una investigación basada en lo que quedó de los dientes del líder nazi, revelada en el libro The Dead of Hitler: the Final Word (2018), arrojó que, en efecto, la teoría de que el dictador había sobrevivido no tenía sustento y que los restos hallados en 1945 sí eran los de Adolf Hitler. ¿Será verdad?

Han pasado 75 años desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Por el tamaño de la tragedia, por lo que significó y seguirá significando, seguiremos hablando de ella. Seguiremos buscando explicaciones. Seguiremos escarbando en la historia a ver si entendemos cómo fue que llegamos a esos extremos. Algunos de los relatos que saldrán de esa búsqueda son ciertos, otros no. Respecto al destino y a la muerte del hombre responsable de la desgracia se ha dicho mucho. En ese sentido es necesario partir de que la negación de Stalin de que Hitler murió en Berlín fue la semilla de la que nacieron un montón de ideas conspirativas, unas absurdas, otras bastante sensatas, y según las cuales Hitler había huido en un submarino y se refugió en la Antártida, en Suramérica o en Japón. Incluso hubo avezados que plantearon hipótesis aun más disparatadas, como que el führer se salvó gracias a los buenos oficios de una civilización extraterrestre, quienes, para el descanso del dictador, adecuaron un completísimo resort en el lado oscuro de la Luna. Las evidencias reales y demostrables de todo esto, si existen, están perdidas o muy bien guardadas. O son mentiras o salieron de la cabeza de expertos fabuladores que querían vender libros sin tener en cuenta la fiabilidad de las fuentes. Y por ese maremágnum de información quizá nunca sepamos con claridad qué pasó. O por qué pasó lo que pasó.

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Por David F. Barrera

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