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En sus muros y aleros elevados, en sus corredores que traqueaban y salones amplios, estaba encerrada una parte de la historia de la ciudad. La casa era arrendada por la curia al instituto de cultura desde hacía unos años. A sus lados, de hecho, había un conglomerado de construcciones cuyo núcleo principal era la sede del arzobispo. En tiempos de la Colonia fue un monasterio de religiosas concepcionistas. Un lugar adonde iban las jóvenes neogranadinas a jurar su fidelidad a Cristo y al Rey, y a pagar su precio por los deslices clandestinos del amor. Más tarde se convirtió, en la época republicana, en la sede del seminario menor. Su construcción había sido restaurada varias veces. Los últimos trabajos la dotaron de pintura blanca para vivificar sus paredes de argamasa y caña brava, y verde para las puertas, ventanas, barandales y balaústres. Remodelaron también el auditorio cambiando la madera de los pisos. El hecho de que esta sede pasara a manos de una dirección musical le daba un continente sugestivo de secularización. Los estudiantes iban y venían por sus corredores y creían, sobre todo en altas horas de la noche, profanar una etiqueta clerical y las disciplinas marcadas por la represión y la culpa.
La luz o la tiniebla entraban por el patio central y se instalaban como un golpe tajante en casi todo el ámbito. A la usanza de las estancias del ayer, había existido un jardín con platabandas y una pila cuyo mono hacía un mohín socarrón. Ahora solo quedaba un patio de cemento que cumplía funciones deportivas. Ante esta pérdida floral, la casa asumió un rasgo de austeridad que se adaptó a las pedagogías católicas de la república. Alrededor del patio estaban los salones. En ellos había un pianoforte erigido como el símbolo de la escuela. Un instrumento, generalmente de tonos marrones, que suscitaba respeto por parte de los estudiantes y acompañaba un tablero de pentagramas. En el primer piso había un habitáculo, debajo de las escaleras, donde una mujer de mejillas escaldadas por el frío vendía tintos, cigarrillos, aguas aromáticas, mogollas y roscones. Le decían Chavita, y su lugar era el más visitado en las pausas de las clases.
El auditorio ocupaba una buena parte del primer piso. Era de gran dimensión, y su ornamento remitía a una versión adulterada del barroquismo americano. Con él se había deseado construir una pequeña capilla para el ritual de la misa. Las lámparas colgantes inactivas, la humedad y el frío que jamás cesaban iban de la mano de los actos perversos realizados allí. Unos hablaban de celdas de castigo para las monjas. Y algo persistía de las jornadas de varios días a pan y agua y de los quejidos por la autoflagelación. Un eco de tal pasado invadía algunos instantes de la noche. Pero también había referencias a un cementerio, no para las doncellas caídas en infortunio, sino para los fetos que engendraban y que, por causas varias, fenecían en el proceso de la gestación. Las indicaciones, al respecto, gozaban de exactitud, pues el sitio de esas pequeñas fosas comunes estaba en el centro del escenario. Allí donde se ubicaba el segundo piano de cola de la escuela, un Baldwin de color negro cuyo teclado solo podía tocar el estudiante más avanzado.
Al frente de la entrada principal del auditorio —se podía acceder también por una puerta lateral al escenario, y en ambas entradas se producía una corriente de aire gélido— estaban las otras escaleras de la casa. A diferencia de las principales, estas no se utilizaban demasiado y sus luces permanecían apagadas. Por ellas se iba al segundo piso y eran el tramo obligatorio, este sí iluminado, para llegar a la tercera planta. En esa altura, y desde su corredor, se observaban los techos centenarios. El de la cúpula de la catedral primada, imponente y redondo, y el de las otras iglesias. También se columbraba el altiplano, que hacia ese lado era seco y ondeante. Este era el piso preferido de Pedro Cadavid. No solo por la luz que se regaba por sus salones, sino porque allí estaba, en la zona más extrema y elevada, la sala de audición y la discoteca de la escuela. En los días especiales —alguna festividad, una efeméride musical, las jornadas de grado con sus calificaciones honorables— se sacaban los parlantes del equipo de sonido. Y la música, como una dádiva, se expandía por los rincones. La casa se tornaba entonces prestigiosa y daba la impresión de ser la más ilustre de entre todas las edificaciones de la ciudad.