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El mundo de Manuel, a sus cinco años recién cumplidos, era la casona con su largo corredor y muchos cuartos, la sala solitaria, el comedor con ventanal a un patio con geranios, más allá la cocina y, al final, al otro lado de la puerta de dos hojas, un solar con una mata de diosme en el corazón, siempre punteada de blanco. Por fuera de la casa el universo inmenso era las dos calles por donde lo llevaban al kínder todos los días desde hacía cuatro meses.
Ese jueves, antes de las siete de la mañana, Graciela lo llevó de la mano como siempre, bajo el cielo azul de junio y con un viento frío que les sonrojaba las mejillas. Como cada mañana, mientras caminaban, ella iba enseñándole los nombres de lo que estaba hecho el mundo:
- Este árbol es una acacia y esa mata es un mirto, dijo el lunes. La que va allá es doña Oliva y él es Farfán, el carpintero, le mostró el martes. El miércoles le señaló la tienda del Mono y el taller de Torito. Esa casa es la de los Mendoza y al lado la de los Mercado, le enseñó el jueves.
Media cuadra antes de llegar al kínder, al pasar por el internado, Manuel vio por primera vez, en medio de la pared blanca, unas compuertas metálicas abiertas que dejaban ver sus entrañas negras. De allí, dos hombres con overoles oscuros de mugre sacaban, una a una, varias canecas y las vaciaban en otras más pequeñas que luego cargaban en tres burros que aguantaban impasibles el peso en sus lomos. Lo que trasvasaban de unas a otras era un mazacote espeso y rojizo que hizo que la mirada de curiosidad de Manuel se transformara en un gesto de repulsión que no pudo evitar.
- ¿Eso tiene sangre? - preguntó mientras intentaba que la imagen del muro blanco descascarado que seguía a las compuertas, borrara lo que acababa de ver, pero la voz de Graciela se lo impidió.
- No es sangre. Es lo que sobra de la cocina y los comedores del internado. Se llama lavaza-
le dijo ella mientras negaba.
Manuel creyó que, respirando muy hondo, el viento frio que bajaba de los cerros iba a deshacer esa sensación de repugnancia que lo agobiaba, pero solo logró olvidar el malestar y el asco en el colegio cuando Cecilia, la profesora, lo acompañó con su voz y su mirada dulce, al salón donde los demás niños correteaban y gritaban.
El lunes siguiente, muy temprano, Manuel estaba en la cocina mirando a su abuela hacer las arepas del desayuno y tratando de imitarla cuando vio que de repente todas las mujeres de la casa dejaron lo que estaban haciendo y corrieron a la puerta. Con las manos todavía untadas de masa de maíz las siguió; las vio revolotear, asomarse a la ventana y, al mismo tiempo, estar atentas a Graciela que acababa de entrar con la leche del desayuno y les contaba con horror lo que acababa de saber:
- Alguien entró anoche a la casa de los Mendoza y mató al joven Camilo en su propio cuarto. Dicen que hay sangre por todas partes.
Aunque Manuel quiso asomarse a la ventana empinándose, no pudo y, sin entender del todo lo que oía y veía, se quedó mirando a las mujeres que, incrédulas, se repetían unas a otras para convencerse de que era cierto: ¡Mataron a Camilo! ¡Mataron a Camilo! Manuel cerró los ojos y recordó el momento que, después de golpearse con la puerta de su cuarto, sintió que de la nariz le salía algo tibio. Se pasó el dedo por encima del labio y lo miró. Corrió a buscar a su mamá sin poder quitar la mirada de su dedo ensangrentado. Esa era toda la sangre que Manuel había visto. ¿Cómo puede ser el cuarto de Camilo embadurnado de sangre, sangre en las paredes, en el piso, sangre en todas partes? Aunque de pronto las mujeres se quedaron calladas y no sabían qué hacer, sus miradas de pánico eran cada vez más intensas y los gritos de ¡Mataron a Camilo!, seguían recorriendo la casa como un viento que no encontraba salida.
Solo unos momentos después, Manuel caminaba hacia el colegio. Cuando iba a llegar a las compuertas metálicas del internado se metió debajo de la ruana que llevaba puesta Graciela y siguió caminando sin quitar la mirada de sus propios pies; con el izquierdo pisaba el pasto verde y húmedo y con el derecho el cemento gris del andén, para no ver la boca negra por donde había visto sacar y pasar de una caneca a otra esa masa roja y espesa que le producía náuseas y temor. Así llegó al colegio.
***
Al cumplir Manuel los doce años el mundo ya era otro. Conocía las calles alrededor de su casa y un par de veces, a riesgo de perderse, se había aventurado hasta barrios alejados. Pero lo que hacía todos los días, después de volver del colegio, era encontrarse con Fernando frente a la casa después de llamarlo con un silbido. Él llevaba el balón de fútbol y jugaban “el que mete gol tapa”.
Esa tarde, apenas comenzado el juego, Fernando pateó el balón con fuerza y Manuel no logró detenerlo. Se quedó mirando cómo rebotó en el pequeño muro del jardín, atravesó la calle y se metió al misterioso corredor que era, al mismo tiempo, entrada y garaje descubierto de la casa de los Mercado. Manuel miró a Fernando con una mezcla de duda y temor, esperando que fuera él quien cruzara la calle y lo recuperara en una sola carrera, pero la respuesta de su amigo fue sentarse de un brinco en el muro.
- Usted no lo tapó -le dijo con tono ganador.
- Yo voy, pero usted me avisa si aparece el viejo Mercado -le advirtió Manuel.
Cruzó rápido la calle y se metió a ese largo pasadizo sin techo que de un lado era una pared alta, blanca de cal, que separaba la casa de los Mercado de la de los Mendoza; del otro lado, frente a la pared resplandeciente a tramos por los rayos del sol de la tarde, había una ventana y la puerta de entrada a la casa, de vidrio martillado y forja. Manuel buscó el balón mientras sentía el miedo creciendo en su pecho. Dio una mirada más al largo callejón y después otra mirada rápida a su amigo que allá afuera, del otro lado de la calle, vigilaba a lado y lado, tan nervioso como él. Era tanto el susto que Manuel pensó abandonar la búsqueda y salir de ahí, pero en ese momento apareció al fondo Martica, de uniforme de colegio y con el balón sostenido contra la cintura. Al tiempo que Manuel daba pasos tímidos hacia ella, el miedo desapareció y lo invadió algo que nunca antes había sentido. Los latidos del corazón subían a los oídos y luego se regaban por todo el cuerpo hasta que terminaban deshaciéndose en el paladar; sintió que una mezcla grata de cosquillas y tensión le bajaba del estómago a la entrepierna y después le recorría la espalda. El escalofrío de miedo que lo había invadido se volvió dulce. Trató de controlar la respiración y le extendió las manos abiertas a Martica mientras pensaba que ojalá ella no descubriera que estaban húmedas y calientes, pero no hubo tiempo. Antes de alejarse ella dejó caer el balón que Manuel recibió al segundo rebote.
Después de ese encuentro, a Manuel le interesaba el balón cada vez menos y Martica cada vez más. La espera ansiosa se acabó cuando se la encontró de repente. Ella venía del colegio, con los libros abrazados contra el pecho, como si les susurrara, y mirando al suelo. Manuel la siguió sin atreverse a hablarle y se secó el sudor de las manos en el pantalón disponiéndose a caminar a su lado, pero no tuvo el valor ni la determinación suficientes. Cada vez estaban más cerca a la entrada de la casa y ella no lo había mirado. Al fin él la alcanzó, pero no fue capaz de decirle nada; dentro de la cabeza las palabras le revoloteaban y se le secaban en la lengua antes de abrir la boca.
A la tarde siguiente Manuel no llamó a Fernando con su silbido; él mismo pateó el balón y cruzó la calle para ir a buscarlo, pero allá adentro, en el corredor, a la que encontró fue a la mamá de Martica que, con una sonrisa amable, le señaló la puerta entreabierta de la casa.
- ¿No tiene sed? Venga. Entre.
La timidez y la curiosidad le ganaron al miedo y sin decir nada, con un gesto apenas, aceptó la invitación a conocer el interior de esa casa a la que nunca se había imaginado entrar.
La señora, antes de desaparecer por un corredor angosto, dejó en el aire las palabras suficientes para que Manuel entendiera y siguiera a la sala a esperarla. A él le costó dar los primeros pasos en ese espacio desconocido y que en nada se parecía a su casa al otro lado de la calle. Miró primero a su izquierda, por donde desapareció la señora. A su derecha vio otro corredor apenas iluminado a tramos por la luz de la tarde, que quizás era el camino a las habitaciones. Casi frente a él vio por último la sala donde debía esperar quién sabe qué. Ojalá a Martica.
La salita pequeña estaba sumergida en la penumbra de la tarde y las cosas que había allí emergían lentamente a la luz. Al fondo, contra la pared de color azul pálido, casi blanco, un sofá de tres puestos con un plástico transparente para proteger el tapizado; al lado dos sillas compañeras y enfrente, otras dos sillas sin parentesco visible con los demás muebles de la sala. Colgada en una de las paredes una réplica enmarcada de la última cena al lado de un sagrado corazón de Jesús. En la otra pared tres fotos familiares. Una mujer, tres niñas y el papá, Jorge Mercado, uniformado de capitán de policía.
Mientras Manuel esperaba que apareciera alguien, se acercó a una esquina donde había un mueble de madera de tres entrepaños; en el de la mitad, sobre carpetas tejidas en crochet, había dos payasitos de porcelana que parecían jugar a las escondidas detrás de un florero desportillado y vacío. El piso de listones de madera crujía con cada paso que daba, así que prefirió quedarse quieto frente a la única ventana que, a través de una cortina de velo, dejaba ver afuera la pared blanca del corredor de entrada. Pensó que al otro lado de esa pared estaba la casa de los Mendoza y miró arriba: sobresalía una rama de pino, apoyada en la pared como un brazo tendido entre los trozos de vidrio de botellas sembrados en cemento. Entonces oyó a sus espaldas la voz de la mamá de Martica que intentaba ser simpática:
- Al otro lado viven esos liberales que mantienen a la chusma esa del Llano, dice mi esposo.
Manuel la volteó a mirar mientras ella remataba con una mueca de sonrisa y vergüenza al mismo tiempo.
- No soy capaz de repetirlo como él. Lo dice con odio ¡y tan feo!
Manuel se quedó inmóvil, sonriendo y sin entender, esperando que apareciera Martica, pero la que llegó del fondo, donde él se imaginaba que estaban las habitaciones, fue Cristina, la hermanita menor, con una risa afilada y gritando que iba a llamar a su hermana. Al momento estaban ahí la mamá y las dos hermanas, pero Martica miraba al piso de madera como si buscara algo.
Entonces llegó del fondo de la casa, como una sombra, un hombre pálido, con marcas de acné en la cara, y con un vestido azul oscuro que parecía un par de tallas más grande. El hombre, sin sacar las manos de los bolsillos, miró a Manuel en silencio y fue a pararse en el rincón junto al mueble esquinero.
La mamá, disculpándolo, le explicó a Manuel:
- Él es Ramirito, el tío de las niñas. Vive fuera del país hace años.
Y Cristina complementó con un chillido:
- Llegó de sorpresa esta mañana.
Manuel lo miró y lo primero que pensó fue que no sabía si era joven o viejo. Sintió que ni sus ojos ni su cara pálida y de piel reseca, decían nada, que nada ni nadie a su alrededor le importaba. Parecía que respirara solo amargura. Manuel no se atrevió a saludarlo. Mientras la mamá hablaba, Manuel no podía dejar de mirar de reojo al tío Ramirito que, de repente, les dio la espalda a todos, encendió un fósforo y lo sostuvo entre su cara y la pared, sin dejar de mirar fijamente la llama, como si estuviera haciendo un ritual misterioso, sólo suyo. Al momento sonó el timbre del teléfono y la mamá, mirando con angustia al tío Ramirito y después a Manuel, dijo entre respiraciones agitadas:
- Debe ser mi esposo para decir que ya viene. Mejor que no lo encuentre aquí.
Con el miedo revivido y convertido en un frío que lo erizaba, Manuel cruzó la calle y entró a su casa. En el primer patio, entre las materas de geranios, vio a su abuela sentada en un taburete sacando el relleno de lana de un par de almohadas que tenía al lado y extendiéndola en el suelo, sobre un viejo cubrelecho. Luego, con una delgada vara de guadua comenzó a aporrear los vellones. Manuel llegó a su lado y, mientras escarmenaba algunas motas de lana, le confesó la primera aventura amorosa de su vida con Martica Mercado, y entre sonrisas de emoción la sensación inexplicable del corazón palpitándole en el estómago. Y también la confusión.
- Yo nunca había visto a ese señor, el tío Ramirito. Es raro ¿no?
Sin dejar de aporrear la lana, la abuela respondió:
- Él se fue hace como siete años. Un día anocheció y no amaneció.
El silbido inconfundible de Fernando hizo que Manuel dejara a su abuela en su tarea y corriera a la puerta. Su vecino lo esperaba con el balón en la mano y apenas lo vio salir se lo lanzó.
- Cuando vuelva, jugamos -le alcanzó a decir Fernando, y corrió detrás de su mamá que ya se alejaba.
Manuel levantó la mirada a la casa de los Mercado, luego a la calle solitaria y pateó el balón que rodó por el asfalto y entró limpio en el garaje de la casa de Martica. Por tercera vez atravesó la calle en una carrera y fue tras él. Miró a los lados, pero no lo vio, entonces siguió al fondo. Era el último recoveco del corredor y allá, recostada en la pared, había una larga escalera. Ahí estaba Martica apoyada en uno de los peldaños y a su lado estaba el balón.
- Venga por él -le dijo mientras su mirada tímida fue del piso a sus ojos y de nuevo al piso.
Manuel apretó las manos húmedas, trató de secarlas en el pantalón y se acercó. Martica se acomodó contra la pared, como si lo esperara, y no levantó los ojos, pero cuando Manuel ya estaba frente a ella, se sacudió el pelo negro para despejar las mejillas sonrojadas y le dio por un instante el brillo de su mirada. Manuel quería decirle algo, pero de nuevo las palabras se deshacían en algún lugar entre la cabeza y la boca. Ya entre los dos no había distancia. Él sentía su olor tibio a ropa recién planchada y veía que su respiración hacía palpitar la tela blanca de su blusa. De repente se atrevió; sin importarle que tuviera la mano sudorosa agarró la de ella y se sintió tranquilo al darse cuenta que las dos manos estaban igual de húmedas y tibias. Martica se mordió los labios suavemente mientras sacaba del bolsillo de la falda un pañuelo blanco, fino, casi transparente. Al tiempo que lo desdoblaba y volvía a mirarlo, le preguntó:
- ¿Ha dado besos?
Manuel sintió que, si abría la boca para responderle, no saldrían palabras sino el latido del corazón que ahora lo tenía en la garganta.
Martica sostuvo el pañuelo extendido sobre sus labios entreabiertos, como si fuera un velo, y luego los apretó muy suavemente contra la boca de Manuel. Los dos sintieron por primera vez la tibieza del otro a través del tejido.
Los separó el ruido del motor de un carro.
- ¡Mi papá! Es el carro de mi papá. Espere que él entre y salga corriendo.
Martica dobló y guardó el pañuelo y, antes de alejarse a pasos cada vez más rápidos, de una patada delicada dejó el balón en medio de los pies de Manuel. Él lo recogió y se quedó inmóvil mientras sentía que por dentro el miedo le explotaba y se enfriaba la emoción que acababa de saborear. Oyó los golpes metálicos de abrir y cerrar la puerta de la casa. Entonces se asomó sigiloso. El corredor estaba desierto, la verja abierta y al fondo, en la calle, el Volkswagen celeste parqueado. Mientras caminaba casi en punta de pies hacia la salida, oyó la voz aterradora del viejo Jorge gritando furioso dentro de la casa:
- ¿Usted qué hace aquí? ¡Imbécil! ¿Cree que puede aparecer cuando se le dé la gana? ¡Usted hace lo que yo le diga!
La respuesta desafiante de Ramirito le dio a Manuel el impulso que necesitaba.
- Sí, porque usted es el que manda. ¿Quiere que vuelva a meterme a la casa de los Mendoza?
Manuel cruzó la calle y se metió a su casa. Como si fuera un ladrón se agachó junto a la ventana y poco a poco se asomó. La calle seguía tranquila y casi desierta. Esperó en vano que Martica apareciera en la reja entreabierta por donde él acababa de salir. Entonces descubrió que en el techo de la casa de los Mercado el tío Ramirito, dorado por la luz de la tarde, avanzaba en cuatro patas hacia el caballete del tejado, mientras abajo, en el largo corredor de entrada, Jorge le ordenaba a gritos:
- ¡Se baja ya mismo o lo bajo a bala, carajo!
Ramirito, acaballado en la cumbrera, levantó los brazos y comenzó a gritar:
- ¡Yo maté a Camilo! ¡Yo maté a Camilo!
Manuel cerró los ojos y de pronto, solo por un instante, apareció su recuerdo de niño: las canecas del internado vomitando lavaza roja, roja y espesa. Entonces corrió por toda la casa hasta encontrar a su abuela que aprovechaba la última luz del día en la máquina de coser y la llevó a la ventana para mostrarle lo que no terminaba de entender. Pero ya Ramirito no estaba en ninguna parte y el viejo Jorge, recostado en la reja entreabierta, miraba calle arriba y calle abajo como si nada hubiera pasado.
Manuel sintió otra vez el vacío frío en el estómago y supo que no iba volver a cruzar la calle así apareciera Martica.