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A mi abuelo Avelino
Estaba renunciando, a estos sueños, a otros sueños. Cómo el alma se dispersa en un olimpo catártico, cuyas ambulancias se mueren en las concavidades donde el sonido se esfuma en la asfixia en que el último latido del amor no se escucha ni en la pena más grande del mundo. Los pasos son rehenes de los presos que salen dispuestos a morir por un segundo sin que se les alargue la condena, entre el más allá y una UCI, debatiéndose en las dunas de la soledad. Más que la derrota de la inmensidad de la tragedia en que el ser humano vio las primeras estrellas, y ahora nuestro sigiloso paso por la tasa del baño, sea consagrada a la cavilación exacerbada de los espermatozoides, si es que el afán de tirar con la suegra nos salva de que Mandraque nos ponga los pañales de Mahoma antes de que la intifada de nuestras esposas nos exmulguen de que no sabemos si estamos manejando un circo, o el Ferrari del apocalipsis, cuando la lluvia se lleva nuestra inocencia, y jamás nuestros últimos momentos volverán a ser los mismos.
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Por Andrés Felipe Sanabria
