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Salvo en ciertos espacios, la “crítica” es considerada un monstruo amaestrado por eruditos que se han preparado a lo largo de un camino académico para manejar un lenguaje sofisticado con el que se permiten destruir el artefacto (entiéndase como una obra de arte) de uno u otro autor. Nada más lejano de la realidad. “Analizar pormenorizadamente algo y valorarlo según los criterios propios de la materia que se trate” es una de las definiciones que se le ha otorgado al verbo criticar.
En el libro “La crítica, arte, medios y tendencias”, compilado por Ómar Rincón, once profesores de humanidades exponen el vínculo que hay entre la crítica y su materia de estudio. Los artículos tienen como núcleo exponer lo que es la crítica en la literatura, el arte, el teatro, el cine, la televisión, la música, la internet, la moda y la comida. Un punto común entre todos, que es esencial y generalmente ignorado por los detractores de la crítica, es que ésta implica dos responsabilidades: por un lado, la disposición y el compromiso para con el tema de estudio de dedicar tiempo y minuciosa atención a explorar, analizar y formarse como conocedor del campo y así, por el otro lado, lograr ofrecer una idea, un análisis. Evidentemente, ese fin último no es posible si antes no se han puesto sobre la mesa y se han confrontado honestamente las preferencias y los disgustos que hay sobre el artefacto en cuestión, y las tendencias que invaden al crítico. De este modo, contrario al humo que se ha levantado afuera de la academia, el oficio del crítico es de estudio, diálogo y análisis: genera pensamiento.