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Deslizaba los dedos sobre mi teléfono inteligente, escroleaba noticias para que las nuevas generaciones me entiendan, y entre tantas imágenes que hoy en día procesa un ser humano, como las de guerras en Colombia, Ucrania y Oriente Medio, con ojos de periodista y literato me detuve en una foto del derrumbado pino “paternal” junto al que el escritor español Juan Ramón Jiménez (1881-1958) se cree sepultó a uno de los burros amigos que lo llevaron a escribir Platero y yo. “Yo te enterraré al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña, que a ti tanto te gusta. Estarás al lado de la vida alegre y serena. Los niños jugarán y coserán las niñas en sus sillitas bajas a tu lado. Sabrás los versos que la soledad me traiga. Oirás cantar a las muchachas cuando lavan en el naranjal, y el ruido de la noria será gozo y frescura de tu paz eterna. Y, todo el año, los jilgueros, los chamarices y los verderones te pondrán, en la salud perenne de la copa, un breve techo de música entre tu sueño tranquilo y el infinito cielo de azul constante de Moguer”.
Todo quedó en el piso. El árbol, de 200 años y 20 metros de altura, está arrancado de raíz a causa de un tornado que cruzó a fines de marzo pasado por el municipio de Moguer. Verlo fue como si en la provincia de Huelva desenterraran mis recuerdos de infancia en un pueblo de los Andes colombianos llamado Lenguazaque, provincia de Cundinamarca. Allá pasé mi niñez, montado en un asno bautizado Retozo por brincón.
Me lo regaló mi abuelo Marcos, o eso supuse, para que lo acompañara a revisar los cultivos de maíz, trigo y cebada. Luego me pediría que le ayudara con las pesadas cantinas llenas de leche del ordeño de la mañana. En la tarde había que sacar los bultos de harina desde el molino hasta la estación del tren. Cargas y más cargas a lado y lado de la espalda de mi burrito plateado. El abuelo decía que había que “trabajar como burros” y yo no estaba de acuerdo. En la escuela rural, Araceli, mi profesora de español, me había enseñado a leer Platero y yo y sobre el amor por los animales. No entendía por qué no había tiempo para descansar y jugar al “¡Arre, Platero! ¡Arre, Platero!”.
Si uno pasea por Andalucía, siempre recordará el pino de la casa de campo de Fuentepiña, porque es una imagen de postal inmortalizada incluso en una estampilla de 2007, en caso de que queden románticos que se escriban cartas, porque era el lugar preferido del poeta y Premio Nobel de Literatura de 1956 y, además, porque el bello puerto de Moguer es patrimonio de la humanidad. Allí Cristóbal Colón encontró socios para construir la carabela La Niña y embarcarse hacia el descubrimiento de América.
Por eso me conmueve que mientras escribo esta columna en el diario en el que trabajo, huyéndole a las transmisiones en vivo de las guerras del siglo XXI, expertos en ingeniería forestal y agrícola, alentados por defensores de la memoria y la literatura, siguen trabajando para salvar esas raíces que nos unen con el pasado.
Con la paciencia y la logística a que haya lugar, aspiran a volver a sembrar el pino de la corona frondosa para que siga siendo lugar de inspiración. Como dijo el alcalde de Moguer, Gustavo Cuéllar, se trata de un “ícono de la unión entre naturaleza y poesía”. Jiménez lo describía: “Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer… Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo”.
Aparte de ser un punto de encuentro entre Europa y América, este pino, Moguer, Platero y Juan Ramón Jiménez nos convocan todavía a un diálogo universal. Me lo recordó en 2013 el novelista sudafricano y Premio Nobel de Literatura J. M. Coetzee, que nos visitó en Bogotá para la presentación de un libro colectivo que escribimos sobre su obra en la Universidad Central de Colombia. Durante una charla sobre su biblioteca personal citó a Platero y yo entre las obras “que ampliaron mis horizontes y me mostraron lo que es posible lograr como escritor”.
En un prólogo que le dedicó explica que más un libro para niños es para que cualquier lector entienda “los sentidos que los seres humanos tenemos en común con los animales, imbuidos del amor de nuestro corazón”. El “profundo vínculo” a partir de una mirada: “De vez en cuando, Platero deja de comer, y me mira… Yo, de vez en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…”. El acercamiento a la inteligencia asnal: “Yo trato a Platero cual si fuese un niño… Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien que lo quiero, y no me guarda rencor. Es tan igual a mí, tan diferente a los demás, que he llegado a creer que sueña mis propios sueños”.
Ese “borriquillo” no murió envenenado, dijo Coetzee sobre la trascendencia del personaje creado por Jiménez. “—¡Platero, amigo!—le dije yo a la tierra—; si, como pienso, estás ahora en un prado del cielo y llevas sobre tu lomo peludo a los ángeles adolescentes, ¿me habrás, quizá, olvidado? Platero, dime: ¿te acuerdas aún de mí?”.
Creo que mi Retozo tampoco murió atrapado en aquel cercado de alambre de púas cuando corría desbocado en busca de una hembra. Aunque un reciente estudio del profesor Darwin Yovanny Hernández Herrera, director del Departamento de Ciencia Animal de la Universidad Nacional de Colombia, dice que nuestros asnos criollos, descendientes de los que trajeron los españoles, están al borde de la extinción porque los campesinos los abandonan o sacrifican. Prefieren las motocicletas.
Como Hernández, Coetzee y Jiménez, profeso amor y reclamo respeto por los animales. Julio Camba escribió en su crónica sobre la antigua Constantinopla que “el asno tiene en Oriente una personalidad tan respetable que nadie se desdeña de cabalgar sobre él” y que “en España también se le estima”. Camba se negó a montarlo entonces y se negaría ahorita, pero se uniría con gusto a este llamado a que cundan de nuevo los rebuznos, como en tiempos de Don Quijote, Sancho y su burro Rucio, ya no en son de burla sino de reivindicación histórica.
