Cuando se menciona la palabra “masculinidad” hay algo que pareciera empujarnos a pensar que la siguiente es “tóxica”. Somos irreparablemente violentos, se dice, fuera de contacto con nuestros sentimientos y ridículamente simples y básicos. Al hablar de masculinidad de manera “correcta” no nos queda más que hacer una caricatura de lo simiescos que somos, o en su defecto ese acto de abjuración contemporánea consistente de pararse en público para “renunciar a los privilegios”.
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Pero es justamente la masculinidad no pensada la que nos ha traído fenómenos como el chico silencioso que un día simplemente compra un rifle de asalto y mata sin distinción a todo el que se encuentra en el Wall-Mart, o la versión religioso-fundamentalista del que alquila un auto en una ciudad europea para pasar por encima del que pueda en un festival callejero. Cuando se aborda como un caso de locura individual o de perversidad inherente de un grupo, todo fenómeno se vuelve incomprensible.
A riesgo de convertirme en el objeto de ataque de todo aquel que no soporta hablar de lo que considera son las causas de las enfermedades que detesta, en este escrito daré una visión de lo que, considero, es la crisis contemporánea de la masculinidad. Debo confesar que “crisis” no es una de mis palabras favoritas. Fue el dulce en la boca de los “analistas” de izquierda de los años sesenta: tiene un tono entre teórico y dramático. Pero no hemos gestado otra para denominar el conjunto de problemas que circunscriben un tema.
¿Cuál es la crisis contemporánea de la masculinidad?
La sociedad contemporánea crea a hombres débiles e inseguros. Un hombre débil es uno que cree que conquistará a su pareja alardeando de lo cansado que está por tener tanta gente en su “equipo”, que siente que para él “solo lo mejor” y por ello conduce un auto de varios cientos de millones. Un hombre inseguro es uno que no soporta ver a su novia hablando con su mejor amigo, que cree que complacerá a su pareja, que ha convertido en su madre, sentado en casa todo el día esperando a que ella llegue. Creo que no me equivoco cuando digo que no son lo que las mujeres buscan.
Cree que sus posibilidades se reducen al presente porque se ha vuelto incapaz de soñar. Por más irreal que supongamos que es el soñar, cuando lo dejamos de hacer no quedamos ante los hechos objetivos, como diría Slavoj Žižek, sino ante la pesadilla, una que haremos vivir a los demás. Los hombres deben ser capaces de concebir sueños y de proyectarlos. No digo que las mujeres no -lo que digo acá sobre los hombres no ha de concebirse como excluyente-; lo que digo es que cuando consideramos la capacidad masculina de imaginar alternativas a lo real como una faceta del síndrome de infantilización de Peter Pan, hemos matado una de las posibilidades de generar sentido a futuro.
Todos conocemos estos estereotipos de masculinidad contemporánea. No complacen a nadie. Tanto hombres como mujeres los padecemos. Pero nuestra forma de vida los genera. He insistido en “Consumidores de atención”* que somos hábiles en forjar aquello que no es conducente al sentido que ansiamos. ¿Cómo es posible que la civilización genere lo que le es lesivo al grupo? Rousseau fue uno de los primeros en señalar que no son dos tendencias contrarias civilización y decadencia, sino que parecieran ir de la mano.
Los hombres necesitan reconocimiento. Ese reconocimiento lo encontrarán en otros hombres de distintas edades. El problema del hombre débil es justamente que busca el reconocimiento en la persona que quiere conquistar. Un hombre seguro de sí llegará con sus fortalezas y sus debilidades claras ante su posible pareja. Basta observar la admiración casi reverencial que un chico de 13 años siente por su primo de 18 o de 22. Deja de ser un tonto, a veces incluso escucha. Lo quiere imitar. El problema de los colegios de solo hombres, en los que las dinámicas parecen volcarse hacia la demencial crueldad de “El señor de las moscas”, es que un chico de 16 años solo le arrancará reconocimiento a un par de la misma edad con actos absurdos de imposición violenta. Necesita esa figura de la generación precedente.
En la tribu nomádica primitiva, de la cual descendemos, esta era la dinámica. Los hombres y las mujeres encontraban espacios y patrones para fortalecerse como grupo. Esto es inexistente hoy. Una de las grandes tragedias de la cultura contemporánea es que vivimos casi permanentemente en ambientes en los que hombres y mujeres conviven todo el tiempo. El resultado es una tensión sexual perpetua en al cual las mujeres sienten la enorme presión de estar atractivas y los hombres se vuelven unos presuntuosos de poder. A eso le hemos añadido la sentencia altamente estúpida de que en el trabajo no podemos formar vínculos emocionales, una de esas que en pocos años se verá como la que ahora nos parece absurda: un hombre verdadero no llora.
Conozco bien la objeción que viene. Es un tema que en filosofía se llama “la falacia naturalista”: que en la naturaleza algo sea de tal o cual forma, no se sigue que deba ser así. Decía el filósofo escocés del siglo XVIII David Hume que de un “es” no se sigue un “debe”. Somos cultura, y como tal podemos hacer de nosotros lo que queramos. No nos conmina una tribu desconocida de hace 150.000 años. Estoy en parte de acuerdo. Pero ello no significa que nuestra naturaleza y pasado no digan nada de nosotros. Somos seres al mismo tiempo nuevos y primitivos. Del hecho de que la culinaria, por ejemplo, sea un arte altamente culturizado, no se sigue que podamos digerir piedras o que nos haga bien el veneno. Hemos perdido un sentido de lo que es adecuado y de nuestros propios límites e intereses de fondo. Y si bien algunos creen que la solución al problema de la masculinidad es una guerra entre los géneros, en realidad es lo que menos necesitamos en tiempos en los que hemos vuelto a conflictos en los que nos exterminamos por hambre. Lo que necesitamos es podernos celebrar como hombres y mujeres para algún día, quizá, llegar a saber quiénes somos.
*“Consumidores de atención”, Debate, 2025.