El Magazín Cultural
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La esencia del jazz

El pianista mira al cielo, como quien trata de obtener la inspiración necesaria para llevar a cabo la empresa que ha acometido.

*Luis Carlos Muñoz Sarmiento
05 de junio de 2012 - 10:48 p. m.

Pero, él mismo sabe que la inspiración no viene de allá, como tampoco el maná, que la inspiración brota de su trabajo, está en sus manos. Aunque antes de ella estén los sentidos y los sentimientos, esos poderosos proletarios dentro de nosotros capaces de derrotar a los supuestos invencibles. Aunque antes de la inspiración estén también los abismos y los demonios más que la lucidez o la razón, para dar vía libre al arte a través de esa mezcla imprevisible e inexorable. Y comienza a prodigar notas por el teclado, como quien lanza semillas sobre el campo arado previamente. Toma de aquí y las deposita allí, toma de allá y las esparce allende los mares de los sentidos. Sus manos, casi más largas que sus brazos, parecen ser tan largas como las patas del error.

Sólo que él no comete ninguno en los millones de notas que, con absoluto control, poderoso swing, fuerza expresiva sin igual, desparrama sobre las 88 teclas entre blancas y negras, entre blancos y negros. Su camiseta verde trasluce el sudor del mismo modo que el pañuelo de Satchmo, lo que en ambos casos se traduce en la validez del esfuerzo, así muchas veces hayamos descreído de él para inclinarnos por la inutilidad del arte. El ataque de este hombre de apenas un metro de estatura no encuentra paralelo ni siquiera en otro de la talla de Earl Hines, de Errol Garner, de Art Tatum, de Count Basie, de Chucho Valdés. Su swing tampoco: el artista maravilloso interpreta la pieza igual con las manos que con el cuerpo que con el corazón… un corazón a toda prueba que durante 36 años tuvo a su más enconado rival no en los otros pianistas. sino en sus huesos de cristal que al final, para sorpresa suya, se le quebraron.

El poco colágeno que le ayudó a sellar su osamenta estaba casi todo depositado en sus manos. Las que, no obstante, fueron suficientes para catapultar a la eternidad a su portador. Las que fueron suficientes para demostrar hasta dónde es capaz de llegar un artista en su lucha contra la adversidad. Las que fueron suficientes para hacerle ver a la humanidad que la emoción del arte es siempre superior a la posible, no probable, coherencia de la vida.

El artista, con una agilidad que pasma máxime cuando proviene de alguien tan especial, baja de su butaca, se apoya en sus muletas, se dirige al público que, en medio de la ansiedad, quiere retribuirle en parte ese gesto que instantes después de terminar su toque parece hablar a gritos de la satisfacción del amor cumplido: y no del deber cumplido… Michel Petrucciani acaba de interpretar Caravan y a uno le da la sensación de que ha oído, visto y sentido la esencia del jazz: al mismo tiempo, la esencia del arte. Ha quedado claro que el pianista y la pieza son huérfanos de pares…


*Colaborador de El magazín

Por *Luis Carlos Muñoz Sarmiento

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