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El ensayo intenta ilustrar que la idea de canon en si está viciada por los canonizadores (gente blanca, estudiada, que refunda el país desde el centro, Bogotá, sobre las ruinas humeantes de las guerras republicanas y las huestes analfabetas; en fin, conservadores). A continuación, arroja un nuevo canon y resalta la necesidad de que ese contra-canon pase a ser certificado por una autoridad insobornable y preclara: la de crítico insobornable y preclaro. Menciona de paso algunos nombres de representantes de crítica seria y confiable que ha dado el pasado pero que hoy son espectrales y están ausentes de los suplementos y de la academia.
Es extraño que se confunda la publicidad con la determinación de un canon. El canon no lo decide un crítico, ni listas decembrinas de ventas, y menos esa abstracción, la crítica en los medios escritos, que reúne a columnistas amigos, aspirantes y diletantes llenos de rencor, canibalismo de colegas y la fauna propia que laboró (laboraba en otras épocas) en las salas de redacción y en los cafeces de la “tenaz suramericana” y que ahora solo llegarán a freelanceros sin sueldo; el canon no lo deciden sabios en sus torres de marfil, ni los que escriben las enciclopedias, ni lo deciden los lectores, que tampoco son necesariamente los compradores de los libros (los más vendidos son libros infantiles que las editoriales venden a las santas madrecitas para que lleven a sus niños embelesados con el smartphone). No lo deciden los editores, ni los de libros a escala industrial ni los otros, a quienes por costumbre llamaremos independientes (¿cuándo dejaremos de decir “independientes” donde debe decirse “subsidiados”?). El canon que cuestiona Montoya es el que se impone y se dicta a través de lo que él señala, pero la idea de conformarlo sigue siendo necesaria para él y eso desmorona los postulados.
El ensayo contiene varias generalizaciones que parecen superficiales para juzgar una serie de autores y obras y operaciones de márketing, y un rechazo de la corriente en particular llamada “la novela de la violencia”. La novela de la violencia (habría que redefinirla), ligada según sus fuentes a la estandarización de un canon se ve como algo negativo. Menciona las falencias literarias que ha notado en obras sobre violencia que han trascendido al gran público (si es que tal cosa existe en nuestro país, el público). Cuestiona el star-system de los premios comerciales y menciona dos casos en los que se ha premiado autores colombianos, olvidando que también se han premiado autores de la lengua y algunos de la calidad de Roberto Bolaño y de Manuel Vicent.
En varias etapas cuestiona la aparición del autor de no ficción y lo junta con el de ficción como si fuesen bebiesen de la misma fuente. Plantea que la profesionalización del escritor es una contingencia derivada más bien de la consagración de los grandes como García Márquez y las estrategias de márketing editoriales (con los vicios de los premios y operaciones de agentes literarios) todo lo cual da como resultado un valor sobreestimado en que se basa el prestigio de nuestra pobre novela actual, amparada en la violencia como recurso manido y negativo. Al final señala la ausencia crítica de los medios escritos comerciales y propone la desconexión de la crítica académica con la realidad como problema urgente para la formación de un canon menos hegemónico y fiable.
Unificar como si fueran autores del mismo baile a los autores de no ficción con los autores de novela, por las cifras de ventas y no por su imbricación con algún nivel de la realidad colombiana puede surgir del coraje que proporcionan las desproporcionadas cifras de ventas y no la diferencia sustancial entre formas de escritura. De ahí que la violencia como temática sea negativa para él, espectacularizada y clisé. Es verdad que la realidad, avalada por la certificación de la no ficción, suele vender más que la ficción cuando coincide con ciertas coyunturas que captan la atención nacional. El fenómeno del libro de secuestrado, por poner un ejemplo, fue un banquete para los editores en el primer y segundo periodo de la Seguridad Democrática; en esa coyuntura en que el delito llegó a ser industria el libro más vendido y promocionado y con mayor anticipo fue el de Ingrid Betancourt (La rabia en el corazón obtuvo 600.000 dólares de regalías y por el anticipo de No hay silencio que no termine se pagaron millones de dólares) y el que menos se vendió aunque llegó a best Sellers internacional es el de Clara Rojas (Cautiva, con 150.000 ejemplares vendidos), otro subgénero de la no ficción son las memorias de hampones, aquí el de alias Popeye consagrado por una telenovela y una serie de Netflix deja a las memorias escritas por perpetradores muy por arriba de los subgéneros de la no ficción (los hay, quién iba a pensar esto en los años de las pescas milagrosas y las bombas de Escobar que un día se leería tanto a Carlos Castaño como a Virginia Vallejo para entender el pasado…). Pero eso solo son cifras de ventas nacionales e internacionales. Hay otros autores de no ficción que han superado las ventas de los autores de ficción como los libros de Castro Caicedo, Alfredo Molano o Jorge Enrique Botero o como pasa con El olvido que seremos que quizá sea el libro colombiano más vendido de lo que va del siglo XX (excluyendo el tiraje insuperable de Vivir para contarla y Memoria de mis putas tristes, claro). Pero ese libro de Héctor Abad Faciolince no puede entrar en el canon de la novela, simplemente porque pertenece a otra categoría. Y aquí volvemos a las distorsiones del canon planteado. La no ficción ha narrado el país con más detalle que la ficción, pero la ficción ha conseguido entender la historia como cultura y por eso la ficción sobre la realidad convulsa, violenta y todo eso que incomoda a Montoya y le parece poco literario está relacionada con la cultura y no con el canon. Por lo demás, el hipotético canon del periodismo tiene poco que ver con el canon de la novela colombiana (y supongo que también será refutable, empezando por un requisito que se debe tener para coincidir con la definición canónica de cánon: que el autor ya esté muerto).
La profesionalización del escritor que es señalada por Montoya como una profesión derivada del mercadeo es otra hipótesis que merece un comentario. ¿Los autores que no son superventas pueden vivir de escribir? Los autores de literatura infantil se habrán adaptado a la obsolescencia y necesidad constante de novedades y escribirán varios libros por año, pero es difícil adaptarse al afán de novedades con libros de 300 páginas. Es cierto que puede obtenerse ingresos de actividades relacionadas con la literatura como conferencias, mesas, charlas, talleres para los que se pagan tarifas establecidas por los autores, pero esa profesionalización como un estado de ganancias constantes por ventas no existe en la realidad, al menos no en Colombia o con el entusiasmo consumidor del público lector colombiano como podría existir en otros lados.
El tema con el que concluye sugiere que debido a la baja calidad del canon se hace urgente el advenimiento del crítico espectral como juez y parte. Pero este debe ser un crítico ideal, un doctor Johnson, una suerte de Baldomero Sanín versión 3.0. La crítica insobornable, según el ensayo, debería provenir de la academia, pero allí está actualmente desconectada de la realidad y perdida en el laberinto de las publicaciones científicas (el cementerio, más bien) y sentada en las escuelas de hermenéutica. Según el ensayo, la crítica seria está ausente de las publicaciones comerciales y presente de manera menos masiva en publicaciones esporádicas que no conoce más que especialistas atentos. Cuestiona el simulacro de crítica que adelantan los suplementos y revistas de libros como Arcadia donde improvisan diletantes con un nivel de segundo semestre de universidad privada. La crítica que el ensayo idealiza no existe para dar cuenta de lo que él intenta rechazar del cánon, porque no se basa en obras sino en productos. Aquí encuentro que la categoría que usa está errada. Pablo habla de escritores donde otros ven productores de contenidos. En ese mismo sentido quizá algunos ven lectores donde otros entienden consumidores. Gente que compra y oye y ve y paga. Los textos literarios vienen hoy de varios frentes, no solo de una torre de marfil. También los textos críticos. Y por eso también el oficio del editor tradicional ha mudado acoplándose a realidades del capital. La pregunta que se hacen los actores de la cadena del libro (autores-editores-libreros) es ¿quién consume o está en capacidad de consumir libros? La élite. ¿En dónde? En lugares de élite. En ferias donde simulamos cercanía, lectores, redacción, “estadísticas de asistencia”, “justificación de recursos invertidos”, “proyectos recuperables”. Es esa nuestra cultura actual del libro. Una cultura que no está construida sobre una tradición literaria, lo que idealizaría la idea de canon literario como culmen de un arte. Pablo cuestiona un canon que en realidad no existe. Y a nadie le importa que exista, porque la literatura no ocupa un lugar en la cultura actual, salvo un lugar de mercadeo. Cuestiona una tradición literaria, la literatura nacional, que no tiene más de un siglo y que en todo caso había que examinar en un ámbito más amplio, territorial, histórico o de la lengua y a partir de obras en cuestión. Cuestiona premios de la edición comercial que le parecen amañados, como si hubiera premios más prestigiosos que otros, por ejemplo que aquellos que conceden cuerpos colegiados u otras organizaciones neutrales. Sin embargo, esos premios, más neutrales, son otorgados por cinco personas y un gobierno, cuya probidad ha sido también cuestionada, como la Academia Sueca.
Cuestionar la pérdida de la redacción llevará a observar tarde o temprano la erosión de la lectura. Hay que cuestionar que las publicaciones académicas busquen solo aumentar los ingresos salariales y que esos textos se publiquen luego solo en repositorios académicos a los que si quieres acceder tienes que pagar y si quieres publicar tienes que tener un aval y currículo que responda a: ¿Sobre qué autores basas tu crítica? ¿Qué títulos tienes para criticar? ¿Dónde están tus cincuenta fuentes doctorales? En cambio, lo que dice Montoya plantea nuevas preguntas en otra dirección. En vez de canon ¿para qué sirve el canon y de paso las maestrías en escritura creativa y los doctorados en Estados Unidos? ¿Qué efecto tienen esas hiper-especializaciones en una “sociedad organizada para no leer” usando términos del mexicano Gabriel Zaid? ¿En vez de autores profesionales porqué alguien que escribe gana más por actividades adyacentes como conferencias y conversaciones que por ventas de libros? ¿En vez de quiénes son los autores más vendidos cómo llegó a convertirse la novela sobre violencia en un subgénero y ese entre lo más vendido, y qué sociedad provocó eso y qué fue capaz de hacer la literatura con la tragedia nacional si es que algo se ha hecho y no todo es basura? En vez de críticos, ¿por qué la crítica escrita por colegas es una forma del canibalismo y la crítica escrita por académicos parece no hablarle a nadie fuera del ámbito académico y por qué las mayores interpretaciones del arte también han sido arte como pasa en Borges y se leen menos cuando el autor es menos popular como Alfonso Reyes? Y si abrimos el cuestionamiento a un ámbito más amplio que el nacional: ¿quiénes son los autores que promocionan las industrias y qué cultura se constituye con ellos? ¿Elena Ferrante quién coño es? ¿Por qué en Colombia también las Cincuenta Sombras de Grey fueron en su momento lo más vendido en una feria del libro y los libros de youtubers? ¿Por qué se reseñan y entrevistan en la prensa escrita esos autores?
El peso de la cultura actual no está en crear nuevas cosas, sino en reproducir siempre lo mismo. De modo que: ¿La cultura depende la creación o de la reproducción? Reproducir vende. Netflix. Hollywood. La industria editorial. La novela negra. La “violencia”. Y venden porque reproducen. ¿Estamos creando o produciendo objetos para sujetos que consumen objetos o creaciones? ¿Si no se leía antes a mujeres es porque no se editaba a mujeres o porque no se las invitaba a las ferias y ahora que se las edita y se les invita y están presentes y protestan por falta de paridad en las ferias en clave de qué se leen sus obras y serán perdurables y esa visibilidad es pasajera o va a durar o será sepultada por la siguiente estrategia de ventas cuando el tema caiga en la obsolescencia de lo urgente? Lo que algunos llaman lectores son para la cadena del libro solo sujetos que consumen ferias. Ferias que venden la experiencia de hacer fila dos horas para estar tres segundos junto a un autor que te va a firmar el libro y aceptará una foto contigo. La industria está basada en esa ficción. ¿Cómo hace un autor de una obra barroca o excesivamente cargada de recursos literarios para llegar a un público al que los autores triviales de las grandes editoriales sí llegan? Las ventas se basan en estadísticas, no en lectores. Y en esas estadísticas Pessoa nunca ha estado en la lista de los más vendidos, ni la poesía de Gary Snyder, ni los ensayos de Hugo Hiriart, ni las novelas de Agota Kristof, ni los cuentos de Ibargüengoitia. Venden los zombis. Venden los simularos de apocalipsis que se inspiran en series. Vende el amor líquido. Vende la novela negra. La fantasía de las democracias. Venden los discursos contraculturales porque también se vuelven discursos hegemónicos. ¿Por qué? ¿Y por qué las obras completas de Jesús Zárate las reedita la Universidad Industrial de Santander y no es reseñada ni por las revistas comerciales ni por las académicas? ¿Y por qué las ventas de un autor popular amortiguan en una misma editorial el riesgo que toman los editores de sacar a la luz libros de autores menos conocidos cuyas obras no agotarán seguramente el tiraje?
El canon se decide y se decreta, es conservador y cuestionable, provenga de la lista de más vendidos o de la crítica especializada. Pero es también una ficción. Si al doctor Johnson le hubieran dicho que lo que iba a quedar de todo lo que se leía en esos años en Inglaterra era los libros de Daniel Defoe, habría soltado una carcajada y lo habría menospreciado llamándolo algo equivalente a “periodista”. La perduración no se mide en criterios de especialistas. Se basa en la singularidad de una obra que trasciende. Esa singularidad está ausente de la mirada actual de la crítica literaria. Por suerte la crítica muere antes que la obra.
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* Para leer el ensayo de Pablo Montoya sobre el que escribe Daniel Ferreira, ingrese acá: