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Desde la infancia Narciso enamoró a todos los que lo veían. Nada más propio para “Su Majestad El Bebé” —para usar una expresión de Freud— que el sentimiento de que es absolutamente natural que todos lo amen. A los 16 años enamoró a la ninfa Eco, quien como en un viejo y desencantado noviazgo repetía lo que Narciso decía:
—¿Qué haremos esta tarde?
—Lo que tú quieras mi amor…
—No, lo que tú quieras mi amor—, ad nauseum.
El adivino ciego de la Ilíada, Tiresias, uno de los hombres más sabios en la antigua mitología —se cuenta que había sido mujer luego de haber visto a dos serpientes negras copulando—, le dijo a la madre de Narciso, Liríope, que su hijo viviría una larga vida a condición de que nunca se conociera a sí mismo.
Eventualmente, Narciso enamoró a Aminias, su pretendiente masculino más persistente. Habiéndolo rechazado, le pareció, en un acto de indolencia desmedido, gracioso enviarle a este cazador de regalo una espada, de la cual hizo el uso más obvio quitándose la vida en las puertas de la casa de su amado, mientras le imploraba a los dioses que le hicieran justicia. Fue la diosa Artemisa quien escuchó las súplicas. Profirió entonces contra Narciso una maldición según la cual se enamoraría de alguien que no lo podría amar. La maldición se haría inexorable. En Tespia, llegó Narciso a un arroyo de aguas quietas y reflectivas como la plata, sobre el cual se dispuso a beber. No se había acabado de inclinar cuando quedó sorprendido por la imagen reflejada, la de él mismo. Intentó abrazarla, abalanzándose sobre el agua, pero era apenas un reflejo:
“…permaneció turbado y embelesado hora tras hora. ¿Cómo podía soportar el hecho de poseer(se) y no poseer(se) al tiempo? El dolor le consumía, pero se regocijaba en su tormento, sabiendo al menos que su otro yo siempre le sería fiel, pasara lo que pasara”1.
Esto justamente es el narcicismo: estar obsesionado con la propia imagen sin poderse amar, poseerse y no poseerse al tiempo, sufrir por el amor propio y nunca poderse conocer. A eso hay que sumarle la sentencia de Tiresias: el narcisista vivirá su vida entera sin reconocer el juego de amor-odio que lo consume; reconfortado (y al tiempo hastiado) porque al final del día se irá a la cama consigo mismo. Hemos creado una cultura justamente para estar reconfortados con la idea de irnos solos a la cama con nosotros mismos.
Freud dio una explicación del narcicismo que completa el cuadro: en el narcicismo hay un elemento de un falso autoabastecimiento del amor que suponemos los demás nos negaron. Esta condición implica estar atento al mundo justo para ver qué dice de mí. Es conocida la anécdota de quienes han trabajado con Donald Trump en el sentido de que sólo leerá un párrafo si ve su nombre escrito en él. Su atención se centra exclusivamente en él. Pero como lo denota su lucha contra la calvicie, no se puede amar, como no se puede perdonar el haber perdido las elecciones. Es común que el narcisista entonces invente una red de mentiras para encubrir su autodesprecio.
Como el arroyo de Tespia, nuestra cultura ha creado toda clase de espejos en donde nos podemos ver. Hablando de sus contemporáneos en Así Habló Zaratustra, nos dice Nietzsche:
“Con cincuenta chafarrinones teníais pintados el rostro y los miembros: ¡así estabais sentados, para mi asombro, hombres del presente! ¡Y con cincuenta espejos a vuestro alrededor, que halagaban el juego de vuestros colores y lo reproducían! ¡En verdad, no podríais llevar mejor máscara, hombres del presente, que vuestro propio rostro! ¡Quién podría reconoceros!"2.
¡Nuestro verdadero rostro son máscaras que se sobreponen! Una asombrosa semblanza no solo de sus contemporáneos, sino de los nuestros. Ya no hay algo que ocultar detrás del disfraz, ¡todo son capas del “outfit”! Cintas de colores sobre cintas de colores que se sobreponen… una esfinge sin secretos dirá por los mismos tiempos Oscar Wilde. ¡Eso somos! Es asombroso cómo los escritores de finales del siglo XIX lo vieron venir décadas antes del celular.
Más que estar enamorados de nuestra imagen, estamos enamorados de la forma en que ella se refleja en nuestros espejos: las redes. El narcisismo se hace especialmente evidente allí. Hacemos todo un despliegue de nuestra efigie, de lo que hacemos y comemos, de nuestros momentos de felicidad y dolor, y al tiempo odiamos vernos en la foto, escuchar nuestra voz en el audio. Tenemos sed de una incesante adulación a través del like, pero sabemos que esa imagen idealizada choca con la realidad. Aun así, estamos atentos a lo que creemos es la manera en que otros nos ven. Cuando vienen las críticas, no somos capaces de mantener la representación interna que nos hemos forjado y nos derrumbamos, o hacemos un despliegue estrambótico: ¡hemos sido vulnerados! ¿Cómo negar que los ataques, el odio en las redes son una extensión de nuestro narcisismo?
Pero no sólo es en las redes. Le ponemos nuestro nombre a edificios, fundaciones y empresas, a nuestras creaciones, esparciéndonos por el mundo. Tenemos animales de compañía que creemos nos adoran, dictamos cursos de liderazgo y pensamiento positivo para impulsar a aquellos que no han alcanzado el nivel de narcisismo que el sistema requiere para que consumamos más cirugías, más celulares, más ácido hialurónico y más prendas en tiendas virtuales, todo en un intento desesperado por abrazar la imagen en el agua.
Son varias las versiones de la muerte de Narciso. En una de ellas, fallece cuando en medio del éxtasis pretende abrazar su reflejo en el río de plata; sin contención se lanza al agua y se ahoga en su propio rostro, ebrio de sí mismo. La sentencia de Tiresias se cumplió sin condición: Narciso viviría hasta el momento en el que se viera. Quizá nosotros, ya sabiendo la historia, no tengamos que correr la misma suerte y reconociéndonos por lo que somos, con nuestros defectos y virtudes, sin filtros ni bótox, podamos mirarnos en el espejo sin fenecer.
1Graves, Robert, “Los Mitos Griegos”. Grandes Obras de la Cultura. España, 2009, p. 316
2Zaratustra, El país de la cultura.
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