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Escenificando suplicios de Sísifo o de Tántalo, la reforma tributaria aprobada en primer debate en el Congreso sacude la cultura entre cimas y abismos: por una parte, mantiene los incentivos del libro y del sector audiovisual, algo estupendo, pues el proyecto inicial los eliminaba; pero del lado tortuoso, desaparecería el mayor alivio tributario existente para el teatro, música, y todos los demás campos artísticos y de diversidad cultural, condenándolos a peregrinar igual que siempre en búsqueda de financiaciones esquivas.
¿Qué explica este desbalance?; ¿Por qué ocurre apenas empezando una administración que de forma creíble propone situar el conocimiento y la paz estructural en primer orden de la agenda? Nadie en el Gobierno o el Legislativo da explicación. Acaso y sea porque no existe ninguna desde cualquier matiz social, económico, legal o incluso ideológico por donde se le mire.
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El asunto es este: luego de épocas de contienda con tecnócratas que siguen creyendo que la cultura es tan solo curiosidad, pasatiempo o cuestión de números, la presión de los actores y gestores consiguió que el Plan de Desarrollo (ley 1955 de 2019, artículo 180) extendiera en justicia a los demás sectores, el mismo incentivo que ayudó en este siglo a que el cine colombiano y todo alrededor suyo progresara notablemente.
Así, cualquier persona o empresa que destine recursos a proyectos musicales, de fiestas tradicionales, poesía, construcción de escenarios, espectáculos, bibliotecas, elaboración de instrumentos musicales, festivales, mejor dicho, una gama de actividades de producción, circulación y consumo que se dan de Bogotá a Palenque o al Pacífico, puede obtener una deducción de 165% en el impuesto de renta.
Una ecuación simple y virtuosa: por cada peso que alguien destina a la cultura, deduce 1.65 pesos o lo que es igual, el fisco le rebaja un porcentaje del impuesto a pagar. Por su parte, la actividad creativa así financiada, además de sus efectos simbólicos, de convivencia o libertad de expresión, despliega una gama de trabajo, uso de servicios locales, turismo, pago de impuestos nacionales y territoriales, entre muchos otros que le permiten a la cultura contribuir desde hace rato con algo más de 2 puntos del PIB.
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Este mecanismo ha propiciado intereses de gasto en iniciativas postuladas en todos los departamentos del país, por más de 200.000 millones de pesos y con proyecciones que rondan 1.5 billones en los próximos cuatro años; a decir verdad, es una referencia de acción cultural en toda Iberoamérica en donde Colombia por este y otros mecanismos ha podido ubicarse entre los cuatro primeros lugares en campos editoriales, audiovisuales o de exportaciones musicales, de bienes y servicios culturales.
Razonablemente, el gobierno pretende eliminar exenciones y escudos fiscales que se traducen en privilegios empresariales no generadores de valor social en un país que supera el 40% en índices de pobreza, con desbalances aberrantes en la distribución de la riqueza.
Sin embargo, los billones a recaudar no se obtienen quitándole a la cultura sus pocos y eficientes estímulos; hasta hoy que se sepa, este modelo no tiene casos de fraude o elusión, y más bien le devuelve al circuito económico cerca de tres veces lo que el fisco pone.
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Entre los desvanecimientos que el gobierno Duque dejó en lo social, en derechos humanos, en la confianza pública o la concreción de la paz, estuvo su planteamiento de la “economía naranja”. Pero un incentivo como este, establecido técnicamente durante su mandato, es trascendental y debería mantenerse.
Da la impresión de que en la actual política cultural y económica se estuviera confundiendo el incentivo (deducción de 165% por aporte a proyectos culturales) que se elimina en la tributaria, con la economía naranja o con la corporación (Cocrea), que trata de movilizarlo junto con el Ministerio de Cultura. La obstinación de la economía naranja no pasó de ser un sello personal, sin concepto y riesgoso, porque confundía: que la cultura tiene mucho valor, pero no precio, de manera que hoy no requiere siquiera una ley para reformularla; entre tanto, el incentivo y su operación pueden ajustarse, reglamentarse más, pero eliminarlo es un costoso error contra derechos culturales ya adquiridos.
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El gobierno plantea que este país sea “potencia de la vida”. Conseguirlo implica ser potencia cultural, lo que no se consigue, en este caso, destruyendo para volver a construir. Decían hombres de pensamiento que el arte y la literatura hacen que la vida merezca la pena ser vivida.
*Promotor de políticas y proyectos culturales en América Latina.
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